Hoy
día es difícil hablar del pecado; difícil y embarazoso.
Estamos
suspendidos entre dos actitudes fruto de nuestro inconsciente y de nuestra
cultura. Por una parte, provenimos de un pasado que tuvo muy presente - hasta
la saciedad - lo que era pecado. Hasta el punto de que la ley de Dios y la de
los hombres se iban mezclando y confundiendo poco a poco, haciendo olvidar lo
esencial.
Muchas
personas que vivieron todas sus vidas muy atentas a no pecar (“antes morir que
pecar”) obedecieron a una moral común, más que al evangelio: eran pecadoras
porque era muy fácil serlo en un mundo hipercrítico y controlador. Se dice también
que la Iglesia tampoco ayudó mucho a hacer crecer evangélicamente a las
personas en aquella situación social, no lo sé, si fue exactamente así, pero es
posible.
Hoy,
en cambio, vivimos un tiempo en el que parece que se ha abolido el pecado por decreto:
la moral común se reduce a la mínima expresión; lo que es justo y lo que no,
aunque sea equivocado, lo decide la mayoría; la conciencia, si la hay, se tiene
que adecuar al entorno y a lo políticamente correcto, ¡faltaría más! Vivimos un
tiempo rodeados de gente muy severa e intransige con los “otros” –los políticos
a la cabeza - pero siempre bastante blanda al valorar nuestras propias pequeñas
certezas y razones: (¡que le levante la mano quién no haya tenido nunca una excusa
lista cuando le han atizado una multa!). La Iglesia, últimamente, también ha
acabado en el punto de mira: es fea, sucia y mala; y todos sus miembros también,
nadie está excluido de ser sospechoso por el mero hecho de ser creyente. En
fin, un buen avispero. Pero tranquilos que todavía lo hay peor.
El interior
Lo
peor está en el interior, en el inconsciente, en la parte profunda que sólo
conocemos desde algo más de un siglo, gracias a la intuición de un simpático
estudioso de la parte escondida de la conciencia, un tal Freud. Desde entonces
se ha caminado mucho y hemos entendido lo mucho que influyen en ella la educación,
la cultura, lo que los otros se esperan de nosotros.
Algunas
personas logran - y se logra fácilmente - hacerse una gruesa costra y arrasan
con todo y con todos. Otros, más débiles, viven llenos de miedo y con sentido de
culpa.
En
medio de todo esto es difícil que Dios nos pueda decir algo, es difícil crear esa
sutil armonía que nos acerca a Dios tomando conciencia de nuestro límite, es difícil
reconocer y superar los sentimientos de culpa, y es pesado ir reduciendo la parte
oscura de cada uno de nosotros.
Pero
hoy, hermanos, la Palabra de Dios viene una vez más en nuestra ayuda.
La paciencia de Dios
Dios
no quiere el pecado, ni siquiera lo conoce, no lo concibe.
El
pecado es el no-yo, la no-persona, la parte tenebrosa que acaba por prevalecer,
el pequeño ogro que nace junto a nosotros y que nos acompaña toda la vida.
En
hebreo la palabra “pecado” significa “errar el tiro”, como hace un arquero
inexperto. Así ocurre y nosotros, todos, venga a decir infantilmente que el
blanco está demasiado lejos, que el arco está flojo, que alguien nos ha
distraído en el momento de disparar. Dios, en cambio, nos trata como adultos,
tiene paciencia con nosotros y nos ama.
Olvidaros, hermanos, de la idea raquítica y demoníaca de un Dios severo sediento de sangre, que juzga duramente sus criaturas: no es así, Él ama a todos los seres y no aborrece nada de lo que ha hecho, Él soporta el pecado. Como dice la espléndida primera lectura que hemos escuchado: ¿Cómo subsistiría algo, si tú no lo quisieras? Dios nos ama de ese modo porque piensa que podemos conseguir la conversión y la vida.