“Seréis santos… porque yo
soy santo”.
Así dice Dios al pueblo que se ha elegido. Y solo en esta perspectiva somos capaces
de tomar en serio la página de las bienaventuranzas y el siguiente sermón del monte,
largo y difícil. ¿Es realmente posible vivir la paradoja del evangelio? ¿Se
puede proponer hoy día este estilo de vida?
Aceptemos
el desafío, aunque nos tiemble el pulso. Aceptemos el desafío de no considerar
las Bienaventuranzas como piadosos cuentos edificantes. Aceptemos el desafío de
leerlas y meditarlas, de hacerlas vida, inspiración, deseo y reto. Porque si el
Evangelio no nos cambia la vida, si al menos no la orienta hacia otra
dimensión, entonces significa que algo no está funcionando. Porque el
evangelio:
- Cambia el modo de ver a los otros y la
violencia.
- Cambia el modo de ver a las mujeres y
el dominio del machismo.
- Cambia el modo de vernos a nosotros
mismos, para empujarnos a la más desarmante y desarmada autenticidad.
El
Evangelio nos cambia. Y sigue cambiándonos.
En
este tiempo intermedio entre la Navidad y la Cuaresma ya cercana, la liturgia de
este año nos hace reflexionar sobre la imposibilidad de reducir la fe cristiana
a una serie de comportamientos o cumplimientos, simplemente a una moral. Más
aún: la moral cristiana, sin Cristo, es algo inmoral, porque es imposible.
Pero
si la perspectiva en que nos ponemos es la imitación del Padre, entonces la
cosa cambia radicalmente. Desde esa perspectiva puedo ser capaz de amar hasta
lo inimaginable, porque así es como soy amado por Dios.
No
porque me esfuerce, no porque sea un héroe, sino porque estoy invadido de su presencia,
porque el encuentro con Dios me cambia en profundidad.
Ojos y dientes
Vamos al Evangelio… El refrán "ojo por ojo y diente por diente", que nos parece bárbaro y primitivo, en realidad fue una forma de moderación, de equilibrio en la medida de la respuesta: buscaba que la reacción fuese proporcionada al daño, a la ofensa recibida.
Si miramos a nuestro alrededor, sólo este sano principio ya ayudaría no poco a la humanidad para orientarse hacia la justicia: ¡cuántas veces nuestra reacción es desproporcionada y anormal! Y no hace falta ir a buscar las grandes relaciones internacionales, pensemos en nuestras relaciones en la familia, en el despacho, en el coche: un pequeño gesto, una palabra de más, azuza a veces una reacción excesiva y hasta un estallido de cólera.
Sin
embargo, Jesús propone al discípulo que intente ir más allá de la Ley del
Talión y no oponerse al malvado. Entendámonos: si un loco está acuchillando a
mi hijo lo defiendo a toda costa y está bien que lo haga. Pero, en determinadas
ocasiones, el Espíritu puede inflamar nuestros corazones haciéndonos capaces de
dar la vida, como Cristo. ¡Ciertamente, en el día a día no nos va a suceder que
tengamos que arriesgar el pellejo, y ¡menos mal!, pero sí nos encontraremos frecuentemente
con tener que elegir entre reaccionar, o no, ante una provocación.
Pensad
en las muchas veces en que nos hemos encontrado en el brete de reaccionar de malas
maneras, de dejarnos llevar por el cansancio o la irritación y emprenderla con
alguien, y hemos sentido la palabra del evangelio en el fondo del corazón que
nos dice: ¡ojo, reacciona de otra manera!
La
historia de San Esteban, San Francisco de Asís, de Gandhi, de muchos testigos
de hoy, como el Papa Francisco o Nelson Mandela, nos dicen que la paz
experimentada con profundidad puede desquiciar a las lógicas más violentas de
este mundo.
Amor y oración
En
tiempo de Jesús era normal amar y perdonar, así estaba previsto y así era predicado
por los rabinos. Pero ese amor y perdón se reducía, únicamente, al pueblo de
Israel. El enemigo tenía que ser necesariamente odiado.
