Dicha por mí esta afirmación, como comentario
al evangelio de los dos hijos, de hace dos domingos, pasaría bastante inadvertida.
Dicha por el Papa Benedicto XVI durante la misa conclusiva de su visita a Alemania,
hace unos cuantos años, nos deja, de verdad, asombrados y admirados, y denota
el frescor y el espíritu evangélico del papa-teólogo, ya fallecido.
Y la liturgia continúa hoy en la
línea de la contraposición entre quien acoge y quién rechaza al Señor; entre
quien vive una vida de fachada y apariencia hoy día - también en la fe - y
quién se da cuenta de la suerte inmensa que tiene por haber recibido la llamada
a trabajar en la viña del Señor. Según el evangelio de hoy, quien ha recibido la
invitación al banquete nupcial del Hijo de Dios. Hoy hablamos de boda, que es
algo que siempre gusta.
Banquete nupcial
Aunque la fiesta nupcial, en estos
tiempos, no provoca mucho entusiasmo. Porque este acontecimiento, espléndido
por otra parte, como es la decisión de dos enamorados de entregarse al amor, lo
hemos reducido a la repetición de un cliché gestionado por una agencia de
bodas, mucho más parecido a un plató cinematográfico que a una verdadera fiesta.
Entiendo que no todos compartirán
esta opinión, pero la experiencia indica que son más las bodas en las que se finge
una forzada alegría, que las que son auténticamente alegres y gozosas. Quizás
por un simple error de base: la fiesta no se puede medir por el número de invitados
ni por la ostentación del lujo, sino por lo que se vive desde el corazón, y por
la disposición interior de los presentes en aquello que se está celebrando.
Poneros en la piel de un judío, hace
dos mil años: entonces tal vez se comía una vez al día y la boda era la ocasión
de la vida para salir de una realidad cotidiana muy dura. El rito de la boda contaba
con una semana previa de festejos y un banquete regio. El banquete nupcial, en
esa situación, convocaba a una fiesta extraordinaria que resultaba la máxima
expresión posible de la alegría terrenal.
Jesús conocía muy bien cómo
disfrutaban los campesinos de Galilea en las bodas que se celebraban en las
aldeas. Sin duda, él mismo tomó parte en más de una. ¿Qué experiencia podía
haber más gozosa para aquellas gentes que ser invitados a una boda y poder
sentarse con los vecinos a compartir juntos un banquete excepcional?
Y eso es lo dice Jesús en el
evangelio que hemos escuchado: encontrar a Dios es la mayor y mejor fiesta en
la que una persona pueda participar.
Aburrimiento mortal
Eso es el encuentro con Dios: Una estupenda
fiesta de bodas.
No un deber aburrido. Ni una
obligación que tengo que cumplir. Ni una penitencia o un sacrificio para
merecer el Paraíso que, por otra parte, además es gratuito; y ya se sabe: lo
que es gratis no merece mucho la pena. Ni tampoco una forzada reunión de parientes
de las que, en ocasiones, quisiéramos prescindir. Ni siquiera una entretenida
celebración.
Pensémoslo bien: nosotros los cristianos, ¿a qué hemos reducido la fe?
El papa Francisco está preocupado
por una predicación que se obsesiona “por
la transmisión desarticulada de una multitud de doctrinas que se intenta
imponer a fuerza de insistencia”. El mayor peligro está - según él - en que
ya “no será propiamente el Evangelio lo
que se anuncie, sino algunos acentos doctrinales o morales que proceden de
determinadas opciones ideológicas. El mensaje correrá el riesgo de perder su
frescura y dejará de tener olor a Evangelio”.
Bastaría esto para meditar hoy.
Preguntarnos si nuestra experiencia de fe se parece más a una boda o a un
funeral; a una exultante experiencia de la vida de Dios en nosotros, o a una
aburrida ideología, sin frescura y sin vigor. Si es así, hoy podemos recomenzar
la extraordinaria experiencia de ser discípulos del Señor Jesús y su Evangelio.
No,
gracias
La parábola recogida por Mateo
mezcla diferentes planos, salta a la vista enseguida, con sus consiguientes inserciones,
seguramente tomadas de otros dichos de Jesús.
La primera parte cuenta el rechazo
de los invitados, demasiado ocupados por las cosas de este mundo para pensar en
serio en Dios. Mateo, probablemente, se refiere aquí a la parte del pueblo de Israel
que no acepta la invitación. Tened en cuenta que el tema de la relación entre
Dios e Israel como pacto nupcial está muy presente en la Biblia.
Pero también podemos actualizar esto
muy bien a nosotros hoy. Satisfechos con nuestro bienestar, sordos a lo que no
sea nuestros intereses inmediatos, nos parece que ya no necesitamos de Dios; corremos
el riesgo de estar demasiado atareados para perder el tiempo en gozos y
alegrías. ¿Es que nos vamos a acostumbrar, poco a poco, a vivir sin la necesidad
de alimentar en nosotros una esperanza última?
Los tópicos religiosos,
insoportablemente duros y fomentados por los católicos demasiado devotos,
siguen relegando la fe a unas prácticas precisas y detalladas, pero tan aburridas,
que se procura realizar las menos posibles.
¿Qué cosa mejor tendremos que hacer hoy
que dejarnos amar por Dios, que acudir a su banquete de bodas?
Vestidos harapientos
La inclusión final de Mateo, sobre
el invitado expulsado porque iba vestido de manera inadecuada, está tomada de otro
dicho de Jesús. En el contexto eso parece algo completamente improbable, ya que
se había recogido a los invitados entre los mendigos. En cambio, parece que
está más dirigido a nosotros, discípulos que nos hemos encontrado sentados a la
mesa sin tener derecho a ello, o sin tener la disposición interior adecuada
para celebrar la fiesta.
También nosotros corremos el riesgo
de acostumbrarnos a la fiesta, es decir, de caer en la rutina de la fe. También
nosotros corremos el riesgo de tirar nuestra vida interior por la ventana, de
no vestir el vestido blanco que, desde nuestro bautismo, nos caracteriza como
discípulos.
Dios pone patas arriba las
posiciones y los roles sociales: en el Reino no cuenta quién ha tenido éxito, sino
quién ha aceptado participar en el banquete, quién confía en Dios. El evangelio
expresa una preferencia inquietante por los últimos: como las prostitutas y los
publicanos que nos pasan por delante, como los parados de la última hora en la
parábola de domingos atrás.
A nosotros, obreros de la primera
hora, hijos del dueño de la viña, los aparceros invitados en primer lugar,
cristianos de largo recorrido, el Señor nos pide estar atentos y no creernos ya
seguros y mejores.
Una vez más el Señor nos pide que no
nos acomodemos en nuestra fe, que no pensemos que hemos adquirido un puesto de
privilegio, sino que tengamos siempre un corazón de mendigo, siempre llenos de asombro.
No cometamos el error enorme de rechazar
la felicidad a la que el Señor nos invita. Una invitación que, si la aceptamos,
exige un cambio del corazón, porque la única cosa que Dios no soporta, como ya
dijimos, es la hipocresía y la falsedad: vestir un vestido que no nos
pertenece.
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