Se nota ya el aire de vacaciones. Termina el curso escolar. En el hemisferio norte acabamos de pasar el solsticio de verano: hemos alcanzado el punto máximo de luz, y a partir de ahora los días empezarán a acortarse y las noches a alargarse, hasta llegar al solsticio de invierno, cuando celebraremos el nacimiento de Jesús, el Sol que no se apaga.
Precisamente en este día, cuando la luz comienza a menguar, la Iglesia celebra el nacimiento de san Juan Bautista. No es casual: él mismo dijo “es necesario que yo disminuya para que él crezca”. Su figura ha nutrido durante siglos el arte, la espiritualidad y la cultura popular: miles de retablos lo muestran vestido con piel de camello, señalando a Cristo con el dedo y sosteniendo una cruz sencilla.
Juan es el único santo del que la Iglesia celebra tanto su nacimiento (hoy), como su martirio (el 29 de agosto). Y Jesús mismo lo llamó “el mayor entre los nacidos de mujer” (Mt 11,11).
Profetas
En medio de tantas crisis —en la Iglesia, en la sociedad, en el mundo—, nos hace bien redescubrir el valor de la profecía. Los profetas no predicen el futuro: no son adivinos, sino amigos de Dios, ungidos por el Espíritu. Son personas que interpretan el presente a la luz de la fe. Que sacuden la conciencia del pueblo. Que denuncian la injusticia, a veces con gestos radicales. Que pagan con su vida la coherencia de su testimonio.
La tradición profética es inseparable de la historia de Israel. Los profetas vivieron seducidos por Dios, haciendo de su vida una catequesis viviente. Supieron leer los signos de cada tiempo y descubrieron en ellos la acción salvadora de Dios.
Siendo compañeros de viaje y amigos de Dios, los profetas vienen invitando a la gente, desde hace tiempo, a mirar hacia el pleno cumplimiento de la promesa hecha por Dios a Israel, y que se realiza en Jesús de Nazaret.
Juan es su nombre
Entre todos los profetas, Juan Bautista es un gigante. Un asceta del desierto, un predicador duro, un mártir fiel. Preparó al pueblo para la venida del Señor. Y sin embargo, fue el primero en quedar desconcertado por la ternura inesperada del Mesías.
Juan esperaba al juez implacable que separa el trigo de la paja, con el hacha lista para cortar el árbol estéril. Pero Jesús se presentó acariciando en lugar de golpear, podando con paciencia, abonando con esperanza. También Juan tuvo que rendirse a la lógica sorprendente de Dios, que no viene a destruir, sino a salvar.
Hoy celebramos el nacimiento de este hombre extraordinario, y lo hacemos con el mismo respeto con que bendecimos la llegada de alguien que es un regalo para nuestra vida. Como Zacarías, necesitamos silencio para entenderlo, para descubrir que su hijo no es un capricho, sino un don de Dios para su pueblo.
Profetas de hoy
Los profetas no son cosa del pasado. También hoy Dios nos regala “Juanes” y “Juanas”, hombres y mujeres sencillos, a veces invisibles, que viven el Evangelio con tal autenticidad que su vida se convierte en una palabra de Dios para nosotros.
Una pareja que abre su casa a un niño herido, un joven que dedica su tiempo a educar a otros, religiosos que gastan su salud en acompañar a los más frágiles... Son signos vivos del Reino, testigos silenciosos que siguen señalando a Cristo, aunque no vistan pieles ni coman saltamontes.
Alegrémonos: no estamos solos. Dios no ha dejado de hablarnos. Nos rodean miles de personas que, sin saberlo, nos invitan a la conversión y nos recuerdan que el Reino está cerca.
Hoy más que nunca necesitamos recuperar la dimensión profética de la Iglesia donde nos estamos acostumbrando al pesimismo, a una lógica mundana, corta de vista y agresiva. Pero la profecía nos enseña a leer la realidad con otros ojos. A descubrir la luz en medio de las sombras.
¡Ay de una Iglesia que sólo busca agradar a los poderosos! Como Juan, estamos llamados a invitar a la conversión, a denunciar el abuso y la injusticia con mansedumbre pero con firmeza, tanto dentro como fuera de la Iglesia.
Cada bautizado está llamado a ser profeta: a leer su tiempo con los ojos de Dios, a ser un signo del Reino allí donde vive. Como decía Moisés: “¡Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta!” (Nm 11,29). Que así también nosotros lo deseemos hoy.
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