La Trinidad Misericordiosa |
Primera
Lectura: Pro 8,22-31
Salmo
Responsorial: Salmo 8
Segunda
Lectura: Rom 5,1-5
Evangelio:
Jn 16, 12-15
Nos cuesta mucho entender quiénes somos nosotros,
qué es la vida, cómo funciona el mundo: ¿por qué no deberíamos esforzarnos
también en entender quién es Dios?
Más aún, ¿por qué sádica razón tendríamos que
esforzarnos de entender la extravagante idea de la Iglesia de creer en un Dios
que, aun siendo uno, también es Trino?
Yo creo que en la vida tenemos que afrontar temas
mucho más serios que no andar detrás de complicados razonamientos teológicos
que usan palabras gastadas y, muchas veces incompresibles, como persona,
engendrado y no creado, sustancia.
Seamos honestos: hay un verdadero riesgo de ser atropellados por un
inútil y rebosante ejercicio de retórica clerical.
El Dios
demoníaco
Todos llevamos en el corazón una imagen de Dios. Y
si somos sinceros, resulta que no siempre es tan bonita: es una idea
espontánea, inconsciente, cultural, atada a la educación recibida y, a veces,
nutrida por una la escucha distraída de alguna prédica no adecuada, o de las
píldoras del catecismo.
Es verdad, Dios existe, pero nos parece
incomprensible, excéntrico e inaccesible.
Dios me ama, decimos, pero luego encontramos a
aquella mujer que, tres días antes de casarse, descubre que tiene un tumor en
fase avanzada, con treinta años.
Es omnipotente, pero no defiende al niño que es
vendido para prostituirse.
Dios, obviamente, tiene mucho que hacer, pero casi
nunca hace lo que le pido para mi bien. No obstante, es mejor halagarlo… porque
nunca se sabe… Es mejor tratarlo bien, esperando que no te caiga una desgracia
encima.
Y claro, para decirlo todo, quizás yo sería capaz
de hacer las cosas mejor que él y de solucionar algunos de los problemillas
mundiales, que despachamos en tertulias de café.
Seamos honestos, la idea de Dios que llevamos en
el corazón es, como poco, horrible.
El Dios de
Jesús
Hasta que llegó un profeta poderoso en palabras y
obras, uno que no había estudiado para cura, ni tampoco era un beato, uno que -
ya adulto - se metió a rabino; un cierto Jesús, carpintero de Nazaret, hijo de
José.
Vivió tres años de vida intensa y loca, mostrando
señales y viviendo apasionadamente, con fatigas y gratuidad. Tres años provocando
un estupor creciente por sus palabras, por su autenticidad, por su amor
devorador como el fuego. Tres años de entrega de sí y de predicación.
Luego, el rabino Jesús, obviamente, acabó muerto. Claro.
¿No acaban así todos los ilusos? Desde Gandhi a nuestros días, quien contradice
el sistema, incluso el religioso, es quitado de en medio.
Pero algunos de los suyos proclaman que ha
resucitado, que no ha muerto para siempre, que está vivo y que es accesible.
Qué no solamente nos ha hablado de Dios de una forma nueva y poderosa, sino que
Él es el mismo Dios.
Y que nos cuenta algo que parece de locos.
Dios es
fiesta
Jesús nos desvela que Dios es Trinidad, es decir
comunión. Nos dice que, si miramos desde afuera, desde la apariencia, vemos que
Dios es único, pero en realidad esta unidad es fruto de la comunión del Padre
con el Hijo en el Espíritu Santo. Tan unidos que son uno, tan orientados, uno
al otro, que están unidos totalmente.
Dios no es soledad, no es una inmutable y aséptica
perfección, sino comunión, fiesta, familia, amor, tensión de uno hacia el otro.
Sólo Jesús pudo hacernos entrar en la morada
interior de Dios, sólo Jesús pudo desvelarnos la íntima alegría, el íntimo
tormento de Dios: la comunión. “Que todos sean uno.” Una comunión plena, un diálogo
tan armónico, un don de sí tan plenamente realizado, que nosotros, desde fuera,
vemos un Dios único.
Dios es Trinidad, relación, danza, fiesta,
armonía, pasión, regalo, corazón.
Ahora podemos entender la inútil lección de
catecismo de cuando, siendo niños, veíamos que nuestros buenos “curas
matemáticos” se equivocaban de operación aritmética al trazar en la pizarra la
suma: 1+1+1=1 y dibujar un triángulo equilátero. Enternecedor… pero con la
operación equivocada. La correcta habría de ser 1x1x1=1. Porque el Padre quiere al Hijo y éste que
quiere al Padre, y ese amor es el Espíritu Santo, que nosotros, desde fuera,
vemos como una unidad absoluta.
Y nosotros,
¿qué?
Porque Dios es comunión, fuimos bautizados en él y
hemos sido creados a su imagen; la comunión de Dios nos habita y como retrato
de esta imagen hemos sido creados. La bonita parábola del Génesis nos recuerda
cómo Dios se ha mirado en el espejo, sonriendo, para planificar al hombre.
Si esto es verdad, las consecuencias son enormes.
La soledad nos es insoportable porque es
inconcebible en una lógica de comunión, porque estamos creados a imagen de la
danza y de la fiesta. Si vivimos nuestra vida como solitarios no lograremos
encontrar nunca la luz interior, porque nos alejamos del proyecto original.
Si Sartre decía: “El infierno son los otros”,
Jesús nos remacha: “Sed perfectos en la unidad.”
Hacer comunión es difícil, pero es indispensable y
vital. Cuanto más tendamos a la unión y cuanto más vayamos realizando nuestra
historia, más nos meteremos en la escuela divina de comunión, y más plenamente
nos realizaremos como personas e hijos de Dios.
Recordemos que el gran sueño de Dios, la Iglesia,
está construida a imagen de la Trinidad. Nuestra comunidad cristiana toma
inspiración del Dios-Trinidad, se fija en ella para entretejer relaciones, para
respetar las diversidades, para superar las dificultades. Fijándose en nuestro
modo de ser cristianos, de relacionarnos, de respetarnos, de ser auténticos,
quien esté a nuestro alrededor podrá comprender quién es Dios y, mediante
nosotros, la idea de un Dios que es Trinidad se convertirá en luz.
Éste es el Dios que Jesús nos ha venido a contar.
¿Queréis todavía manteneros con vuestro horrible y viejo Dios?
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