Luz y tinieblas
Llenos de luz, como debería ser, como Dios quiere que sea. Y también llenos de nada, como estamos corriendo el riesgo de convertirla en una fiesta sin festejado, buena sólo para suscitar dulzonas emociones y una forma mercantilista de vender productos de todo tipo.
Llenos
de angustia como los muchos que viven la Navidad como una maldición que hay que
terminar cuanto antes y que no son alcanzados por ningún ángel que los conduzca
a visitar aquel establo.
Sin
embargo, y a pesar de todo ello, la luz de Dios invade todos los rincones,
calma toda ansiedad y convierte el corazón de quienes se dejan asombrar,
sorprender, aturdir y conmover.
¿Quién
podría, jamás, haber inventado un absurdo semejante?
¿Quién
jamás podría haber hecho creer la más increíble de las noticias?
Debe
ser verdadera la Navidad, porque sólo Dios podía realizar semejante cosa. Debe
ser verdadera, porque es algo de locos imaginar una cosa semejante.
La
noticia de un Dios que se hace hombre. Qué se hace accesible y topadizo, que se
hace carne y sangre, ternura y calor, fragilidad y compasión.
Una
persona con sentimientos, que siente cansancio, emociones, hambre y sed, calor
y frío.
Ahora
ya no hay una un confín que separa lo humano y lo divino. Ahora Él, el Señor, está
aquí.
¿Por qué?
¿Por
qué lo ha hecho? ¿Qué sentido tiene? ¿Para qué Dios tendría que abandonar su
perfección para venir a conocer nuestra miseria?
La
respuesta es: Para vosotros ha nacido un
Salvador.
Son
los pastores, los últimos, los perdedores, los derrotados del tiempo de Jesús son
los que tienen el honor de ser dignos de la explicación del ángel.
Dios
se ha hecho hombre porque nos quiere. Y cuanto más frágiles y torpes somos,
cuanto más hayamos conocido la miseria y la desesperación, como los pastores,
más nos quiere el Señor. No en virtud de nuestros méritos, sino en proporción a
nuestras necesidades.
Dios
se ha hecho hombre para salvarnos, para conducirnos a la salvación que es la
plenitud de la vida. Para llevar a cabo aquel anhelo inquebrantable que él ha
puesto en lo hondo de nuestro corazón. Una voz íntima, absoluta, que ni el caos
desbordante, en el que a duras penas sobrevivimos, logra acallar.
Dios se ha hecho hombre para decir a cada persona que nuestro barro está amasado con la chispa divina. Que, desde ahora y para siempre, lo humano y lo divino conviven en un mismo cuerpo. En el cuerpo de un recién nacido.