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sábado, 21 de junio de 2025

SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y SANGRE DE CRISTO (Ciclo C)


Primera Lectura: Gen 14, 18-20
Salmo Responsorial: Salmo 109
Segunda Lectura: 1 Cor 11, 23-26
Evangelio: Lc 9, 11-17


El Pan que transforma

 Es el Espíritu quien nos impulsa a ser verdaderos discípulos, capaces de anunciar el Evangelio, de conocer a Dios en su verdad y de comprender el misterio de la Iglesia.

En este camino de redescubrimiento de nuestra identidad y misión, celebramos hoy la solemnidad del Corpus Christi. Colocamos la Eucaristía en el centro de nuestra reflexión, no como un gesto automático, sino para reordenar nuestros hábitos, despertar a comunidades a veces adormecidas y plantearnos con sinceridad una pregunta decisiva: ¿Qué hemos hecho con este don inmenso que el Resucitado entregó a sus creyentes?

Todavía hoy, la participación dominical en la Misa marca una diferencia entre quienes se consideran “practicantes” y quienes no; entre quienes, por fe y amor, se reúnen cada domingo, y quienes permanecen al margen o alejados.

Pero hay un riesgo: reducir la Misa a una señal externa de pertenencia, a una costumbre sociológica que no toca el corazón ni transforma la vida.
Cuando los sacerdotes nos encontramos, hay tres preguntas recurrentes: ¿Cuántas parroquias tienes? ¿Cuántos habitantes? ¿Qué porcentaje asiste a Misa?

Pero hay una cuarta pregunta, más incómoda, que rara vez se plantea:
Si vinieran todos... ¿realmente eso significaría que el Reino de Dios avanza?
Lo decisivo, hermanos, no es el número de fieles que llenan los bancos, sino cuántos salen transformados, consolados, renovados. Cuántos se convierten en testigos capaces de conectar su vida diaria con el Misterio que acaban de celebrar.

Melquisedec, figura del Pan eterno

Recordemos a Abraham, nuestro padre en la fe. Salió de Ur empujado por una voz interior que le decía: “Lej lejá”, que no significa solo “sal de tu tierra”, sino más profundamente: “sal al encuentro de ti mismo, ve hacia tu plenitud”.
Todos lo tomaron por loco. En la madurez de su vida, dejó lo seguro por lo Absoluto. Ese acto lo convirtió en padre de una multitud: la de quienes, como él, buscan a Dios.

En su camino de fe, tras pruebas y renuncias, se encontró con Melquisedec, rey de Salem – la futura Jerusalén –, rey de shalom, rey de la paz (cf. Heb 6,20).
Melquisedec ofreció pan y vino y bendijo a Abraham (Gén 14,18).

Los Padres de la Iglesia vieron en ese gesto una prefiguración de Cristo, el Pan Eterno que alimenta al peregrino. Como Abraham o como Elías en su desánimo (1 Re 19,5-6), también nosotros encontramos en la Eucaristía el Pan del Camino, el maná que sostiene a los que caminan hacia la Tierra Prometida, hacia la vida plena.

 Memoria viva del Señor

San Pablo, escribiendo a los corintios apenas veinte años después de la Pascua, los llama a volver a lo esencial (1 Cor 11,23-26). Recuerda con precisión las palabras y gestos de Jesús en su última Cena. Lo que Pablo recibió, eso mismo transmite: repetir el gesto del Señor, en obediencia y esperanza, para comprender quiénes somos y hacia dónde vamos. Cada domingo, millones de comunidades – desde las grandes ciudades hasta las pequeñas misiones – nos reunimos a escuchar la Palabra y a celebrar este Memorial. Y lo hacemos por una razón profunda: para que el Señor esté presente, para revivir su Pascua y para que, desde ese encuentro, cada uno pueda vivir como verdadero testigo suyo.

En sintonía

En la hora más oscura, la del abandono y la traición, Jesús realiza el gesto definitivo: se consagra. No ofrece pan y vino como Melquisedec; se ofrece a sí mismo en el altar de la cruz. No es el pan el que se convierte en Cristo; es Cristo quien se hace Pan, para ser comido, asimilado, y mostrarnos así la lógica divina: el don total de sí por amor.

Aquella Cena, celebrada en medio de la indiferencia de los suyos, revela la soledad de Jesús... y la grandeza desbordante de su amor. Ese mismo gesto se renueva cada vez que una comunidad se reúne con su sacerdote. Pero cuidado: la Eucaristía no puede ser un rito vacío, autorreferencial o rutinario. O contagia la vida, la moldea y la llena o se vuelve estéril e inútil. La Misa, en realidad, empieza cuando salimos del templo... y dura toda la semana.

El Pan que recibimos nos da fuerza para saciar el hambre de los que nos encontremos – hambre de pan y hambre de Dios –, poniendo a su servicio lo poco que somos, en cuerpo y alma.

Por eso, en esta fiesta del Cuerpo de Cristo, CARITAS celebra el Día Nacional de la Caridad con un lema: “Mientras haya personas, hay esperanza”.

En este tiempo convulso – con guerras por todas partes, desplazamientos forzados, violencia y dolor que hieren el Corazón de Dios – el Cuerpo de Cristo se nos da como el único alimento capaz de traer paz, de sostener nuestro compromiso.

No podemos celebrar el Corpus Christi sin vivir la unidad indisoluble entre fe y vida, entre fe y justicia, entre Eucaristía y misericordia. El Cuerpo de Cristo nos llama a cuidar de los cuerpos heridos de nuestros hermanos, especialmente los pobres, los frágiles, los olvidados.

 Así pues

La Eucaristía, Pan de Dios y Pan para el Camino, es el regalo que nos convierte en creyentes, que edifica la comunidad, que nos sostiene en la misión.
Eso es lo esencial. Lo demás – quién preside, quién canta, quién lee – viene después.

Nosotros, los sacerdotes, estamos llamados a ser transparencia del Misterio. Que en nuestras homilías fluya la Palabra viva, que sean verdaderas “eucaristías”: acciones de gracias, no discursos vacíos ni fuegos artificiales teológicos. ¡Cuántas veces hay tan poca Palabra del Señor en nuestras palabras!

Y a vosotros, discípulos que amáis al Señor, os deseo que la Eucaristía vuelva a ser lo que es:

  • Encuentro con el Resucitado.
  • Pan para el Camino.
  • Medicina y consuelo.
  • Lugar de acogida y conversión. Fuente de fraternidad y perdón.

Que así sea.


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