Ha llegado la
Cuaresma y si la tomamos en serio corremos el riesgo de convertirnos: cambiar realmente
nuestra ruta y meternos de lleno en el camino de Jesús.
La escena de “las
tentaciones de Jesús” es un relato que no hemos de interpretar a la ligera. Las
tentaciones que se nos describen no son propiamente de orden moral. El relato
nos está advirtiendo de que podemos arruinar nuestra vida, si nos desviamos del
camino que sigue Jesús. Se trata más de un seguimiento que de un cumplimiento.
Como
Jesús, estamos invitados a hacer un espacio de desierto en nuestras vidas y en
nuestras ciudades y pueblos, a recortar un espacio vital para prepararnos a la Pascua,
a estar atentos en averiguar cuál es nuestro estado de salud espiritual. Como
los atletas que se preparan a la competición, también nosotros estamos invitados
a hacer ascesis, entrenamiento, para hacer posible que nuestra alma nos
alcance.
Es
tiempo de quitar las máscaras. Las de carnaval, ciertamente, pero, mucho más, aquéllas
que no logramos quitarnos en la vida real. Ni siquiera delante de Dios.
Polvo
Quien
haya podido, el miércoles, habrá asistido al antiguo rito de la imposición de
la ceniza. Una celebración sobria, en la que el celebrante, trazándonos sobre
la frente una señal de cruz con la ceniza, nos ha invitado a la conversión, nos
ha recordado que, en el fondo, sólo somos polvo.
Polvo
sin vida, si Dios no insufla su Palabra.
Polvo
inútil, si no estamos llenos de esperanza y de sueños.
Polvo
que sólo Dios llena de inmortalidad.
Ojalá nos recordáramos de ello, cuando gastamos el tiempo en litigar por tantas cosas vanas, cuando las reuniones de diversa índole se transforman en una riña verbal, cuando vemos a las “estrellas” y los opinantes de la televisión meterse codazos y envilecerse unos contra otros para conseguir un poco de atención.