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sábado, 4 de noviembre de 2023

DOMINGO 31º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo A)


Primera Lectura: Mal 1,14 – 2,2.8-10
Salmo Responsorial: Salmo 130
Segunda Lectura: 1 Tes 2, 7-9.13
Evangelio: Mt 23, 1-12

A veces representamos a Jesús con una imagen estereotipada: la de un joven barbudo, sonriente, de largos cabellos y con una mirada mística.

Es cierto que el Maestro ha pasado a la historia por su actitud misericordiosa y compasiva, pero no debemos imaginar a un Jesús exangüe, atemorizado, tímido o frágil.

Cuando se trata de defender su idea de Dios y del hombre, Jesús de Nazaret muestra un rostro decidido, fuerte y viril, que sabe hablar sin miedo, que se olvida de las convenciones sociales y de las buenas maneras para exponer los defectos y las hipocresías.

Porque la hipocresía, es decir, la falsedad engañosa, es la actitud que más inquieta a Jesús en su peregrinar evangélico. Ni siquiera el pecado, ni la tibieza en la fe, ni la superstición, que -por otra parte- corrige, sino sólo la hipocresía, esa falsa actitud fingida de quienes se muestran de una manera y piensan de otra.

Y es curioso ver cómo y cuánto reina la hipocresía, particularmente entre creyentes y devotos. Especialmente entre los súper-devotos: los fariseos, los sacerdotes del templo, los escribas, nos dice hoy el evangelio. Cuanto más devotos, más hipócritas.

Bofetones

Jesús, en el capítulo 23 de Mateo, por siete veces (¡el número de plenitud!) lanza un amenazador ¡ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas! con una dureza que nos asombra y nos inquieta.

Y es que Jesús no perdona cuando se trata de defender la fe en el Padre, no perdona porque ve que esos comportamientos alejan a los otros fieles, porque cuando la fe se convierte en una caricatura de lo que debería ser, daña a las personas que desean encontrarse con Dios. No son pocos los que se han alejado de la fe, escandalizados o decepcionados por la actuación de una Iglesia que, según ellos, no es fiel al evangelio ni actúa en coherencia con lo que predica.

Sólo hay una cosa que Jesús no tolera en nosotros, sus discípulos: la hipocresía; no el sentido de la limitación, ni el pecado, sino esa ilusión de mostrar una fachada falsa que, además en nuestro caso, pretende ser santa.

¡Cuánto daño hacen al Evangelio nuestras incoherencias! ¡A cuánta gente distancia nuestra aparente seguridad, nuestros juicios, duros y ligeros a la vez! ¡Qué mala publicidad le hacemos a nuestro Dios cuando, aparentemente, respetamos los mandamientos, pero luego los negamos en el trabajo, en casa, o en la comunidad de vecinos!

¡Cuántas veces pueden decir de nosotros!: ese…, trae grandes cruces al cuello sin hacer que se note en sus opciones de vida. Y asiste a misas y novenas sin llegar a convertir sus palabras ni sus pensamientos al recto camino.

Como señala con razón el Papa Francisco: para comportarse de esa manera, es mejor llamarse ateo, al menos así no se ofendería al Evangelio.

Si, para Lucas en el sermón del monte, los “ayes” iban dirigidos a los ricos, para Mateo las personas puestas en cuestión son los creyentes.

En ese sentido, el comienzo del capítulo de Mateo, que acabamos de escuchar, es esclarecedor: el fogoso discurso de Jesús no se dirige a los aludidos jefes del pueblo, sino “a la gente y a sus discípulos”.  Es decir, a nosotros.

Sacerdotes

Hay muchas comunidades cristianas, muchos discípulos que buscan con sencillez y honestidad vivir el Evangelio del Señor. Pero, a la vez, todos percibimos el grave momento por el que atraviesa la Iglesia, y sufrimos por ello.

Entre los lamentos al uso, a menudo se plantea la triste experiencia de una vida comunitaria pobre y de la mala calidad evangélica de los sacerdotes. Es fácil, hoy en día, criticar a los sacerdotes y a los obispos, y también nos es muy fácil caer en un chismorreo generalizado. Lo primero que habríamos de hacer es defenderlos.

