El
Espíritu nos sostiene para convertirnos en discípulos que anuncian el
Evangelio, para entender quién es realmente Dios, para entender qué es la
Iglesia.
En
este camino de re-comprensión de lo que somos y hacemos, hoy celebramos la
solemnidad del Corpus Christi y ponemos a la Eucaristía en el centro de nuestra
reflexión para tratar de encauzar nuestros hábitos y costumbres, para remover y
despertar nuestras estancadas y adormecidas comunidades, para preguntarnos, en
fin, qué hemos hecho de este magnífico regalo que el Resucitado nos ha dado a
los creyentes.
Todavía
hoy la participación en la Misa dominical señala la barrera de separación entre
los que son “practicantes” y no; entre quien cree y confía, y porque cree, se
reúne sencillamente por obediencia al Señor, y el que no.
Por
desgracia, la misa dominical tiene el riesgo de quedarse en la única y frágil
señal de pertenencia a la Iglesia, en una obligación que cumplir, en una
insípida pertenencia sociológica que no convierte nuestro corazón.
Cuando
los curas se encuentran por ahí hay tres preguntas obligadas: ¿cuántas
parroquias tienes? ¿Cuánto habitantes son? ¿Qué porcentaje de asistencia tienes
a la misa festiva?
Pero
hay otra pregunta inquietante. Aunque tuviéramos el 100% de la población que
asistiese a misa, ¿significaría eso que el Reino de Dios avanzaría más?
No
importa tanto cuánta gente va a misa. Lo que importa mucho más es cuántas
personas salen de ella convertidas y consoladas, como discípulos capaces de
conectar la vida diaria con el misterio que acaban de celebrar.
Melquisedec
Abraham
había salido de Ur de los Caldeos. Lo hizo por escuchar una intuición, una voz
interior que le decía: “leck lecká”,
que se ha traducido apresuradamente como “sal de tu tierra”, pero que, en
realidad, significa “sal al encuentro de ti mismo, vete hacia tu felicidad”.
Todos lo tomaron por loco, empezando por su padre, Teraj (que según la
tradición rabínica era constructor de ídolos), y siguiendo por sus
conciudadanos.
Abraham
está en la plenitud de la vida, en esa edad en que se recogen los frutos, ¿por
qué habría ahora que salir hacia lo desconocido? Sin embargo, él parte, sale,
se va, deja todo para buscar lo Absoluto. Él aún no lo sabe, pero este gesto de
salida le hará encontrarse con Dios. Este gesto lo va a convertir en el padre
de una multitud: la multitud de los que buscamos a Dios.
En
su difícil camino Abraham dejó a su sobrino Lot las mejores tierras, afrontó la
hostilidad de los reyes del lugar y, por fin, se cruzó con Melquisedec que
ofrece por él un sacrificio y lo bendice. Melquisedec era el rey de Salem, el
rey de la futura Jerusalén, rey de shalom,
rey de la paz, como interpreta la carta a los Hebreos (Heb 6, 20).
Los
Padres cristianos han visto en aquel pan una prefiguración de Cristo, un pan
ofrecido a imagen de la eucaristía, el pan para el camino.
En
el itinerario interior también nosotros, como Abraham o como Elías (1 Re 19, 5
-6) encontramos un pan para el camino que nos acompaña en el descubrimiento del
verdadero rostro de Dios, a cuya luz descubrimos nuestro verdadero rostro. La
eucaristía es como el maná dado por Dios al pueblo que huía de Egipto; es una
comida que nos permite ir caminando hacia la plenitud, hacia otro lugar.
Lo esencial
Pablo escribe una de sus cartas a la comunidad de Corinto, la ciudad cosmopolita donde había anunciado el evangelio. Todavía no habían pasado veinte años desde la resurrección de Jesús, y Pablo encomienda a la comunidad que vaya a lo esencial, que distinga bien las cosas importantes de las cosas accesorias, para superar tantas incomprensiones y derivas morales que estaban destrozando la naciente Iglesia.
Pablo
repite a los corintios, con precisión, las palabras del Maestro, el gesto que
él había realizado durante aquella última y trágica Pascua. Pablo recibió el
regalo de la eucaristía y pide a sus comunidades que repitan la Cena del Señor,
en obediencia, esperando que el Señor Jesús venga para hacernos encontrar el
sentido de lo que somos.
