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miércoles, 24 de diciembre de 2025

NATIVIDAD DEL SEÑOR (A)


Primera Lectura: Is 52, 7-10
Salmo Responsorial: Salmo 97
Segunda Lectura: Heb 1, 1-6
Evangelio: Jn 1, 1-18

Luz y tinieblas

Otra vez la Navidad. Otra vez nos encontramos reunidos para celebrarla.

Una fiesta que querríamos llena de luz, como corresponde, como Dios quiere que sea. Y, sin embargo, también una fiesta que corre el riesgo de quedarse vacía: una Navidad sin el festejado, reducida a emociones dulzonas o a un gran escaparate donde todo se compra y se vende.

Hay quienes llegan a estos días cargados de angustia. Personas para las que la Navidad es casi una maldición que hay que pasar cuanto antes, y a las que no parece alcanzar ningún ángel que las invite a ir hasta aquel establo.

Y, aun así, pese a todo, la luz de Dios se abre paso. Invade los rincones más oscuros, aquieta la ansiedad y transforma el corazón de quienes se dejan sorprender, desarmar y conmover.

Porque, pensándolo bien, ¿quién podría haber inventado algo así?
¿Quién podría haber hecho creíble la noticia más increíble de todas?

La Navidad tiene que ser verdadera. Solo Dios podría realizar semejante despropósito. Solo Dios podría imaginar algo tan desconcertante.

Un Dios que se hace hombre. Que se hace cercano y accesible. Que se hace carne y sangre, ternura y calor, fragilidad y compasión.

Un Dios con sentimientos. Que conoce el cansancio y la emoción, el hambre y la sed, el frío y el calor.

Desde ahora ya no hay frontera entre lo humano y lo divino. El Señor está aquí. Con nosotros.

¿Y por qué? Por qué lo ha hecho? ¿Qué sentido tiene que Dios abandone su perfección para conocer nuestra miseria?

La respuesta es sencilla y desarmante: «Para vosotros ha nacido un Salvador».

Son los pastores —los últimos, los descartados, los perdedores del tiempo de Jesús— quienes reciben esta explicación. A ellos se les confía el corazón del misterio.

Dios se ha hecho hombre porque nos quiere. Y cuanto más frágiles y torpes somos, cuanto más hemos conocido la miseria y la desesperación, más nos quiere. No por nuestros méritos, sino según nuestras necesidades.

Dios se ha hecho hombre para salvarnos, para conducirnos a la plenitud de la vida. Para responder a ese anhelo profundo e indestructible que Él mismo ha sembrado en nuestro corazón, una voz interior que ni el caos en el que a veces sobrevivimos consigue acallar.

Dios se ha hecho hombre para decirnos que nuestro barro está amasado con una chispa divina. Que, desde ahora y para siempre, lo humano y lo divino conviven en un mismo cuerpo: el cuerpo de un recién nacido.

 Gemidos

Solo la desnudez indefensa de un niño podía ablandar nuestra dureza. Una dureza hecha de pecado y de tinieblas, pero también de llanto y de dolor.

Y allí, ante ese niño que se alimenta del pecho de una joven llena de Dios, los pastores, los magos… y nosotros mismos, doblamos la rodilla.

¿Entonces Dios es así? ¿Hasta ese punto? ¿Hasta recorrer su historia entre un pesebre y una cruz?

Sí, hermanos, así es. Dios tiene ahora un rostro concreto: el rostro de Jesús, y el rostro de tantos hermanos nuestros que consumen su vida entre la pobreza del nacimiento y la violencia de la muerte.

Esto nos desconcierta. Nos descoloca. Incluso nos molesta.

Porque Dios se entrega del todo y se convierte, para siempre, en signo de contradicción.

Un Dios al que se puede acoger en brazos… o rechazar, perseguir y matar.
Un Dios que pone patas arriba nuestras ideas sobre Él y, al mismo tiempo, ilumina lo que somos —o lo que podemos llegar a ser—.

Como los pastores

Si hoy, de verdad —como los pastores—, tuviéramos el coraje de dejar atrás los estorbos: las esperas vacías, el ambiente navideño artificial, las heridas enquistadas en nuestra sociedad y en nuestras familias, la indiferencia ante el dolor ajeno, ese buenismo empalagoso que no transforma nada… Si tuviéramos la valentía de seguir a los ángeles que Dios nos envía cada día, tal vez llegaríamos también nosotros al pesebre.

Dios siempre se comunica a través de lo que podemos comprender: un pesebre para los pastores, una barca para los pescadores, un campo para los campesinos. Dios no huye ni se esconde. No complica las cosas. Se deja encontrar en las señales más sencillas.

Y después de haberlo visto, podremos volver a nuestra vida cotidiana alabando a Dios. Volver a la misma vida de antes —como los pastores—, pero ahora con una luz suficiente para que todo empiece a transformarse.

Este es, quizá, el mejor deseo que hoy podemos hacernos: que la llegada de Dios ilumine nuestra mirada y cambie nuestra vida.

Si Dios ha querido compartir todo esto con nosotros, entonces tiene que ser hermoso vivir, ser humanos, alegrarse, amar, crecer, luchar y llorar. Tiene que ser hermoso, porque Dios ha divinizado cada gesto, cada paso y cada afecto.

Y es extraordinario descubrir hasta qué punto somos amados por nuestro Dios encarnado, por la Palabra que se hizo carne y acampó entre nosotros, para que contemplemos su gloria, la gloria del Hijo único del Padre.

Feliz Navidad a todos los que buscamos al Señor.

 

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