Los sacerdotes se encuentran en una situación difícil: se les pide una eficiencia sobrehumana, pero muchas veces carecen de oportunidades para vivir una vida serena y equilibrada, incluso humanamente hablando. Creo que no es suficiente invitar a los sacerdotes a la santidad: ¡es necesario proporcionarles las herramientas necesarias para alcanzarla!

Yo me encuentro con sacerdotes que me piden consejo. Son personas generosas y volcadas en el servicio del evangelio, que deben luchar contra la soledad y la angustia por la promoción siempre exigente de las comunidades.

Sin embargo, hay que reconocerlo, junto a ellos, somos testigos atónitos de la propagación de un tipo de sacerdotes, que llamaríamos, “neo-clericales.” Excesivamente atentos a las formas, a las vestimentas, a las rúbricas, que, inseguros en su corazón, mantienen “sus” certezas con rigidez e intransigencia. Ciertamente, la claridad y la verdad son parte importante del mensaje del Evangelio, pero no lo son nunca la dureza y la intolerancia.

Las comunidades que se sienten heridas se quejan de los sacerdotes autorreferenciales, arrogantes, mal preparados y egoístas. Es desconcertante ver cómo las actitudes estigmatizadas por Jesús (búsqueda de honores, ostentación, búsqueda del reconocimiento de los demás), que habían sido expulsadas claramente de la Iglesia, se nos están colando por la ventana.

Por supuesto, y gracias a Dios, (¡hay que decirlo!) esos sacerdotes son la minoría, pero ¡cuánto mal le están haciendo a la Iglesia!

La llamada de Jesús es fuerte y clara: los que tienen un ministerio que llevar a cabo en la Iglesia, lo han de hacer con humildad y espíritu de servicio, sin arrogancia, como lo hacían, en cambio, los sumos sacerdotes, enviciados por la reconstrucción del templo; y los escribas, que se habían arrogado el derecho de hablar en lugar de Moisés, cuando Israel se lamentaba por la desaparición de los profetas entre el pueblo.

Laicado

Pero la Iglesia no se identifica sólo con los sacerdotes. También entre los laicos existe el riesgo de trastocar la fe y ponerla patas arriba. Y los defectos son siempre los mismos: el juicio inmisericorde de personas y situaciones, y la hipocresía.

Los fariseos, gente devota, juzgaban a los pobres del pueblo como si fuesen pecadores, ignorantes de las leyes que debían observar. Incluso hoy, entre los católicos devotos, se encuentra un aire de juicio ligero y autosuficiente para con muchos que no han tenido el gozo y la fortuna de trabajar en la viña del Señor.

Nos dice el evangelio que, a los judíos piadosos, les encantaba mostrar sus devociones, les gustaba que los vieran mientras oraban y daban limosna. Pero Jesús llamaba a todos – nos llama a todos - a la sobriedad y a la autenticidad.

En los años posteriores al Concilio, un gran fermento movió a los laicos en la Iglesia, un fermento que ahora parece estar apagado y lánguido. Muchos creyentes no quieren involucrarse, y prefieren una fe en la que son pasivos protagonistas y simples receptores de los servicios religiosos.

Sin embargo, muchos todavía quieren ser ese fermento en la Iglesia, y desean recuperar su papel como creyentes activos, presentes en el mundo, para continuar la obra evangelizadora de la Iglesia, que no se reduce a su organización y que no se puede identificar sólo con la jerarquía. El movimiento de la sinodalidad que se está viviendo en la Iglesia es una prueba de ello.

Sí. El Señor nos ha dado hoy un evangelio denso y duro, para hacernos volar alto. Ánimo, y no miremos a los demás sino a nosotros mismos en la parte que a cada uno nos corresponda, porque la mediocridad de la Iglesia no justifica la mediocridad de nuestra fe.

El Señor camina con nosotros que cada uno reavive su fe y aprenda a creer de manera nueva y diferente.

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