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sábado, 13 de agosto de 2022

DOMINGO 20º DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C)

He venido a traer fuego a la tierra (Lc 12, 49)


Primera Lectura: Jer 38, 4-6.8-10
Salmo Responsorial: Salmo 39
Segunda Lectura: Heb 12, 1-4
Evangelio: Lc 12, 49-53

Con la fiesta de la Asunción, que celebramos mañana, comienza el lento declive del verano y ya vemos en el horizonte la reanudación de la escuela y el comienzo de las actividades de otoño. La Palabra que nos ha acompañado en estos meses todavía arroja una luz poderosa sobre nuestra vida, una clave de lectura, un estímulo para la conversión.

El tesoro del Evangelio en el que viven nuestros corazones nos devora con pasión y alegría y nos insta a velar en la búsqueda de la presencia de Dios.

Al igual que Abraham, nos vemos obligados a salir de la banalidad, a liberar el alma que nos habita para mirar más allá de la vida cotidiana.

Creer es confiar, aceptar la palabra acerca de Dios que Jesús pronunció, superar las mil contradicciones presentes en nuestro corazón, afrontar las dificultades de la vida manteniendo encendida la luz de la esperanza en nuestros corazones, leer a la luz del Evangelio las inconsistencias que encontramos en nuestra vida y en la vida de la comunidad cristiana.

Creer es una lucha, una lucha espiritual.

Muchos piensan en la fe como una certeza adquirida, como seguro de vida, como una simplificación de los problemas. Nada más lejos de eso. Creer es estar continuamente aprendiendo, es convertirse una y otra vez, ser siempre buscadores, estar siempre orientados e inquietos a la vez, vueltos siempre a la totalidad que se nos escapa, aunque ya la poseamos. Creer es una lucha.

Enfrentamientos

La Palabra de hoy, para sacudirnos, profundiza en este tema: la proclamación del Evangelio es un signo de contradicción; el mundo, tan amado por el Padre como para darnos a su Hijo, vive con fastidio la injerencia divina y prefiere la oscuridad a la luz.

Es difícil hablar de esto en un mundo y en una Iglesia donde se están reuniendo demasiadas personas que se dicen creyentes, aparentemente defensores orgullosos de los valores cristianos, pero que en realidad son personas endurecidas en sus propios esquemas. Si somos fieles al Evangelio, no se puede imaginar la realidad dividida en dos partes: los buenos, nosotros, el trigo, el pequeño resto de Israel, y lo malo, los otros, laicistas, anticlericales, obstinados en el error.

Los cristianos estamos amasados ​​con el mundo, hechos con la misma tierra, y llevamos en nuestros corazones las mismas contradicciones y los mismos temores que todos. Sólo que hemos sido encontrados por la luz.

Este descubrimiento de la luz de Cristo ensancha nuestro corazón, nos pone en una nueva condición y nos hace capaces de amar. Es en el amor donde se juega la confrontación con el mundo, no en el desafío.

Si proclamamos el Evangelio y se burlan de nosotros, sufrámoslo por amor al otro, no por nuestro amor propio herido.

Jeremías, es un profeta inquieto y desafortunado, que se nos presenta como modelo, como uno de esas personas a imitar, tal como nos sugiere la carta a los Hebreos: “teniendo una nube tan ingente de testigos, corramos, con constancia, en la carrera que nos toca”.

¡Ay, infeliz!

Jeremías, nacido cerca de Jerusalén, apasionado por Dios y su pueblo pasará su vida convenciendo al rey de Judá y al pueblo de Jerusalén para que no se opongan al poder naciente de Babilonia.

Los judíos, convencidos de su propia diplomacia y del apoyo que tenían de Asiria y Egipto, consideran las profecías de Jeremías como un desastre, y por eso lo persiguen. El pasaje de hoy nos cuenta cómo Jeremías es arrojado a la cisterna para morir en el barro y luego es salvado in extremis.

El profeta inquieto, a quien le gustaría proclamar la paz, tiene que reprender; a él le gustaría profetizar lo bueno, pero ve acercarse la tragedia, y sufre severamente por esta situación. Desafortunadamente, las predicciones de Jeremías se cumplirán; Jerusalén caerá bajo el rey Nabucodonosor y más de ocho mil cabezas de familia serán deportados a Babilonia.

Ser cristiano conduce a un amor tierno por aquellos que son destinatarios del anuncio; ser cristiano significa buscar la verdad en uno mismo y luego ofrecerla a los demás; ser cristiano significa no ser entendido incluso por las personas que amas.

Padres contra hijos

Jesús lo dice, hablando de sí mismo e imaginando la evolución que tendrá su mensaje.

Después de la caída de Jerusalén por los romanos y la destrucción ruinosa del Templo, los seguidores del Nazareno serán excomulgados por los rabinos y esto causará una grieta muy dolorosa e incurable en la comunidad cristiana recién formada.

Incluso hoy, muchos experimentan la contradicción de descubrir en Cristo una nueva familia, unas relaciones nuevas y duraderas con otros creyentes y, al mismo tiempo, un empobrecimiento de la relación y una creciente incomprensión con los parientes de sangre. ¡Cuántas veces he sido testigo de padres – muy católicos - que arremetían ferozmente contra las elecciones radicales de sus hijos porque habían decidido consagrar sus vidas al Reino!

Pero, sin llegar a estos excesos, uno puede ser testigo de sí mismo, cuando ve cómo cambia la actitud propia y ajena al realizar una elección evangélica: “pero, ¿qué haces?, estás loco, ¡a quién se le ocurre? ...”

Si realmente somos discípulos, hemos de contar con alguna confrontación, algún esfuerzo de más, porque ninguno de nosotros es más grande que el Maestro: si a él lo persiguieron, también a nosotros nos perseguirán. Y tranquilos, que “todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el mal.”

Fuego

Cristo es fuego. Fuego que arde, que arrasa, que ilumina, que calienta, que consume. Cristo es fuego y brillo de nuestras vidas.

¿Nos quema Cristo por dentro? ¿Nos quema no poder dejar de pensar en él? ¿Nos ha pasado que deseamos contarlo, sin fanatismo ni simplificaciones, a los que nos rodean? ¿Nos ha pasado tener que defenderlo en una discusión y ser molestados por nuestras creencias? ¿No? Mala señal: o vivimos aislados, o simplemente no se ve que seamos cristianos ...

Cuando Ignacio de Loyola, hombre de Dios y enamorado de Cristo, enviaba a sus compañeros a anunciar el Evangelio por los confines del mundo entonces conocido, les decía despidiéndolos: “Id e incendiad el mundo”.

Seamos pirómanos, sí, pero pirómanos de amor.



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