La
Iglesia concluye hoy el recorrido del año litúrgico y lo hace con una fiesta y
un evangelio intenso, de no fácil comprensión a las inmediatas: la Solemnidad
de Cristo, Rey del universo.
No
es que la Iglesia tenga nostalgias monárquicas y tampoco tenemos por qué fijarnos
en los poderosos de esta tierra para tomar ejemplo de ellos, frecuentemente tan
poco ejemplares. La imagen de la realeza, que quizá tengamos que modernizar un
poco, quiere comunicar al mundo una fuerte profesión de fe: Jesús, el
carpintero de Nazareth, aquel judío marginal que vivió hace dos mil años y que
anda perdido entre los meandros confusos de la historia, es el Señor del
universo, es el que tiene la última Palabra, el que da la medida y el sentido de
cada experiencia humana, el que desvela para siempre el misterio de Dios, escondido
por los siglos.
Muy
contrariamente a lo que pudiera parecer viendo nuestro mundo, los
acontecimientos y vicisitudes humanas no nos están precipitando en un abismo de
violencia y de caos, sino en los brazos de Dios. Hace falta mucha fe para hacer
semejante afirmación, os lo aseguro, sobre todo después de dos mil años de
cristianismo en los que las cosas no parece que hayan ido cambiando a mejor,
sino que la guerra, el odio y el rencor parece que toman carta de ciudadanía en
nuestro mundo.
Decir
que Cristo es el “soberano” de mi vida, significa reconocer que sólo en él
tiene sentido nuestro camino de vida y de fe. Y es bonito, al final del año
litúrgico, remachar juntos y con fuerza esta convicción de nuestra fe.
Pero
hay peros….
Realeza
Leyendo
el texto con que Mateo concluye su evangelio, quedamos desconcertados y un poco
helados. El clima es oscuro, la visión de este juez implacable como algunos
pintores lo han reproducido, el poderoso Cristo de Miguel Ángel de la capilla Sixtina,
por ejemplo, da miedo. ¿Qué tiene que ver esta página que hemos escuchado con
el resto del evangelio? ¿Se ha equivocado Mateo? ¿O nos hemos equivocado
nosotros cuándo seguimos profesando el rostro de un Dios compasivo y
misericordioso?
Los pastores, al caer de la tarde, separaban las ovejas de las cabras. Las cabras, sin el “abrigo de lana” suministrado por la madre naturaleza, padecían el frío procedente del desierto y debían ser alojadas en un sitio más caliente, como un establo o debajo una roca. Esta imagen es la que está en el trasfondo de la narración que hace Jesús; no se trata de una expulsión a no se sabe dónde. Se trata, sencillamente, de una separación de lo que supone protección y atención de los sujetos más débiles. El pastor va a acoger a las ovejas que lo han reconocido en el rostro del pobre, del débil, del perseguido.