Preparad el camino al Señor |
Primera
Lectura: Is 40, 1-5.9-11
Salmo
Responsorial: Sal 84
Segunda
Lectura: 2 Pe 3, 8-14
Evangelio:
Mc 1, 1-8
Comienzo
del evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios… acabamos de escuchar. Ahí empezó
todo, porque los primeros cristianos conocieron a Jesús a través de las
palabras de los apóstoles. Ellos se convirtieron en seguidores del Nazareno y fueron
llamados “los seguidores del camino”, tenían el corazón lleno de las palabras
del Maestro que les habían transmitido unas almas ardientes y sencillas.
Conocen las palabras del Maestro, conocen sus prodigios y sus promesas.
Los
primeros cristianos eran curiosos, sobre todo los que habitaban lejos de
Jerusalén, perdidos en la Babilonia de los gentiles, y se preguntaban: ¿cuándo comenzó
todo?
Es
Marcos el que se decide a redactar una narración. No un tratado de teología sino
una historia, una narración de los hechos, una buena noticia, un evangelio.
Tampoco
era una novedad. Por entonces ya circulaban las “buenas noticias” (euanguelion) que celebraban las proezas
de los emperadores romanos. Grandes proezas, unas veces hinchadas y otras
falsas, de unos hombres que eran tenidos por dioses, disputándose entre ellos
el trono con violencia.
En
la historia de Marcos, en cambio, se habla de un judío marginal que vivió en los
confines del imperio. Marcos, ayudado probablemente por Pedro el pescador, pone
en orden los acontecimientos, para que Cristo también pueda nacer en el corazón
de quien lo escucha y de quien oye hablar de él.
Por
eso estamos aquí: para hacer espacio a Dios en nuestro corazón.
Consuelos y caminos
No
hagamos un simulacro de que Jesús va a nacer. Queremos hacerlo nacer de verdad en
nuestra vida, cada día, fortaleciendo el manantial de vida que habita en
nosotros y redescubriendo en nosotros el rostro de Dios que él mismo nos ha desvelado.
Un
Dios que consuela, como nos dice Isaías mientras sufre su deportación en
Babilonia con todo el pueblo de Israel. Ya habían pasado cuarenta años desde el
incendio de la ciudad santa y muchos ya se habían integrado en la sociedad
babilónica. Ya no piensan en una vuelta a la patria, ¿para qué?
Desde
su desesperanza y su desidia, Isaías los vuelve a llamar a lo esencial. Para descubrir
el consuelo de Dios hace falta construir un camino en medio del desierto.
Babilonia
y Jerusalén estaban separadas por un desierto inmenso y los antiguos hubieran
preferido construir un camino que bordeara las montañas, durante mil largos kilómetros,
con tal que de no afrontar aquel desierto.
Isaías, en cambio, pide al pueblo construir un camino nuevo justo en medio del desierto, pide al pueblo que se atreva a volar alto con grandes deseos y con grandes ideales.
¿Y
nosotros? ¿Queremos, de verdad, encontrar al Dios de Jesús? ¿Queremos encontrar
su consuelo? No nos homologuemos entonces con la mentalidad de nuestro tiempo,
no nos resignemos, no nos acomodemos. Construyamos un camino en nuestro propio desierto,
en medio de nuestra vida caótica.
El
encuentro con Dios es gratuito, es un regalo y es gratis. Pero para dejarnos
encontrar tenemos que arremangarnos y entrar en el desierto de nuestra vida. En
definitiva, huir de Babilonia.
Retrasos
Pero
alguno podrá decir: después de dos mil años de preparación del camino al Señor,
¿dónde está ese Cristo? ¿dónde está ese Reino nuevo? La profecía de un mundo nuevo
parece haber quedado perdida en los meandros de la historia humana.
Eso
es lo mismo que las primeras comunidades pensaron, y un presbítero del siglo
primero escribe una carta, atribuida al apóstol Pedro, en la que da dos
respuestas: una, los tiempos de Dios no son nuestros tiempos y, dos, Dios tiene
toda la paciencia porque sabe que podemos convertirnos y cambiar la vida.
Construyamos
caminos en el desierto, esperemos aún en Dios, incluso haciendo, ya hoy, un acto
de esperanza, esperando la vuelta última y definitiva del Señor, esperando la plenitud
de los tiempos, la consumación de la historia en la que Dios tendrá la última
palabra, que siempre será una buena noticia.
Profetas
San
Juan, el Bautista, decidió dedicar su vida a ayudar a los demás, a preparar el
camino al Señor. Renunció a las legítimas comodidades de la vida para ir a lo
esencial. En el desierto acogió a las personas con una señal poderosa, como era
la inmersión en el Jordán, para cambiar de vida.
A
Cristo lo encontraremos si nos ponemos manos a la obra, si hacemos caso a los
muchos profetas que todavía caminan junto a nosotros y que nos sugieren
recorridos de interioridad.
A
Cristo lo encontraremos en los gestos y símbolos de los sacramentos que, si los
vivimos de verdad y con fe, nos llevarán a él.
¡Qué
bonito sería si en este tiempo de Adviento lográramos recortar algún espacio,
aunque fuese pequeño, para la oración! ¡Qué bonito sería si consiguiésemos no
dejarnos arrollar por el inminente “buenismo” navideño, el denostado “espíritu
navideño” que amenaza con reducir el acontecimiento a una melaza de buenas
intenciones, y nos decidiéramos a construir un camino en el desierto de
nuestras caóticas vidas! La Navidad es algo serio, que tiene que ver con el
drama de un Dios que se hace presente y de un hombre que está ausente.
Juan
nos recuerda que es imposible vivir si no logramos entender por qué extraña
razón hemos sido puestos en el mundo. Para conseguirlo hemos de superar primero
la tentación de los ídolos presentes en nuestra vida: la buena imagen de uno mismo,
el “carrerismo”, la competencia, el dinero, y tantas cosas que pretenden saciar
falsamente la sed de infinito que nos habita. Luego, nos queda todavía llenar un
inmenso vacío de sentido, la necesidad absoluta de entender la vida.
Hay
mucha gente que ha renunciado, que ha abdicado de pensar y de vivir, arrollada por
una rutinaria vida cotidiana. Pero Dios no se desanima y nos alcanza a todos precisamente
en la vida de cada día, convirtiéndose en uno de nosotros. ¡Que sepamos
encontrarlo!
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