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Tened encendidas las lámparas (Lc 12, 35) |
En el corazón del verano, una palabra de aliento
En pleno verano, cuando a veces también la vida de fe entra en letargo, el Señor viene a despertarnos con palabras de consuelo y confianza. Jesús nos habla con ternura: aunque seamos un rebaño pequeño, frágil, incluso temeroso… al Padre le ha complacido darnos el Reino.
No somos ovejas sin pastor. Al confiar en Jesús, el verdadero Pastor, evitamos extraviarnos tras esos otros “pastores” que no nos aman, que no nos cuidan, que apenas nos alquilan el pasto y se desentienden de nosotros. Él, en cambio, nos guía hacia la plenitud.
Seguir a Jesús no es cualquier cosa: es, en realidad, la gran aventura de la vida. Lo único —lo único de veras— en lo que vale la pena invertir el alma entera. Y por eso, el Señor nos invita a dejar atrás la ansiedad que nos provocan tantas posesiones: las materiales, pero también las emocionales o relacionales. No todo merece nuestra energía ni nuestro sueño.
¿Cuántas veces hemos visto a personas —quizá nosotros mismos— entregarse en cuerpo y alma a metas vacías, a ambiciones que, aunque prometen plenitud, sólo dejan cansancio y un hueco mayor en el corazón? Esa sed que nunca se sacia, esa montaña que nunca se termina de subir. Porque detrás de cada cima, otra cuesta; detrás de cada conquista, otra espera.
Ser sinceros nos lleva a reconocerlo: no es fácil apaciguar la ansiedad que habita en lo profundo del alma.
Preparaos
“Estad preparados”, nos advierte Jesús en el Evangelio (Lc 12, 35-40). No se trata sólo de estar en guardia, sino de vivir despiertos, listos para caminar, incluso para replantearnos lo que creemos seguro. Y también nuestras certezas de fe.
El corazón humano está hecho para lo infinito. Por eso, quien busca a Dios, quien lo ha encontrado, sabe que siempre hay más por descubrir. Este es el verdadero dinamismo del discípulo: vivir el “ya, pero todavía no” de la salvación.
· Ya conocemos a Dios… pero todavía no lo poseemos del todo.
· Ya hemos amado… pero ningún amor colma del todo el corazón.
· Ya nos ha iluminado el Evangelio… pero aún pasamos por oscuridades.
· Ya intuimos quiénes somos… pero aún no terminamos de serlo.
Esta tensión —sana, fecunda— nos aparta de la rutina sin sentido y nos devuelve al núcleo de la vida. El Señor nos quiere listos y despiertos… pero nosotros, con frecuencia, acampamos en la noche. ¡Necesitamos mucha fe!
Nómadas
La primera lectura (Sab 18, 6-9) nos recuerda el paso de Israel, liberado de Egipto, y nos invita también a nosotros a salir de nuestras propias esclavitudes. No se trata sólo de cadenas externas. Hay prisiones interiores, más profundas y difíciles de detectar.
Somos esclavos de la imagen que construimos de nosotros mismos. Esclavos de lo que los demás piensan, de expectativas irreales, de necesidades artificiales creadas por la publicidad… y de tantas otras cosas.
Pero también somos —podemos ser— nómadas del espíritu. Porque el ser humano o está en búsqueda, o se apaga. O es un mendigo de sentido, o se endurece. O está en camino interior, o simplemente se ha perdido.
La vida, toda vida, es un camino de liberación. Paso a paso. Desprendimiento a desprendimiento.
Y para caminar así... también hace falta mucha fe.
Como Abraham
Abraham (cf. Heb 11, 8-19) escuchó una voz dentro de sí. No era un joven exaltado, sino un hombre maduro, probado por la vida. Había saboreado promesas y frustraciones, alegrías y desengaños. Y, sin embargo, mantuvo encendida la chispa de una atracción interior: la llamada de Dios.
¡Qué locura la de Abraham! Dejar tierra, casa, seguridad, prestigio… para ir tras una promesa. Pero gracias a esa locura se convierte en padre de todos los creyentes. Porque supo fiarse.
Nosotros también necesitamos volver hacia dentro, escuchar el corazón, tomar en serio nuestra interioridad. Salir de la tierra conocida —aunque sea la de nuestros hábitos o de nuestras resignaciones— y ponernos en camino.
Incluso cuando pensamos que ya lo hemos vivido todo, que las decisiones están tomadas, que es tarde. No. Todavía somos libres. Todavía podemos caminar.
La espera
Y así, la vida se convierte en una espera. Una espera inquieta, como la del siervo que aguarda a su señor que vuelve de la boda (Lc 12, 36).
Esperamos…
Un sentido para nuestra vida. Una luz en medio del dolor. Una clave para
entender la vida. Una persona a quien amar o cuidar. Un mundo más justo. Una
respuesta que ilumine los miedos.
Esperamos al mismo Dios.
El ser humano es el único capaz de esperar así. De resistir. De mirar al horizonte con fe.
Y es en la noche —precisamente en la noche— cuando más crece la fe. Cuando las seguridades se apagan, cuando ya no basta con lo que sabemos, cuando la oscuridad hace temblar las rodillas… ahí la fe renace.
Como los centinelas que aguardan la aurora. Como los testigos de la fe, tantos hombres y mujeres que también caminaron en la noche, y no dejaron de creer. Y vieron la luz.
La fe es eso: un “ya, pero todavía no”. Es un silencio que habla, una noche que brilla.
Por eso, estemos vigilantes en la noche. Porque el Señor viene. Y lo hace en la hora menos pensada.
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