A
veces representamos a Jesús con una imagen estereotipada: la de un joven
barbudo, sonriente, de largos cabellos y con una mirada mística.
Es
cierto que el Maestro ha pasado a la historia por su actitud misericordiosa y
compasiva, pero no debemos imaginar a un Jesús exangüe, atemorizado, tímido o
frágil.
Cuando
se trata de defender su idea de Dios y del hombre, Jesús de Nazaret muestra un
rostro decidido, fuerte y viril, que sabe hablar sin miedo, que se olvida de
las convenciones sociales y de las buenas maneras para exponer los defectos y
las hipocresías.
Porque
la hipocresía, es decir, la falsedad engañosa, es la actitud que más inquieta a
Jesús en su peregrinar evangélico. Ni siquiera el pecado, ni la tibieza en la
fe, ni la superstición, que -por otra parte- corrige, sino sólo la hipocresía, esa
falsa actitud fingida de quienes se muestran de una manera y piensan de otra.
Y
es curioso ver cómo y cuánto reina la hipocresía, particularmente entre
creyentes y devotos. Especialmente entre los súper-devotos: los fariseos, los
sacerdotes del templo, los escribas, nos dice hoy el evangelio. Cuanto más
devotos, más hipócritas.
Bofetones
Jesús,
en el capítulo 23 de Mateo, por siete veces (¡el número de plenitud!) lanza un amenazador
¡ay de vosotros, escribas y fariseos
hipócritas! con una dureza que nos asombra y nos inquieta.
Y
es que Jesús no perdona cuando se trata de defender la fe en el Padre, no
perdona porque ve que esos comportamientos alejan a los otros fieles, porque
cuando la fe se convierte en una caricatura de lo que debería ser, daña a las
personas que desean encontrarse con Dios. No son pocos los que se han alejado de la fe,
escandalizados o decepcionados por la actuación de una Iglesia que, según
ellos, no es fiel al evangelio ni actúa en coherencia con lo que predica.
Sólo hay una cosa que Jesús no tolera en nosotros, sus discípulos: la hipocresía; no el sentido de la limitación, ni el pecado, sino esa ilusión de mostrar una fachada falsa que, además en nuestro caso, pretende ser santa.
¡Cuánto
daño hacen al Evangelio nuestras incoherencias! ¡A cuánta gente distancia nuestra
aparente seguridad, nuestros juicios, duros y ligeros a la vez! ¡Qué mala
publicidad le hacemos a nuestro Dios cuando, aparentemente, respetamos los
mandamientos, pero luego los negamos en el trabajo, en casa, o en la comunidad
de vecinos!
¡Cuántas
veces pueden decir de nosotros!: ese…, trae grandes cruces al cuello sin hacer
que se note en sus opciones de vida. Y asiste a misas y novenas sin llegar a
convertir sus palabras ni sus pensamientos al recto camino.
Como señala con razón el Papa Francisco: para comportarse de esa manera, es mejor llamarse ateo, al menos así no se ofendería al Evangelio.
Si,
para Lucas en el sermón del monte, los “ayes” iban dirigidos a los ricos, para
Mateo las personas puestas en cuestión son los creyentes.
En ese sentido, el comienzo del capítulo de Mateo, que acabamos de escuchar, es esclarecedor: el fogoso discurso de Jesús no se dirige a los aludidos jefes del pueblo, sino “a la gente y a sus discípulos”. Es decir, a nosotros.
Sacerdotes
Hay
muchas comunidades cristianas, muchos discípulos que buscan con sencillez y
honestidad vivir el Evangelio del Señor. Pero, a la vez, todos percibimos el
grave momento por el que atraviesa la Iglesia, y sufrimos por ello.
Entre
los lamentos al uso, a menudo se plantea la triste experiencia de una vida
comunitaria pobre y de la mala calidad evangélica de los sacerdotes. Es fácil,
hoy en día, criticar a los sacerdotes y a los obispos, y también nos es muy
fácil caer en un chismorreo generalizado. Lo primero que habríamos de hacer es defenderlos.
