Segunda Lectura: 1 Cor 2, 1-5
Evangelio: Mt 5, 13-16
Tal
vez más de uno haya pensado que la página de las bienaventuranzas, del domingo
anterior, es algo para locos. Tenéis toda la razón.
Porque
las palabras de las bienaventuranzas chirrían mucho en estos tiempos en que
parece triunfar todo lo contrario de lo que ellas proclaman. Además, en un
momento en que todos barruntamos lo peor.
¿Tendremos
que resignarnos ante la situación y olvidar las bienaventuranzas? Cómo hacen
muchos cristianos, ¿hemos de dejar nuestra fe encerrada en una cajón para
sacarla a pasear el domingo y el resto de la semana “sálvese quien pueda”?
¿Tiene
verdaderamente algún sentido guardar en el corazón una página como la de las
bienaventuranzas y tratar de orientar la vida a la luz de esa Palabra de Dios?
Son
preguntas espinosas, ciertamente. Preguntas que también los primeros cristianos
se hacían, cuando tenían que vérselas con la lucha de cada día, con las
incomprensiones de la comunidad naciente, aplastados entre una religiosidad
tradicional totalizadora (como era el judaísmo), y otra irrelevante (la
religión romana tradicional), y una vida social y política agresiva y
decadente. Tal como hoy.
Jesús y las bienaventuranzas
Jesús
vive las bienaventuranzas que proclama. Y nos desvela tanto el rostro de un
Dios tan diferente de nuestros miedos, como el de un hombre que está en el polo
opuesto de lo que quisiéramos. Si el mundo exalta a los guapos, los fuertes,
los arrogantes, los sin escrúpulos, los falsos, los ambiciosos, el Señor nos muestra
que sólo un corazón humilde, sincero, confiado, dispuesto a cargar con las consecuencias
de sus acciones es el que construye la nueva humanidad.
Bienaventurados
nosotros, si buscamos seguir los deseos del Señor. Bienaventurados nosotros, si
no nos asustamos de lo que está pasando, bienaventurados nosotros si no nos
dejamos arrebatar por el desaliento porque el mar que atravesamos está agitado
y nos falta la fe.
Pero
ante la perplejidad y a la lucha por vivir las bienaventuranzas, Jesús, en vez
de bajar el listón, lo levanta. No pone sordina, ni busca apaños: apunta más
alto aún: ¿si la sal pierde el sabor, con qué salaremos?
Sabores
La fe nos aliña la vida; el evangelio es una pizca de sal que da sabor a todo el resto.
Es
verdad: quien ha hecho experiencia de la
belleza de Dios entre nosotros sabe que su vida ha cambiado al ser iluminado
por la Palabra, y que así puede verse a sí mismo y a los demás de manera
diferente, sabe que posee una clave de lectura innovadora de la historia, grande
y pequeña, y de la suya propia: el mundo no es una sucesión de acontecimientos
violentos e inexplicables sino la manifestación del gran proyecto de amor que
Dios tiene sobre la humanidad. Y eso da un nuevo sabor a la vida.
La
sal es un bien precioso, no en vano se pagaba con sal a los soldados romanos:
el salario. Pero Jesús nos avisa del terrible riesgo de que la sal se corrompa.
Nosotros
hemos recibido la sal, el sabor del evangelio. Pero también estamos llamados,
dice el Señor, a convertirnos en sal para otros.
Sosos
La
sensación, en cambio, es que nos hemos vuelto sosos.
No
hace falta mucha sal para sazonar un manjar, no necesitamos una multitud de
cristianos para aderezar la sociedad. No necesitamos a muchos cristianos, pero sí
cristianos que amen mucho y que crean de corazón tanto en lo que dicen como en
lo que viven.
El
drama de nuestro tiempo, en el mundo occidental, es el de vivir un cristianismo
sin Cristo, una religión sin fe, y un culto sin celebración.
Tenemos
que pagar por ello un precio muy alto, y de terribles consecuencias, a un
cristianismo social y cultural que todavía empapa nuestra sociedad, pero que ya
no es suficiente para crear discípulos del Señor. Un cristianismo que se reduce
a costumbres, tradiciones, a una ética, o a una solidaridad, pero que ya no da sabor
a la vida.
Nos
hemos vuelto lámparas metidas debajo del taburete, temerosos de ser
transparencia de Dios, más atentos a mostrarnos socialmente con un cristianismo
“políticamente correcto” a base de todos los distingos y aclaraciones
necesarias para no parecer demasiado molestos a la sociedad.
Nos
avergonzamos, demasiado a menudo, de pertenecer a una Iglesia que da ocasión fácil
a las críticas y las ironías por su incoherencia.
Sugerencias saladas
Isaías
nos desvela el modo concreto de ser luz y sal:
por medio del amor, mediante la caridad efectiva que se inclina hacia el
pobre y el que sufre. Sobre todo, por vivir en la justicia. Sin apaños, sin
pereza, sin concesiones. Coherentes, sin
llegar a ser fanáticos; misericordiosos y no intransigentes. Evitar juzgar y
ser esclavos del juicio de los otros. Purificar siempre el lenguaje violento.
Abrir el corazón a la compasión con quien tiene hambre (de pan, de atención y de
justicia); saciar a quien está afligido en su corazón, dedicándole tiempo y
escucha.
Hoy
es una tarea ineludible de la Iglesia permanecer con los pobres, encontrando nuevos
modos de vivir el inalterable Evangelio, proponiendo no sólo gestos de limosna sino
también estilos de vida que contrasten la pobreza difusa, los beneficios y la
economía en el centro de las opciones que se toman, que confronten el egoísmo y
el hedonismo como fáciles soluciones a los problemas de la vida.
Pablo
nos recuerda, a partir de su experiencia, que la lógica de Dios es diferente de
la lógica del mundo; es una lógica crucificada, “pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo,
y este crucificado”. No se trata de convencer sino de ser. No se trata de
vender un producto, sino de acoger y vivir una vida nueva. No se trata de dar la
luz, sino de permanecer encendidos en contacto con la llama viva de la Palabra
de Dios. No es a nosotros mismos a quien transmitimos a los demás, sino a un
Dios que se nos es dado como regalo.
Si
podemos dar sabor a todo, si podemos indicar un camino a todos, un recorrido de
salvación, es porque nosotros lo hemos recibido antes del Señor.
Aplausos
No
es que los cristianos juguemos a ser los puros, los buenos, a ser unos “buenos
católicos”. No jugamos a ser santos, no queremos abrazar esa santa hipocresía
que tanto mal ha hecho al Evangelio a lo largo de la historia.
Únicamente
queremos apasionadamente, inmensa y fuertemente, seguir a quien nos ha cambiado
la vida. Y creer, con todas nuestras fuerzas, que el camino indicado por Él nos
lleva a la verdad y a la plenitud de la vida.
Podemos ser un enorme cirio pascual, o una
pequeña candela. Pero si no estamos encendidos sólo somos un trozo de cera
inerte.
Seguir
a Jesús, el Cordero de Dios, acoger las bienaventuranzas como una posibilidad real
de vida, enciende nuestro corazón y da sabor a la vida. A la nuestra y la de
los demás.
De
este modo, sin saber cómo, la luz que nos habita iluminará el corazón de los
otros. Y los otros darán gloria a Dios, no a nosotros; alabarán la luz, no la pequeña
llama o la candela.
Y
así, todos, encendidos, iluminados y sabrosos, construiremos el Reino.
Como
la sal, basta una pizca para dar sabor. Como la llama, basta una vela para
iluminar una gran catedral. Que el Señor nos ilumine.
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