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sábado, 7 de junio de 2025

Vigilia de Pentecostés

 


Primera Lectura: Ez 36, 26-29
Salmo Responsorial: Salmo 106
Segunda Lectura: Rom 8, 22-27
Evangelio: Jn 7, 37-39

 Cada vez que la Iglesia nos convoca a una vigilia antes de una gran fiesta, es señal inequívoca de la trascendencia de lo que estamos por celebrar. Así sucede hoy con la solemnidad de Pentecostés.

 Misterio Pascual

Pentecostés es el culmen, el broche de oro del Misterio Pascual. Las tres grandes celebraciones de la Pascua —la Resurrección, la Ascensión y este Pentecostés— nos narran un único y glorioso misterio: Jesucristo, nuestro Señor, que muere y resucita, deja su presencia terrena para, desde el seno amoroso del Padre, enviarnos a su Espíritu Santo. La experiencia de este misterio es una sola, inabarcable en su profundidad, aunque la narración de los Apóstoles y la celebración litúrgica se vayan desplegando a lo largo de estos cincuenta días pascuales.

Hace apenas unos días celebramos la Ascensión del Señor. Una fiesta consecuente con la Encarnación, en la que proclamamos que Jesús es verdadero hombre. Como tal, su presencia física y terrena entre nosotros no podía prolongarse indefinidamente, y por eso, en la Ascensión, Él se retira de nuestra vista.

Pero la Encarnación también nos revela que Jesús es verdadero Dios, y como tal, nos dejó una promesa que resuena en nuestros corazones: “no os dejaré huérfanos”, “yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos”. Así debía ser, porque Jesús de Nazaret —verdadero Dios y verdadero hombre— es el Señor para todas las personas, de todos los tiempos y lugares.

En su aparente ausencia, Jesús, el Señor, encomienda a sus discípulos una misión de una magnitud inmensa: la de ser sus continuadores, la de ser su presencia física en el mundo para toda la humanidad. Su mandato es claro: “Id y predicad el Evangelio a toda criatura.”

Y para que puedan cumplir con este mandato sublime, les envía su Espíritu: el Espíritu que será su presencia viva, el Espíritu que actuará a través de los Apóstoles de la misma manera que Jesús actuaba cuando estaba físicamente entre ellos.

Esta es la fiesta que hoy celebramos, hermanos: el envío del Espíritu de Jesús, el glorioso nacimiento de la Iglesia. Es el Espíritu el único capaz de llenar la ausencia del Jesús físico. Es el Espíritu el alma, la vida misma de la Iglesia en el mundo y la presencia ininterrumpida de Jesús de Nazaret, aun cuando Él ya no está visiblemente entre nosotros.

Pero ¿cómo actúa el Espíritu en el mundo y en nuestra Iglesia? Porque bien sabemos que por nosotros mismos no somos capaces de anunciar el Reino de Dios con suficiente transparencia, con una coherencia mínima, con la pasión y el fuego necesarios. Nadie que posea un ápice de sano realismo podría pensar que puede lograrlo verdaderamente. El mundo, lo vemos, está inmerso en una agotadora crisis, envuelto en una insana agresividad. También nosotros, confesémoslo, estamos contagiados y nos sentimos, a menudo, abrumados por todo ello. Sentimos en lo más hondo el peso de nuestra fragilidad personal y comunitaria.

Confiar las riendas del Reino a la Iglesia, a nuestra Iglesia concreta y limitada, podría parecer una broma, un engaño o incluso una locura. Es lo que, sin duda, estuvieron razonando aquellos discípulos amedrentados, reunidos en el cenáculo. Jesús se había marchado, y ellos ahora no sabían qué hacer con una herencia tan pesada en sus manos.

Anunciar el Reino, “predicar el Evangelio a toda criatura”, sí, pero ¿dónde, cómo, cuándo, a partir de qué, diciendo qué?

Fuera del cenáculo, sopla un viento adverso para los discípulos de Jesús. ¿Por qué razón tendrían que salir a dar la cara y ser de nuevo arrestados, como su Maestro?

Pedro y los demás lo saben bien, lo han vivido en carne propia, no han estado a la altura de las circunstancias. ¡Solo un mes antes, todos ellos habían huido a toda prisa! ¿Cómo esperar, ahora, una reacción diferente?

Los Apóstoles piensan y discuten. Por momentos se animan, y por momentos, el desánimo los embarga. No lo logran. No pueden hacerlo solos, ni pueden hacerlo en aquella situación de temor e incertidumbre.

Ciertamente, solos no lo conseguirán. Será el Espíritu quien actúe.

Pentecostés

El Espíritu es regalo del Resucitado que nos entrega consigo los dones preciosos de la paz del corazón y la inmensa capacidad de perdonar.

Y el Espíritu es la nueva Ley que reemplaza aquella dada por Dios a Moisés en el Sinaí, en la fiesta que los judíos celebraban el día de Pentecostés. Ahora la Ley del Espíritu está escrita en nuestros corazones, transformados de piedra en carne, y es Él quien nos la recuerda para que caminemos siempre en la presencia del Señor.

El Espíritu es el que nos consuela para arrancarnos de la soledad y el que da vida a nuestra fe, arrancando las costras con las que revestimos el rostro de Dios y su Palabra. Es el que nos defiende del miedo que nos impide ser verdaderamente discípulos. Es el que nos recuerda lo que dijo Jesús cuando nos olvidamos de ello.

Este es nuestro Santo Espíritu, hermanos:

  • Fuego, que calienta, ilumina y señala el camino en la noche.
  • Nube, que mantiene lejano el peligro e ilumina el camino de cada uno de nosotros, cuando huimos de la opresión hacia la libertad del corazón.
  • Viento que sopla donde quiere y como quiere, porque somos nosotros los que tenemos que orientar nuestras velas para recogerlo y navegar avante.
  • Terremoto que nos desquicia desde lo más profundo de nosotros mismos, removiendo nuestras seguridades.
  • Paloma, portadora de buenas noticias, anunciándonos que el diluvio del pecado se acabó y que estamos en el tiempo de una nueva alianza con el Señor. 

Es el Espíritu quien conduce la Iglesia, aunque tengamos que dar rodeos continuamente para corregir la ruta. Es Él quien puede reorientar nuestra vida, si de verdad lo deseamos, hacia los caminos de la santidad. Es Él quien sopla en nuestro mundo, a pesar de todo.

Continuemos nuestra celebración pidiendo con fervor los dones del Espíritu Santo, para ser testigos del Señor “hasta los confines de la tierra”. Que el Espíritu Santo nos ilumine y fortalezca. Amén.

 

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