Los
sacerdotes se encuentran en una situación difícil: se les pide una eficiencia
sobrehumana, pero muchas veces carecen de oportunidades para vivir una vida
serena y equilibrada, incluso humanamente hablando. Creo que no es suficiente
invitar a los sacerdotes a la santidad: ¡es necesario proporcionarles las
herramientas necesarias para alcanzarla!
Yo
me encuentro con sacerdotes que me piden consejo. Son personas generosas y volcadas
en el servicio del evangelio, que deben luchar contra la soledad y la angustia por
la promoción siempre exigente de las comunidades.
Sin
embargo, hay que reconocerlo, junto a ellos, somos testigos atónitos de la propagación
de un tipo de sacerdotes, que llamaríamos, “neo-clericales.” Excesivamente
atentos a las formas, a las vestimentas, a las rúbricas, que, inseguros en su
corazón, mantienen “sus” certezas con rigidez e intransigencia. Ciertamente, la
claridad y la verdad son parte importante del mensaje del Evangelio, pero no lo
son nunca la dureza y la intolerancia.
Las
comunidades que se sienten heridas se quejan de los sacerdotes autorreferenciales,
arrogantes, mal preparados y egoístas. Es desconcertante ver cómo las actitudes
estigmatizadas por Jesús (búsqueda de honores, ostentación, búsqueda del
reconocimiento de los demás), que habían sido expulsadas claramente de la
Iglesia, se nos están colando por la ventana.
Por
supuesto, y gracias a Dios, (¡hay que decirlo!) esos sacerdotes son la minoría,
pero ¡cuánto mal le están haciendo a la Iglesia!
La
llamada de Jesús es fuerte y clara: los que tienen un ministerio que llevar a
cabo en la Iglesia, lo han de hacer con humildad y espíritu de servicio, sin
arrogancia, como lo hacían, en cambio, los sumos sacerdotes, enviciados por la
reconstrucción del templo; y los escribas, que se habían arrogado el derecho de
hablar en lugar de Moisés, cuando Israel se lamentaba por la desaparición de
los profetas entre el pueblo.
Laicado
Pero
la Iglesia no se identifica sólo con los sacerdotes. También entre los laicos
existe el riesgo de trastocar la fe y ponerla patas arriba. Y los defectos son
siempre los mismos: el juicio inmisericorde de personas y situaciones, y la hipocresía.
Los
fariseos, gente devota, juzgaban a los pobres del pueblo como si fuesen pecadores,
ignorantes de las leyes que debían observar. Incluso hoy, entre los católicos
devotos, se encuentra un aire de juicio ligero y autosuficiente para con muchos
que no han tenido el gozo y la fortuna de trabajar en la viña del Señor.
Nos
dice el evangelio que, a los judíos piadosos, les encantaba mostrar sus devociones,
les gustaba que los vieran mientras oraban y daban limosna. Pero Jesús llamaba
a todos – nos llama a todos - a la sobriedad y a la autenticidad.
En
los años posteriores al Concilio, un gran fermento movió a los laicos en la
Iglesia, un fermento que ahora parece estar apagado y lánguido. Muchos
creyentes no quieren involucrarse, y prefieren una fe en la que son pasivos protagonistas
y simples receptores de los servicios religiosos.
Sin
embargo, muchos todavía quieren ser ese fermento en la Iglesia, y desean recuperar
su papel como creyentes activos, presentes en el mundo, para continuar la obra evangelizadora
de la Iglesia, que no se reduce a su organización y que no se puede identificar
sólo con la jerarquía. El movimiento de la sinodalidad que se está viviendo en
la Iglesia es una prueba de ello.
Sí.
El Señor nos ha dado hoy un evangelio denso y duro, para hacernos volar alto.
Ánimo, y no miremos a los demás sino a nosotros mismos en la parte que a cada
uno nos corresponda, porque la mediocridad de la Iglesia no justifica la
mediocridad de nuestra fe.
El
Señor camina con nosotros que cada uno reavive su fe y aprenda a creer de
manera nueva y diferente.
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