Primera lectura: Hch 12,1-11
Hay aspectos de la Iglesia que resultan difíciles de vivir y comprender, incluso para quienes formamos parte activa de ella y la amamos como el sueño de Dios que es. Sin embargo, hay otros que nos llenan de alegría cada vez que los contemplamos. La fiesta que hoy celebramos es precisamente una de esas sorpresas desbordantes que nos hacen felices y orgullosos de ser cristianos en la Iglesia católica.
Hoy honramos a los santos Pedro y Pablo. Celebramos su trayectoria, su fe y su lucha. Para redescubrirlos en toda su plenitud, debemos sacarlos de los nichos en los que a veces los encasillamos y atrevernos a verlos como personas normales que tuvieron la gracia de encontrarse con Dios. Por eso se parecen tanto a nosotros. Por eso son tan necesarios.
Pedro era un pescador de Cafarnaúm, sencillo y tosco, entusiasta e impetuoso, generoso y frágil. Pablo, en cambio, era un intelectual refinado, el perseguidor celoso que se convirtió y ardió en la pasión de su nuevo encuentro con el Señor. ¡Eran completamente distintos! Nada ni nadie habría podido unir a dos personas tan diferentes. Solo Cristo lo hizo posible.
Pedro: La Roca Frágil
Pedro, el pescador de Cafarnaúm, era un hombre rudo y directo, guiado más por la pasión que por la reflexión. Seguía al Maestro con ardor, ajeno a las sutilezas teológicas. Amaba a Jesús con intensidad, pero su entusiasmo a menudo lo llevaba a actuar de forma impulsiva y fuera de lugar. Acostumbrado al duro trabajo del mar, su rostro estaba marcado por las arrugas y sus manos, agrietadas por las redes y el agua salada. ¿Qué sabía él de profecías o de debates entre rabinos? Era un hombre de sangre caliente, amante de lo concreto, de las redes y los peces. Y sin embargo, Jesús lo eligió precisamente por su terquedad y su temple.
No fue Juan, el discípulo místico, sino Pedro —el mismo que negaría a Jesús— quien fue escogido para guiar a la comunidad y confirmar en la fe a sus hermanos. Un Pedro desconcertado por este rol que superaba sus capacidades. Su historia es la de una elevación inesperada y brutal: tuvo que ser quebrantado por la cruz de Jesús, enfrentarse a sus límites y llorar su fragilidad para convertirse en el referente de los cristianos.
Ninguno de nosotros conoce su fe hasta que es puesto a prueba. Pedro creía estar firme, seguro de sí mismo, hasta que el miedo lo llevó a negar al Maestro. Pero fue precisamente en su fracaso donde encontró la verdadera fe. Junto al lago de Tiberíades, el Resucitado le preguntó: “¿Me amas?”. Pedro bajó la mirada, sintiendo el peso de su debilidad. Pero creyó. Y amó. Desde entonces, fortalecido por la prueba, pudo confirmar a sus hermanos.
¡Gran Pedro! No eres el más sabio, pero eres auténtico. Tu llanto nos conmueve porque tu fragilidad es la nuestra. El Señor te pidió custodiar la fe, no por tu perfección, sino por tu amor impulsivo: fuiste el único que saltó de la barca para caminar hacia Jesús sobre las aguas.
Pablo: El Fuego del Espíritu
Pablo era todo lo contrario: un erudito, un polemista, un fanático convertido por la luz de Cristo. En él vemos el ardor de la fe, la urgencia del anuncio, el fuego del Espíritu. Sus antiguos compañeros fariseos lo rechazaron, y muchos cristianos desconfiaron de su apertura a los paganos. ¡Cuánta paciencia —y exasperación— necesitó para defender su visión del Reino! Sin él, el cristianismo habría quedado cerrado en el espacio estrecho de la experiencia de Israel. Gracias a él, el Evangelio alcanzó el mundo conocido y transformó la historia.
Pablo, el apasionado, el que amó hasta el extremo a sus comunidades. Ojalá recuperemos su fuego, sus batallas, al leer sus cartas y dejarnos interpelar por sus palabras.
Las Columnas de la Iglesia
Pedro y Pablo apenas se encontraron en vida. Discutieron, se enfrentaron, pero Cristo los unió como las dos columnas de la Iglesia: Pedro, garante de la unidad y la tradición; Pablo, misionero incansable del Espíritu. Difícilmente podrían haberse entendido, y sin embargo, la Iglesia se enriquece con su diversidad.
Hoy los celebramos juntos, aunque en vida quizá ellos no lo hubieran deseado. Porque la Iglesia no es de Pedro ni de Pablo, sino de Cristo. Pedro es la roca sobre la que Jesús construye; Pablo, el instrumento que expandió su mensaje. Nuestros pontífices, primero Francisco y ahora León – por citar los más recientes – lo saben bien: su tarea no es "sustituir" a Cristo, sino asegurar que los cristianos de hoy lo encontremos. Como Francisco dijo: “Si la Iglesia no lleva a Jesús, es una Iglesia muerta”.
Pidamos por el ministerio del Papa León, en este día de Pedro el pescador y Pablo el intelectual, las dos columnas sobre las que se apoya nuestra fe. Que ellos nos enseñen a amar a la Iglesia con ternura y fidelidad. Que así sea.
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