El
hecho de que, cada domingo, millones de comunidades cristianas, desde el caos
de las grandes ciudades de todo el mundo hasta las apartadas misiones africanas
o asiáticas, se junten para escuchar la Palabra y para repetir la Cena del
Señor es, en el fondo, una cuestión de obediencia. Nosotros celebramos la Cena
en memoria del Señor, para que él esté presente, para revivir su pasión, muerte
y resurrección, y para que, desde ese encuentro, podamos caminar día a día.
Sintonía
Jesús,
en el momento más difícil de su vida, en el momento del abandono y la
incomprensión, cumple un gesto definitivo: se consagra, se entrega a sí mismo,
no ofrece pan y vino como Melquisedec sino su misma vida sobre el altar de la
cruz.
No
es el pan que se convierte en Cristo, sino Cristo que se hace pan, para poder
ser asimilado, para nutrir, para indicar un nuevo camino, una nueva lógica, la
de la entrega total de sí como un regalo para nosotros.
La
Cena pascual que Jesús celebra en la indiferencia y en la total falta de
sintonía con los apóstoles, nos da la medida de la soledad y del amor de Dios.
Aquel
gesto, gesto de un amor absoluto, se vuelve a celebrar y a repetir cada vez que
una comunidad de creyentes se reúne junto a un cura en la Cena del Señor. Pero
no puede ser un gesto auto-festivo, un gesto aislado, un gesto neutral.
O
la eucaristía contagia nuestra vida, la llena, la moldea, la plasma, le da
forma o será algo estéril, muerto e inútil. La Misa comienza, precisamente, en
el momento en que salimos por la puerta de la iglesia... y dura una semana
entera.
El
pan recibido nos ayuda a saciar el hambre de la gente, a darnos cuenta del
hambre insatisfecha de aquellos que nos encontraremos durante la semana, y a
poner a su disposición lo poco que somos para saciar a cada persona, en el
cuerpo y en el alma.
Por
eso hoy, fiesta del Cuerpo de Cristo, CARITAS celebra el Día Nacional de
Caridad con el lema “De la adoración al compromiso”. En un tiempo convulso de segundo
año de pandemia, las guerras en Ucrania y en otras muchas partes del mundo, los
desplazamientos forzosos, la violencia, el dolor, la tortura y la muerte que
provocan, hieren el corazón de Dios, no podemos celebrar la solemnidad del
“Corpus Christi”, memorial de encuentro y entrega de Cristo, sin vivir y
experimentar la profunda e inseparable unidad entre la fe y la vida; la unidad
entre la Eucaristía y el compromiso con la misericordia y la compasión, con los
más pobres, frágiles y necesitados.
Así pues
La
eucaristía, el pan de Dios, el pan para el camino, es el precioso regalo que
nos hace convertirnos en creyente, que nos sustenta y que construye la
comunidad cristiana. Eso es lo esencial. El resto: quién celebra, cómo, cuándo,
quién anima, quién lee, quién canta y cualquier otra cosa, eso viene después y
tiene la importancia que tiene... pero siempre en segundo lugar.
Los
curas estamos llamados a convertirnos en transparencia, a dejar que sea la
Palabra de Dios la que fluya en las homilías, y que sean “eucaristías”, es
decir agradecimientos, no momentos para baquetear a la gente u ocasiones para
hacer alarde de una pirotécnica de cultura teológica. Muchas veces, ¡cuánta
poca Palabra del Señor hay en nuestras palabras!
El
Papa Francisco en la exhortación apostólica “La alegría del Evangelio” nos dice que “la homilía puede ser realmente una intensa y feliz experiencia del
Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de
renovación y de crecimiento [...] La homilía no puede ser un espectáculo
entretenido, no responde a la lógica de los recursos mediáticos, sino que debe
darle el fervor y el sentido a la celebración... se trata de una predicación
dentro del marco de una celebración litúrgica; por consiguiente, debe ser breve
y evitar parecerse a una charla o una clase.” (EG 135-138)
A
los discípulos, a los que amáis al Señor, os deseo que la eucaristía vuelva a
ser lo que es: encuentro con el Resucitado, pan para el camino, medicina y
consuelo, lugar de acogida y de conversión, de hermandad y de perdón. Que así
sea.
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