Primera Lectura: Ez 47,1-2.8-9.12
Salmo Responsorial:
Salmo 45
Segunda Lectura: 1Cor 3,9c-11.16-17
Evangelio: Jn 2, 13-22
San Pedro del Vaticano no es la Catedral de
Roma, como muchos piensan, sino San Juan de Letrán. Y hoy la Iglesia celebra la
dedicación de la Basílica que es reconocida como "madre" de todas las
basílicas del mundo, la primera entre todas las catedrales. Recordar la fecha
de la dedicación, es decir de la consagración de la Basílica, recuerda a todas
las Iglesias locales la primacía de la Iglesia de Roma. Roma es la primera
entre iguales porque ha tenido el honor de tener como primer responsable a
Pedro. Pero, como recuerda san Gregorio Magno, uno de los grandes papas de la
historia, es la primera sobre todo en el servicio a los pobres y en la custodia
de la verdad.
Iglesia e
iglesias
Es curiosa la fiesta de hoy: en todo el mundo
los cristianos de la Iglesia Romana celebramos la dedicación de la Catedral de
Roma, como si fuera la propia y celebrarla en domingo, como hoy sucede, adquiere
un aspecto de reflexión particular. La razón de esta fiesta es sencilla, la
liturgia nos recuerda el papel central de la Iglesia de Roma en nuestra
experiencia y el papel de las iglesias (con minúscula), de los lugares de culto,
para los cristianos.
¿Qué es la Iglesia? Espontáneamente nos viene pensar
en un lugar, en un templo, ¿no es verdad? Por otra parte, la historia del arte
nos presenta escenarios extraordinarios, competiciones de belleza, catedrales
que desafían el tiempo para dar gloria y alabanza a Dios. En el cristianismo,
como en cada cultura y civilización, el arte expresa todo lo mejor de sí mismo cuando
trata de alcanzar Dios, cuando trata de expresar el concepto absoluto de
belleza. Pero, amigos, la iglesia, el templo, tiene sentido solo si contiene en
ella una Iglesia (con mayúscula), es decir una comunidad (ekklesía). La visión
cristiana del templo es bastante desacralizadora: no existen lugares que contengan
a Dios, sino lugares que contienen una comunidad que alaba Dios. Por tanto
nuestras iglesias son una referencia continua a la Iglesia formada por personas
vivas. Más aún: el riesgo de reducir a museos nuestros lugares de culto es muy real
y esto nos tiene que espolear a construir la comunidad.
¿Qué es la Iglesia? Es el sueño de Dios, es decir, hermanos y
hermanas reunidos por su Palabra que, poniendo sus dones y talentos al servicio
del Reino, construyen un lugar en el mundo para hacer presente el amor de Dios.
Dicho así es poético y bonito; luego, en lo concreto, nos estrellamos con
nuestra frágil experiencia de comunidad. Comunidades cansadas administradas
semidespóticamente por sacerdotes demasiado atados a su rol clerical, comunidades-hotel
que son vividas como una institución distribuidora de servicios; comunidades-fantasma
de nuestras ciudades en las que, quién participa, sólo pide ser dejado en paz para
cumplir con sus propias devociones. Esto no es así, amigos.
El episodio de la intervención de Jesús en el
templo de Jerusalén ha sido recogido por los cuatro evangelios. Es Juan quien
describe su reacción de manera más gráfica: con un látigo Jesús expulsa del
recinto sagrado a los animales que se están vendiendo para ser sacrificados,
vuelca las mesas de los cambistas y echa por tierra sus monedas. De sus labios
sale un grito: “No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”.
Este gesto fue el que desencadenó su detención y
rápida ejecución. Atacar el templo era atacar el corazón del pueblo judío: el
centro de su vida religiosa, social y económica. El templo era intocable. Allí
habitaba el Dios de Israel. Jesús, sin embargo, se siente un extraño en aquel
lugar: aquel templo no es la casa de su Padre sino un mercado.
Realicemos el sueño de Dios, convirtámonos de
verdad en Iglesia: reuniéndonos alrededor de la Palabra, viviendo cada uno su propio
ministerio y su vocación, dejando aparte a gurús y santones; conscientes de
haber sido elegidos por el Señor, hagamos que nuestros templos sean lugares de
encuentro y acogida, lugares evangélicos, lugares que cuidan el pan del camino
y la palabra. Conservemos nuestras iglesias, démosles su valor artístico y
material, sí, pero sobre todo que la restauración exterior sea siempre conforme
y a la vez que la restauración interior de la comunidad.
Celebrar la Catedral de Roma significa tomar a pecho
la suerte de aquella porción de Iglesia que habita mi barrio, mi ciudad,
significa hacer presente, en la pobre realidad que es una parroquia o un
templo, una porción del Reino de Dios. La actuación de Jesús nos ha de poner en
guardia a sus seguidores para preguntarnos qué tipo de religión estamos
cultivando en nuestros templos. Si no está inspirada por Jesús, se puede
convertir en una manera “santa” de cerrarnos al proyecto de Dios que él quiere impulsar
en el mundo. La religión de los que siguen a Jesús ha de estar siempre al
servicio del reino de Dios y su justicia.
Universalidad
Pero la dedicación de la Basílica Lateranense
nos empuja a una segunda reflexión sobre la catolicidad romana, es decir, sobre
la iglesia universal (sin confines, esto significa “católica”), en comunión con
la Iglesia madre de Roma. La catedral, lugar en que se conserva la cátedra, el
lugar desde donde el Obispo anuncia la palabra, es signo de la unidad de todas
las parroquias y templos en una Iglesia local. En la experiencia de la Iglesia
católica Roma, sede del apóstol Pedro y lugar de su martirio, y de Pablo,
reviste una centralidad espiritual y una vocación particular, la vocación de custodia
del depósito de la fe. ¿De qué se trata? Es un encargo difícil confiado a Pedro
y a su comunidad: cuidar la fe. En simples palabras: amigo que me escuchas, ¿quién
te garantiza que mi interpretación de la Palabra sea la vivida desde hace dos
mil años en el cristianismo?, ¿quién te garantiza que yo no sea uno de los
muchos charlatanes, con una interpretación del Evangelio mía, carismática y
personal? ¿Quién me garantiza a mí que estoy en el surco cavado por la
experiencia de las comunidades iluminadas por el Espíritu dado por el
Resucitado? Sólo y simplemente: la comunión con Pedro y su Iglesia de Roma.
Hoy nos
fijamos en ella con la certeza de la asistencia del Espíritu a Pedro y a sus
sucesores para que custodien intacto el tesoro de la fe. Pedro nos garantiza
que la fe que profesamos es aquélla misma vivida y transmitida por los
apóstoles. Nos fijamos en aquella cátedra, en aquella enseñanza que es tutela y
custodia de la Palabra, no la Palabra influenciada por las corrientes de
pensamiento, interpretadas a gusto de la última moda de turno, no; sino la
Palabra verdadera, aquella pronunciada por Jesús y hecha resonar por los
testigos de la fe.
Hoy es la fiesta de la catolicidad de la Iglesia
y su unidad, de la belleza de la diversidad y de la riqueza de la unidad alrededor
del carisma de Pedro, rudo pescador
llamado a ser roca inamovible, en el cuidado de las palabras del Maestro. No
olvidemos nunca que el cristianismo es una religión profética y universal nacida
del Espíritu de Jesús para abrir caminos al reino de Dios, construyendo un
mundo más humano y fraterno, caminando así hacia la salvación definitiva en
Dios. Que así sea.
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