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sábado, 16 de agosto de 2025

DOMINGO 20º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)

He venido a traer fuego a la tierra (Lc 12, 49)


Primera Lectura: Jer 38, 4-6.8-10
Salmo Responsorial: Salmo 39
Segunda Lectura: Heb 12, 1-4
Evangelio: Lc 12, 49-53

Con la fiesta de la Asunción, que hemos celebrado, comienza el lento declive del verano. Ya se asoman en el horizonte la vuelta a las aulas, la reanudación de tantas actividades que el otoño trae consigo. Sin embargo, la Palabra que nos ha acompañado en estos meses sigue iluminando nuestra vida con fuerza; es una clave de lectura y, al mismo tiempo, un estímulo constante para nuestra conversión.

El Evangelio, ese tesoro que llevamos en el corazón, nos enciende con pasión y alegría. Nos empuja a estar vigilantes, a buscar sin descanso la presencia del Señor.

Como Abraham, estamos llamados a salir de la comodidad y de lo superficial, a dejar libres nuestras almas para mirar más allá de lo cotidiano.

Creer es fiarse. Es acoger la palabra que Jesús nos dice acerca de Dios. Es atravesar las contradicciones que encontramos dentro de nosotros mismos y afrontar las dificultades de la vida manteniendo viva la llama de la esperanza. Creer es aprender a mirar, con la luz del Evangelio, las incoherencias que encontramos tanto en nuestra propia vida como en la de la comunidad cristiana.

Sí, hermanos: creer es una lucha. Una lucha espiritual.

Muchos imaginan la fe como una certeza adquirida, como una especie de seguro de vida o una forma de simplificar los problemas. Pero no es así. Creer es aprender siempre, convertirse una y otra vez, vivir buscando y orientándose hacia lo que aún no se alcanza del todo, aunque ya se posea en germen. Creer es luchar.

 Enfrentamientos

La Palabra de hoy nos sacude al recordarnos que el anuncio del Evangelio es signo de contradicción. El mundo, tan amado por el Padre hasta el punto de entregarnos a su Hijo, recibe a menudo con fastidio la intervención de Dios, y prefiere la oscuridad a la luz.

No es fácil hablar de esto en un tiempo —y también dentro de la Iglesia— donde abundan quienes se dicen creyentes y se presentan como defensores orgullosos de los valores cristianos, pero en el fondo están anclados en sus propios esquemas y cerrados a la novedad de Dios.

Si somos fieles al Evangelio, no podemos dividir el mundo en dos bandos: “los buenos” —nosotros, el trigo, el pequeño resto— y “los malos” —los otros, laicistas, anticlericales, obstinados en el error—. No. Los cristianos estamos hechos de la misma tierra que todos, y llevamos en el corazón las mismas fragilidades y temores. La única diferencia es que hemos sido alcanzados por la luz de Cristo.

Ese encuentro con la luz ensancha el corazón, nos coloca en una nueva condición y nos hace capaces de amar. Y es en el amor donde se libra la verdadera confrontación con el mundo, no en el desafío orgulloso de los enfrentamientos.

Si por anunciar el Evangelio somos ridiculizados, que sea por amor al otro, no por nuestro amor propio herido.

Ahí tenemos el ejemplo de Jeremías: un profeta inquieto, incómodo, perseguido. La carta a los Hebreos nos lo presenta como uno de esa “nube ingente de testigos” que nos anima a correr con constancia la carrera que tenemos por delante.

 ¡Ay, infeliz!

Jeremías, nacido cerca de Jerusalén, fue un hombre apasionado por Dios y por su pueblo. Pasó su vida intentando convencer al rey de Judá y a la gente de Jerusalén de que no se enfrentaran al poder creciente de Babilonia.

Pero los judíos, confiados en sus alianzas políticas con Asiria y Egipto, consideraban sus palabras como derrotistas y peligrosas. Por eso lo persiguieron. El pasaje de hoy nos cuenta cómo lo arrojaron a una cisterna para que muriera en el barro, y cómo fue rescatado en el último momento.

El profeta habría querido anunciar paz, pero tuvo que proclamar serias advertencias. Habría querido hablar de tiempos buenos, pero veía acercarse la tragedia. Y esa visión le dolía profundamente. Al final, sus predicciones se cumplieron: Jerusalén cayó bajo el rey Nabucodonosor y miles fueron deportados a Babilonia.

Ser cristiano, hermanos, implica amar tiernamente a aquellos a quienes se anuncia la Palabra, buscar la verdad primero en uno mismo para luego ofrecerla a los demás, y aceptar que a veces ni siquiera los más cercanos nos comprenderán.

 Padres contra hijos

Jesús, al hablar de sí mismo, anticipa las consecuencias de su mensaje. Después de la caída de Jerusalén por los romanos y la destrucción del Templo, los seguidores de Jesús fueron expulsados de las sinagogas. Esto provocó una dolorosa división en la comunidad cristiana naciente.

Todavía hoy se vive algo similar: hay quienes, al descubrir en Cristo una nueva familia y vínculos duraderos con otros creyentes, experimentan al mismo tiempo una creciente distancia o incomprensión con sus parientes. ¡Cuántas veces he visto a padres muy católicos reaccionar con dureza contra las elecciones radicales de sus hijos de consagrar sus vidas al Reino! Incluso sin llegar a esos extremos, todos lo hemos sentido alguna vez: tomas una decisión evangélica y notas el cambio en la mirada de los demás… Te dicen: “¿Qué haces? ¿Te has vuelto loco? ¡Eso no tiene sentido!”

El discípulo verdadero ha de contar con estos choques. Ninguno de nosotros es más que el Maestro. Si a Él lo persiguieron, también a nosotros nos perseguirán. Y, como dice la carta a los Hebreos, “todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el mal”.

 Fuego

Cristo es fuego. Fuego que arde, que ilumina, que calienta, que purifica y que consume. Es luz y calor para nuestras vidas.

¿Arde Cristo en nuestro interior? ¿Nos quema el no poder dejar de pensar en Él? ¿Sentimos el impulso de hablar de Él sin fanatismo, pero con verdad? ¿Hemos tenido que defenderlo en una conversación y hemos soportado incomodidades por ello? Si no… mala señal: quizá vivimos aislados o quizá no se nota que somos cristianos.

San Ignacio de Loyola, enamorado de Cristo, cuando enviaba a sus compañeros a anunciar el Evangelio a los confines del mundo, solía decirles: “Id e incendiad el mundo”. Hermanos, que también nosotros seamos pirómanos, sí, pero pirómanos de amor, llevando el fuego de Cristo allí donde estemos.

 


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