Primera
Lectura: Ez 36, 26-29
Salmo
Responsorial: Salmo 106
Segunda
Lectura: Rom 8, 22-27
Evangelio:
Jn 7, 37-39
Pentecostés
es el culmen, el broche de oro del Misterio Pascual. Las tres grandes
celebraciones de la Pascua —la Resurrección, la Ascensión y este Pentecostés—
nos narran un único y glorioso misterio: Jesucristo, nuestro Señor, que muere y
resucita, deja su presencia terrena para, desde el seno amoroso del Padre,
enviarnos a su Espíritu Santo. La experiencia de este misterio es una sola,
inabarcable en su profundidad, aunque la narración de los Apóstoles y la
celebración litúrgica se vayan desplegando a lo largo de estos cincuenta días
pascuales.
Hace
apenas unos días celebramos la Ascensión del Señor. Una fiesta consecuente con
la Encarnación, en la que proclamamos que Jesús es verdadero hombre. Como tal,
su presencia física y terrena entre nosotros no podía prolongarse
indefinidamente, y por eso, en la Ascensión, Él se retira de nuestra vista.
Pero
la Encarnación también nos revela que Jesús es verdadero Dios, y como tal, nos
dejó una promesa que resuena en nuestros corazones: “no os dejaré huérfanos”,
“yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos”. Así debía ser,
porque Jesús de Nazaret —verdadero Dios y verdadero hombre— es el Señor para
todas las personas, de todos los tiempos y lugares.
En su
aparente ausencia, Jesús, el Señor, encomienda a sus discípulos una misión de
una magnitud inmensa: la de ser sus continuadores, la de ser su presencia
física en el mundo para toda la humanidad. Su mandato es claro: “Id y
predicad el Evangelio a toda criatura.”
Y para que puedan cumplir con este mandato sublime, les envía su Espíritu: el Espíritu que será su presencia viva, el Espíritu que actuará a través de los Apóstoles de la misma manera que Jesús actuaba cuando estaba físicamente entre ellos.
Esta
es la fiesta que hoy celebramos, hermanos: el envío del Espíritu de Jesús, el
glorioso nacimiento de la Iglesia. Es el Espíritu el único capaz de llenar la
ausencia del Jesús físico. Es el Espíritu el alma, la vida misma de la Iglesia
en el mundo y la presencia ininterrumpida de Jesús de Nazaret, aun cuando Él ya
no está visiblemente entre nosotros.
Pero ¿cómo
actúa el Espíritu en el mundo y en nuestra Iglesia? Porque bien sabemos que por
nosotros mismos no somos capaces de anunciar el Reino de Dios con suficiente
transparencia, con una coherencia mínima, con la pasión y el fuego necesarios.
Nadie que posea un ápice de sano realismo podría pensar que puede lograrlo
verdaderamente. El mundo, lo vemos, está inmerso en una agotadora crisis,
envuelto en una insana agresividad. También nosotros, confesémoslo, estamos
contagiados y nos sentimos, a menudo, abrumados por todo ello. Sentimos en lo
más hondo el peso de nuestra fragilidad personal y comunitaria.
Confiar
las riendas del Reino a la Iglesia, a nuestra Iglesia concreta y limitada,
podría parecer una broma, un engaño o incluso una locura. Es lo que, sin duda,
estuvieron razonando aquellos discípulos amedrentados, reunidos en el cenáculo.
Jesús se había marchado, y ellos ahora no sabían qué hacer con una herencia tan
pesada en sus manos.
Anunciar
el Reino, “predicar el Evangelio a toda criatura”, sí, pero ¿dónde,
cómo, cuándo, a partir de qué, diciendo qué?
Fuera
del cenáculo, sopla un viento adverso para los discípulos de Jesús. ¿Por qué
razón tendrían que salir a dar la cara y ser de nuevo arrestados, como su
Maestro?
Pedro
y los demás lo saben bien, lo han vivido en carne propia, no han estado a la
altura de las circunstancias. ¡Solo un mes antes, todos ellos habían huido a
toda prisa! ¿Cómo esperar, ahora, una reacción diferente?
Los
Apóstoles piensan y discuten. Por momentos se animan, y por momentos, el
desánimo los embarga. No lo logran. No pueden hacerlo solos, ni pueden hacerlo
en aquella situación de temor e incertidumbre.
Ciertamente, solos no lo conseguirán. Será el Espíritu quien actúe.
Pentecostés
El
Espíritu es regalo del Resucitado que nos entrega consigo los dones preciosos
de la paz del corazón y la inmensa capacidad de perdonar.
Y el
Espíritu es la nueva Ley que reemplaza aquella dada por Dios a Moisés en
el Sinaí, en la fiesta que los judíos celebraban el día de Pentecostés. Ahora
la Ley del Espíritu está escrita en nuestros corazones, transformados de piedra
en carne, y es Él quien nos la recuerda para que caminemos siempre en la
presencia del Señor.
El
Espíritu es el que nos consuela para arrancarnos de la soledad y el que da
vida a nuestra fe, arrancando las costras con las que revestimos el rostro
de Dios y su Palabra. Es el que nos defiende del miedo que nos impide ser
verdaderamente discípulos. Es el que nos recuerda lo que dijo Jesús
cuando nos olvidamos de ello.
Este
es nuestro Santo Espíritu, hermanos:
- Fuego, que calienta, ilumina
y señala el camino en la noche.
- Nube, que mantiene lejano el
peligro e ilumina el camino de cada uno de nosotros, cuando huimos de la
opresión hacia la libertad del corazón.
- Viento que sopla donde quiere
y como quiere, porque somos nosotros los que tenemos que orientar nuestras
velas para recogerlo y navegar avante.
- Terremoto que nos desquicia desde
lo más profundo de nosotros mismos, removiendo nuestras seguridades.
- Paloma, portadora de buenas noticias, anunciándonos que el diluvio del pecado se acabó y que estamos en el tiempo de una nueva alianza con el Señor.
Es el
Espíritu quien conduce la Iglesia, aunque tengamos que dar rodeos continuamente
para corregir la ruta. Es Él quien puede reorientar nuestra vida, si de verdad
lo deseamos, hacia los caminos de la santidad. Es Él quien sopla en nuestro
mundo, a pesar de todo.
Continuemos
nuestra celebración pidiendo con fervor los dones del Espíritu Santo, para ser
testigos del Señor “hasta los confines de la tierra”. Que el Espíritu
Santo nos ilumine y fortalezca. Amén.
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