Entonces,
entendemos que la predicación de Jesús era una locura que subvertía el orden
establecido. Querer a quién te quiere no tiene ningún mérito. En cambio, rezar por
quién te es hostil, desearle la conversión y no la muerte, significa imitar al
Padre misericordioso. Y también, cómo no, al Hijo que perdona a sus asesinos desde
la cruz.
Es
normal que quien se enfrenta a nosotros nos resulte antipático. Es evangélico
pasar de las antipatías para encontrar lo que nos une.
Es
normal defender las cosas propias, el propio territorio, la propia familia, la
propia ideología. Es evangélico elegir el diálogo, el contraste de pareceres,
el conocimiento recíproco para poder defender lo que tenemos por propio.
Es
normal que, de vez en cuando, emerja la parte oscura que hay en nosotros. Es
evangélico dejar que nuestra parte luminosa derrote a la parte peor de nosotros
mismos.
Si
ser cristianos no cambia nuestras opciones, nuestras reacciones, si no cambia
nuestra vida, significa que el Evangelio no ha hecho surco todavía, de verdad, en
nuestro corazón.
Jesús
es claro y directo, nos pide mucho porque nos ha dado tanto.
No
quiere que sus discípulos seamos agua de rosas, buenos chicos pero sosos y
anónimos, sino hombres y mujeres capaces de decir quien es realmente Dios, y lo
que puede llegar a ser, de verdad, el ser humano.
Perfectos
En
el evangelio que hemos escuchado Mateo concluye: imitad al Padre, imitad a Dios,
sed perfectos como él. No con un esfuerzo imposible e inalcanzable, sino con la
acogida de la obra de Dios en nosotros.
Pero
curiosamente, el evangelista Lucas, retomando este texto, decide aportar una
corrección: sed misericordiosos – dice - como misericordioso es vuestro Padre.
Lucas tenía miedo de los cristianos que se creen ser los mejores, que se
vuelven profesionales de la fe, los neo-fariseos, justos e hipócritas a la vez.
La
perfección de Dios consiste en su misericordia, en fijarse con el corazón en
nuestra miseria. Dios es perfecto en el amor, por eso profesamos que Dios es
Amor.
- Imitamos al Padre cuando somos capaces
de ver en el violento una chispa de bondad que va creciendo.
- Imitamos al Padre cuando nos fijamos
en el lado luminoso de la realidad, de las personas y de nosotros mismos.
- Imitamos al Padre cuando es la
compasión la que prevalece en nosotros y no el juicio.
Quien se parezca a Dios no
alimentará el odio contra nadie, sino que buscará el bien de todos, incluso de
sus enemigos.
Cuando
Jesús habla del amor al enemigo, no está pidiendo que alimentemos en nosotros
sentimientos de afecto, simpatía o cariño hace quien nos hace mal. El
enemigo sigue siendo alguien del que podemos esperar daño, y difícilmente podrán
cambiar los sentimientos de nuestro corazón hacia él. Amar al enemigo
significa, antes que nada, no hacerle mal, no buscar ni desear hacerle daño. No
hemos de extrañarnos si no sentimos ningún afecto hacia él, pero nos hemos de
preocupar cuando seguimos alimentando en nuestro corazón el odio y la sed de
venganza.
Tampoco
se trata únicamente de no hacerle mal. Podemos dar más pasos hasta estar
incluso dispuestos a hacerle el bien si lo encontramos necesitado. No hemos de
olvidar que somos más humanos cuando perdonamos que cuando nos vengamos,
alegrándonos de la desgracia de quien nos hace mal.
Así
que tengamos cuidado ante un doble riesgo. Por una parte, el de volverse
felpudos que pisa la gente; por la otra, el de crecer en orgullo espiritual
farisaico que nos hace sentirnos los mejores. Es sólo la misericordia del Padre
la que sintetiza la perfección que nos pide el evangelio.
¿Queremos
imitar así a Dios, nuestro Padre? ¿Queremos parecernos a Él?
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