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sábado, 28 de octubre de 2023

DOMINGO 30º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo A)

Amar a Dios sobre todo, y a los demás como Dios nos ama.

Primera Lectura: Ex 22, 20-26
Salmo Responsorial: Salmo 17
Segunda Lectura: 1Tes 1, 5c-10
Evangelio: Mt 22, 34-40

La religión cristiana les resulta a no pocos un sistema religioso difícil de entender y, sobre todo, lo ven como un entramado de leyes demasiado complicado para vivir correctamente ante Dios.

No tantas, sin embargo, como las 613 las reglas que el judío piadoso tenía que cumplir, en tiempo de Jesús. Desde los sencillos diez mandamientos dados a Moisés para estipular la alianza con el pueblo, se llegó a aquella selva de leyes y normas para levantar un seto protector alrededor de la Torah, por decreto de los rabinos.

De todas esas normas, 365 eran prohibiciones, una por cada día del año, y el resto (248) eran reglas positivas, una por cada hueso del cuerpo humano, según los conocimientos anatómicos de la época. Las mujeres sólo tenían que observar las prohibiciones: a las mujeres se les prohibía todo. La gente, lógicamente, no era capaz de acordarse de todas las reglas y sutiles distinciones de casuística moral que pedían ciertos mandamientos. Por tanto, desde esa perspectiva, los fariseos y los doctores de la Ley consideraban que todas las personas eran pecadoras, y que todas estaban irremediablemente perdidas.

La gente, por su parte, pensaba equivocadamente que todo el corpus normativo provenía directamente de Moisés y que, por ello, todas las normas tenían que cumplirse.

Sabemos, en cambio, que, muchas veces, Jesús distinguía entre la Ley de Dios y las tradiciones posteriores de los hombres, poniéndose así en abiertamente en contra de los devotos y piadosos de su tiempo.

Algunos rabinos se dieron cuenta de lo absurdo de aquella situación y, los más tolerantes, establecieron un orden jerárquico de las normas para ayudar a los fieles a observar al menos las reglas más importantes. Sin embargo, otros más intransigentes consideraban que todas las reglas eran igualmente vinculantes.

Como el tipo del evangelio de hoy, que trata de contradecir a aquel carpintero de Nazaret que se hacía pasar por rabino, y que acusaba a los doctores de la Ley de imponer pesos insoportables a los fieles, proponiéndole la típica pregunta trampa. Y que, como de costumbre, Jesús lo dejará sin palabras.

Ama a Dios

Jesús le responde citando la bonita profesión de fe de los judíos, el “shemá” Israel, la oración que cada judío recitaba por la mañana y por la tarde.

Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno.

Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu fuerza.

Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón: Y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes…

 ¿Qué es lo importante en la vida del creyente?

Amar a Dios con todas las fuerzas, con todo el alma, con toda la mente. Amar con todas las fuerzas, con lo mejor de sus capacidades, de sus posibilidades, de su experiencia y de su carácter; con lo mejor de uno mismo. Hay personas que se quejan de que no son capaces de amar, de ser duros de corazón. Es verdad: puede ocurrir que la vida nos apalea o que nos encontramos con tener un pésimo carácter. Pero estamos llamados a amar en lo concreto de lo que somos y vivimos;  tal como somos y no como quisiéramos ser.

Amar a Dios con todo el alma. Mejor sería traducir esto con toda la vida, sin esquizofrenias, sin compartimentos estancos, encontrando a Dios en cada actividad, en cada experiencia y, aunque parezca lejano, también en las experiencias dolorosas. El cristiano es el que vive la unidad con Dios en el propio corazón, que vive como un monje en su corazón una experiencia unificadora, que encuentra una razón para tener ligadas en Dios todas las cosas de la vida. ¡Qué triste es ver a los cristianos que sacan a Dios del cajón sólo cuando lo necesitan! ¡Los que se acuerdan de santa Bárbara cuando truena! ¡Los que usan a Dios en beneficio propio!

Amar a Dios con toda la mente. Es decir, con la inteligencia, estudiando y profundizando nuestras razones para creer. No puede ser que haya creyentes que, en una época en la que todos tienen que estudiar un montón de años para conseguir un poco de trabajo, piensan que la fe se reduce simplemente a una emoción y no sepan dar razón de la esperanza que habita en ellos.

Pero hay un mandamiento anterior al primero, un mandamiento “cero”, que dice: dejaros amar.

¿Cómo es posible “mandar” amar? No es un mandato sino una respuesta: si podemos amar es porque primero nos descubrimos amados y queridos. Nuestro amor es una respuesta al amor que recibimos del amado.

El prójimo

Algunos biblistas hacen notar, justamente, la evolución que existe en los evangelios acerca de esta norma nueva: si Marcos y Mateo distinguen los dos mandamientos (amor a Dios y amor al prójimo), Lucas lo transforma en un único mandamiento, y Juan se atreve a más, reemplazándolo con una nueva solicitud: estamos llamados a amarnos como Jesús nos ha amado. El mandamiento principal será, por tanto: “Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo te ama Dios”.

Jesús nos pide amar al prójimo como a nosotros mismos: por eso, lo primero es querernos a nosotros mismos. Pero no siguiendo las delirantes indicaciones de nuestro tiempo, que nos empujan hacia un narcisismo y un egoísmo desolador, sino con la conciencia serena de ser amados y pensados por Dios para llegar a convertirnos en su obra maestra.

Amarse a sí mismo significa reconocerse querido y acogido sin condiciones, para poder así amar también sin condiciones.

En tiempo de Jesús, el rabino Hillel enseñaba no hacer a los otros lo que no queremos que los demás nos hagan a nosotros. Jesús lo retoma y pone en positivo este mandamiento: se trata no sólo de no hacer mal, sino que estamos llamados a hacer algo bueno y constructivo en favor de los demás.

No estamos llamados a amarnos a nosotros mismos, o a los otros, por simpatía, porque me caen bien, sino porque estamos llenos del amor de Dios y por eso amamos a los demás. Nuestro amor hacia los demás se convierte así en sobreabundancia, como las fuentes que se llenan de agua hasta el borde de la pila y luego se desbordan, cayendo a su vez en la pila de abajo.

En concreto

La liturgia, sabiamente, ajusta la Palabra a lo cotidiano proponiéndonos, en la primera lectura, una interesante serie de normas de protección del extranjero y del pobre, tan a menudo víctimas de vejaciones e injusticias, como casi a diario vemos en la frontera sur con los migrantes. El amor se hace concreto y atento a los otros, como el hecho de devolver la capa al pobre hipotecado por su insolvencia para que pueda protegerse del rigor de la noche.

No es posible amar a Dios y vivir de espaldas a sus hijos e hijas. Una religión que predica el amor a Dios y se olvida de los que sufren es una gran mentira. La única postura realmente humana ante cualquier persona que encontramos en nuestro camino es amarla y buscar su bien, como lo quisiéramos para nosotros mismos.

Los seguidores de Jesús no hemos de olvidar nuestra responsabilidad. El mundo necesita testigos vivos que ayuden a las futuras generaciones a creer en el amor pues no hay un futuro esperanzador para el ser humano si termina por perder la fe en el amor. Pensémoslo en estos tiempos terribles de guerra.

Iniciemos, pues, esta semana yendo a lo esencial: al amor que nos salva, que nos redime, que nos devuelve a la verdad y nos lleva hacia Dios. Este es el único y principal mandamiento.

No hay amor a Dios sin amor al prójimo.

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