La puerta estrecha... |
La
primera entre los resucitados, María es el modelo humilde y concreto de ser
Iglesia, tanto ayer como hoy.
En
este tiempo agotador, ambiguo y fatigoso que nos toca vivir, se nos lanza a los
discípulos un desafío que es el de siempre: hablar de Cristo. La Iglesia, todos
nosotros, estamos llamados a repetir lo esencial, a hablar del Maestro.
En
un momento en que el mundo habla constantemente mal de la Iglesia, la Iglesia no
debe hablar de ella autorreferencialmente y a la defensiva, sino que debe
hablar de Cristo.
No
debe doblegarse, ni esconderse tras las barricadas integristas, sino recordar
que sido llamada, como Isaías profetiza, para ampliar las tiendas, para hacer
de nuestro mensaje un mensaje católico, es decir, universal.
La
Palabra de hoy nos invita a mirar dentro de nosotros mismos, a mirarnos en el
espejo para eliminar los riesgos de sectarismo y de arrogancia que desde
siempre habitan en los corazones de los convertidos a Dios. De nosotros, los
convertidos.
¿Y
los otros? ¿Hay muchos que se salvan?
El
devoto fiel que se plantea esta pregunta, evidentemente colocándose entre el
grupo de los salvados, no sabe en qué avispero se ha metido. Es la tentación de
todos los tiempos: saber si estamos en orden o no, si los puntos acumulados
para el concurso de la salvación son suficientes o no, si, en resumen, podemos
estar seguros, si ya tenemos reservado un lugar en el paraíso.
Estoy en buena posición
Es la tentación que nos afecta a los católicos de largo recorrido, cuando perdemos la dimensión de la espera, la tensión del discipulado, cuando creemos que las murallas de la ciudad son tan robustas que ya no necesitan la vigilia del centinela.
Es
como un cáncer entre nosotros, seguidores de Jesús, cuando, después de una
experiencia rotunda y abrumadora de Dios, de repente sentimos que hemos entrado
en un grupo separado, y miramos con suficiencia y superioridad “a los demás”, a
aquellos que no entienden, que no saben, a esos que han recorrido otros caminos
de Iglesia, a quienes el domingo, en la misa, se aburren y no captan la
dimensión de la interioridad, a quienes, ahí afuera, no nos entienden y nos
atacan, nos insultan, nos ofenden o nos juzgan.
No
es a los otros. Es a nosotros a quienes Dios dirige hoy su Palabra punzante.
Mantener
la vida de fe requiere esfuerzo, nos dice el Señor, es necesario pasar por una
puerta estrecha.
La
vida está hecha de altibajos, de momentos emocionantes y dificultades inmensas,
pero no hay otra forma de vivir.
La
Carta a los Hebreos nos dice que podemos vivir los momentos oscuros y
agotadores como una oportunidad para la conversión, para mirar a lo esencial.
La prueba es una oportunidad: podemos recurrir a nosotros mismos y apagarnos…,
o profundizar y descubrir el rostro de Dios. La prueba puede convertirse en la
oportunidad para una conversión, para corregir el rumbo.
La puerta estrecha
El
Evangelio que hemos proclamado es exigente, por supuesto. No es severo ni
difícil, sino auténtico y comprometido, como lo es escalar una montaña o afrontar
una prueba deportiva.
En
cambio, nuestro mundo tiende a simplificar la vida, a suavizar las dificultades,
a ablandar las situaciones. Está bien, pero eso no siempre funciona. Al no
estar acostumbrados a la lucha, muchos hoy tiran la toalla a la primera
dificultad, tanto en el trabajo como en las relaciones interpersonales. Una
“sociedad líquida” que definió el sociólogo Zygmunt Bauman, que nos hace
débiles y frágiles.
Jesús
nos lo advierte: para que Dios nos encuentre y para permanecer en su luz
debemos trabajar duro y luchar. No hay atajos para esto. Hay que pasar por una
puerta estrecha.
No
en el sentido de querer ser los primeros de la clase, o buenos niños, o devotos
con sello; todos esos son precisamente los que, en la parábola, quedan fuera
porque Dios no los reconoce, porque realmente nunca los ha conocido.
No,
para entrar al Reino hay que tirar las máscaras fuera, incluso las de la falsa devoción
que usamos habitualmente.
Toda una vida para ser
cristiano
Se
necesita toda la vida para convertirse en cristianos, toda la vida para llegar
a ser personas, toda la vida para liberarnos de tantos condicionamientos que
nos impiden comprender lo absoluto de Dios en nosotros.
Por
eso tenemos que estar atentos al riesgo de la costumbre rutinaria, a la forma
más triste de ser cristiano, que es creer por creer; o confundir la propia
sensibilidad, un determinado estilo de oración, o la experiencia en un grupo
concreto, con la única forma de ser cristiano.
Autenticidad
Lo
que el Señor nos pide a los discípulos es la autenticidad de la búsqueda, saber
que no hay lugares privilegiados en el camino, que la vigilancia es la única
dimensión que nos hace seguir las huellas del Señor.
Nada
de ser los primeros de la clase, de la comunidad, nada de tarjetas con premio,
nada de derechos adquiridos, sino la búsqueda humilde y auténtica del Señor en
todo momento. Siempre.
Tendremos
sorpresas, nos advierte el Señor. Las personas que juzgamos distantes de Dios,
las personas que en nuestros corazones juzgamos devotamente como pecadoras y alejadas
de Dios, las veremos sentadas a la mesa con el Señor. Mientras el ser humano mira
la apariencia, Dios mira al corazón. ¡Será divertido encontrar en el Reino a gente
que nunca habíamos imaginado!
Solo
Dios conoce en el corazón la fe de las personas, dejemos por tanto el juicio a
él. Nosotros, en la medida de lo posible, pensemos en convertirnos a nosotros
mismos: con esto, basta y sobra.
Animo
pues, amigos, el Señor nos ama y nos toma en serio, nos sacude si es necesario,
y nos invita, ahora y siempre, a ser verdaderamente discípulos suyos según su
corazón.
Precisamente
porque nos ama, nos corrige y nos invita a superar la tentación de creer que ya
hemos llegado a la meta, cuando todavía nos queda camino por recorrer.
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