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¡Alegraos, que ya viene el Salvador! |
La
crisis económica, política y de valores que está sufriendo el mundo está
produciendo en occidente una extraña preparación de las Navidades. Por una
parte, de perfil bajo, casi de trámite, “porque toca” y, por otra, como si se
tratara de una huida para escapar del desánimo y la desesperanza de esa crisis
agravada por las guerras.
Es
una crisis compleja y articulada que está arrollando al mundo, pero siempre y
en todo caso es algo que hemos producido nosotros, por nuestro egoísmo y
nuestra avaricia, tanto personal como social e institucional. Es una situación
que nos hace más frágiles e inseguros. La fiesta de Navidad se ha convertido en
la cumbre de las compras, los regalos y el despilfarro, aunque tengamos que
echar bien las cuentas porque ahora buscamos más los bienes de primera
necesidad, pero ni siquiera tenemos medios para ellos y hay que actuar en todo
con mayor prudencia.
¡Qué
actuales resuenan, en esta situación, las invitaciones a la confianza y a la
alegría que nos presenta este tercer domingo de Adviento!
El
mundo nos muestra ampliamente sus límites, las falsas promesas de un bienestar
difuso y de un crecimiento global que tiene que vérselas con la dura realidad y
con sus propias trampas. Todo proyecto, incluso el más virtuoso y devoto, se
enfrenta con el egoísmo humano y el sálvese quien pueda; con los pocos que, siendo
ya ricos, son arrollados por el ansia del poder y de la riqueza, empobreciendo
los demás.
Es
verdad que tenemos que encontrar soluciones comunes y compartidas, pero tenemos
que fijarnos, ante todo con autenticidad, en la naturaleza humana y en sus
límites. Sólo una mirada que sepa ir más allá de la realidad, que ponga la
atención en otro lugar podrá construir un mundo diferente.
Permanecer
en la alegría significa elegir el campo en el que nos jugamos la vida:
alinearse con la esperanza o con el desastre.
Alegrarse
no es sólo una emoción sino un gesto de voluntad. Uno puede alegrarse también
en la dificultad. Como hicieron los desterrados de Jerusalén; como nos toca
hacer a nosotros hoy. Alegrarnos en la dificultad.
Retorno
Cuando
un nuevo autor continúa la escritura del libro de Isaías, la profecía que
escuchamos el domingo pasado ya se había cumplido. Hoy, en la primera lectura, son
los persas los que dominan la escena política: los babilonios son derrotados y
los judíos son liberados, después de setenta años de deportación.
El regreso a casa se está mostrando difícil y lleno de peligros, pero lo peor es que en Jerusalén ya nadie se acuerda de estos deportados, que son confinados en las afueras de la ciudad sobre la altura de Sión; lo que eran sus tierras ya están siendo cultivadas por otros judíos sin escrúpulos que aprovechan la crisis financiera del momento (!) para prestar con intereses de usura, y una inesperada carestía lleva a los umbrales de la muerte a los recién liberados. Supervivientes de la esclavitud, ahora están amenazados de morir de privaciones en la ciudad que los ha olvidado. E Isaías, en este caso el llamado el tercer Isaías, profetiza e invita a todos a la alegría.
“En
el dolor la verdad se hace más clara”, escribió el visionario Dostoievski, y
esto, a veces, es verdad. Para permanecer en la alegría hace falta fe, hace
falta una perspectiva diferente.
Si
la alegría me viene sólo de la emoción por realizar un sueño, de poseer algo que
deseo desde hace tiempo, esa alegría es frágil, y cualquier obstáculo puede
destruirla. Si mi alegría está puesta en Dios, como son invitados a hacer los
deportados de Jerusalén, puedo cultivar una verdadera esperanza para siempre y
en cualquier circunstancia.
Oración
La
alegría que viene de otro sitio me permite vivir el dolor presente con la confianza
que nace de la oración, como afirma Pablo escribiendo a los tesalonicenses. Una
oración que no es la insistente solicitud de resolución de los problemas, sino el
abandono confiado en quien puede darme la fuerza para afrontar toda oscuridad y
todo dolor.
Es
posible prepararse a la verdadera Navidad a pesar de la gran fatiga y
desconcierto que estamos experimentando. Es posible vivir con una alegría que
nace de la fe, y que es alimentada en el Espíritu mediante la oración.
Cristo
nacerá en nuestros corazones, si así lo deseamos. Encontrémoslo velando sobre
nosotros mismos, dejando que la interioridad retome su espacio en nuestras
vidas arrolladas por tantas preocupaciones.
Pero
hay una condición, simple, pero condición: para poder acoger a Dios que nace,
tenemos que caminar hacia la autenticidad.
¿Quién eres?
Juan
recibe la visita de los enviados del Sanedrín que se preguntan por este extraño
personaje que no se asusta ni siquiera ante las autoridades religiosas, que no
enfatiza su papel, que tira de frente por su accidentado camino. "¿Quién
eres?", preguntan los que detentan el poder. Juan lo tiene claro y
responde: él no es el Cristo.
Podría
pensarlo, como otros lo piensan de él, teniendo en cuenta lo necesitados que estamos
de un Salvador. Podría aprovecharse de ello, cediendo a la más disimulada de
las tentaciones, la del delirio de omnipotencia. No, dice Juan, él no se hace
pasar por Dios. También él como los penitentes, está desesperadamente en
búsqueda.
Juan
hoy nos amonesta: sólo reconociendo el propio límite, que no es mortificación
sino oportunidad, podemos llegar a ser libres para acoger al Dios frágil que
nace. Sólo reconociendo que no tenemos en nuestra mano todas las respuestas,
podemos ponernos en búsqueda. Sólo entrando en la profundidad de nosotros
mismos, podemos encontrar nuestra verdadera identidad en Dios.
Voz
"¿Quién
eres, entonces, Juan?” ¿Quiénes somos, entonces, nosotros?
La
lógica mundana dice: eres lo que produces, eres lo que aparentas, eres lo rentable
que seas, eres lo que controlas, eres lo que cuentas, eres lo que gritas. Juan sabe
que no es así, que esa lógica es ilusoria y engañosa, que, nunca, somos lo que tenemos
o lo que hacemos.
Juan
pensó y entendió. La espera agitada de un Mesías creó dentro de él un espacio donde
sabrá reconocerlo y reconocerse a sí mismo.
“¿Quién
eres, entonces?” ¿Un místico? ¿Un provocador? ¿Un gurú? No, él es la voz.
Una
voz prestada a la Palabra de Dios, una voz que amplifica una idea que no es suya;
una voz, que hace retumbar una intuición de la que él es deudor.
Siempre
nos imaginamos que somos adultos, que realizamos o escribimos cosas memorables,
para permanecer en la historia o, por lo menos en la pequeña historia de las
personas que queremos.
Dios
es quien nos desvela lo que cada uno de nosotros somos en profundidad. ¿Y tú
qué eres? ¿Qué dices de ti mismo? Quizás seas paciencia o espera, o sonrisa, o
perdón, o sueño, o inquietud.
Contrariamente
a la falsa idea de un catolicismo que mortifica y castra las ambiciones de las
personas (“Si existe Dios yo estoy fastidiado”, pensaba Herodes), contrariamente
a eso, el Evangelio nos desvela un Dios que nos ayuda a reconocer la verdad de
nosotros mismos.
Confiemos
y alegrémonos en el Señor que viene y nos muestra lo mejor de nosotros mismos.
¡Ven Señor Jesús!
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