Fiesta
de la Sagrada Familia, nos dice la liturgia. Fiesta de nuestra familia, añado yo.
La familia concreta, objetiva, real de la que cada uno proviene o que ha
formado o que desea formar o a la que ha renunciado por seguir una vocación
distinta. La familia que hoy día ya no es única, ni unívoca, y de la cual la
Iglesia, con el impulso del Papa Francisco, ha tomado buena cuenta y
preocupación en el Sínodo celebrado hace unos años sobre ella.
Hoy
nos encontramos muchos tipos de familia y todas basadas en el amor: la católica
indisoluble, la no-católica pero con un vínculo sagrado que puede ser disuelto
según circunstancias, los matrimonios civiles, los divorciados casados antes
por la Iglesia y vueltos a casar civilmente, las familias monoparentales, los homosexuales
unidos en un vínculo civil, las parejas de hecho con derechos civiles
reconocidos por la ley, las parejas que viven juntas sin más.
Por
eso, celebrar en estos tiempos esta fiesta es algo a la vez chirriante y necesario,
que nos hace reflexionar, como una provocación que vuela sobre nuestros líos
políticos y sociales, que da vigor y energía a nuestra vida cotidiana, que da
cuerpo a nuestras celebraciones de la Navidad familiar.
Qué
nos guste o no, la familia es y queda en el corazón de nuestro recorrido por la
vida y de nuestra educación. A menudo es el origen de mucho sufrimiento - ¡cuánto
dolor existe en tantas parejas rotas! -, de alguna desilusión y, gracias a
Dios, sobre todo de inmensa alegría. Nos dice el Papa: “Tener un lugar a donde ir, se llama hogar. Tener personas a quien
amar, se llama familia, y tener ambas se llama bendición.”
¡Qué
bueno es que Dios haya querido experimentar la vida familiar! pero nos da qué
pensar que, para hacerlo, haya elegido una familia tan desdichada y tan complicada.
Por
otra parte, nos asombra que la Iglesia se obstine en proponer esta familia como
modelo, una familia francamente inusual: el padre del niño no es el padre
biológico, la pareja vive en la abstinencia, el hijo es la presencia de la Palabra
de Dios y la pareja se ve obligada a escapar a causa de la notoriedad del
recién nacido...
Pero no es precisamente por su diversidad por la que queremos seguir a María y José, sino por su concreción de pareja que ve la propia vida rebosante de la acción de Dios, por su capacidad de ponerse aparte, en serio, sin chantajes y con honestidad, sin angustias, para integrarse en un proyecto más grande: el proyecto que Dios tiene sobre el mundo.
La dura realidad
Hoy
celebramos la Sagrada Familia, tan diferente de nuestras familias y sin embargo
tan idéntica a nuestras en dinámicas afectivas. Escuchad una reflexión del Papa
Francisco: Dios quiso nacer en una
familia, en un pequeño y apartado pueblo del Imperio Romano. Jesús permaneció
en Nazaret alrededor de 30 años, llevando una vida normal, en el seno de una
familia israelita piadosa y trabajadora. Entre otras costumbres de la vida cotidiana,
se dedicó al cumplimiento de los deberes sociales y religiosos, el trabajo con
José, la escucha de la Escritura y el rezo de los salmos. María y José
acogieron con amor a Jesús, teniendo que superar muchas dificultades por ello.
La suya no era una familia irreal, de fábula. ¡Cuánto podemos aprender de María
y de José, y especialmente de su amor a Jesús! Ellos nos ayudan a redescubrir
la vocación y la misión de la familia, de cualquier familia. Cada vez que una
familia, en cualquier parte del mundo, acoge este misterio, en ella actúa el
misterio del Hijo de Dios que viene a salvar el mundo.
La
Navidad y la fiesta de hoy nos obligan a preguntarnos si de verdad queremos un
Dios tan débil como el nuestro, y la contemplación de esta familia de Nazaret
nos proporciona ocasiones aún más incisivas, si cabe.
El día a día
Una
primera reflexión deriva justo del trajín cotidiano que María y José viven. Nosotros
estamos acostumbrados a considerar el tiempo dividido en laborable y festivo; recorriendo
repetitiva y aburridamente un día tras otro, con la excepción de cuando nos
preparamos con alegría intensa a algún acontecimiento inusual; con el cansancio
del trabajo diario y luego el torbellino de las vacaciones veraniegas.
Así
pasa también en la fe: el domingo, si lo logramos, se recortan cincuenta
minutos de Misa y luego, en la semana, sólo queda el atropello de las múltiples
cosas en las que estamos empeñados.
Nazaret,
en cambio, nos enseña que Dios viene a habitar en nuestra propia casa, que
podemos realizar el Reino en el día a día y en la repetición de los gestos y
las acciones y, desde ahí podemos hacer una experiencia mística y crecer en el
conocimiento de Dios.
Se
podría elaborar una teología del pañal, un tratado místico de las tareas de los
hijos, una espiritualidad del plazo del préstamo a pagar. La extraordinaria
novedad del cristianismo es justamente su absoluta vulgaridad de la vida diaria.
Parejas
con hijos pequeños, con cansancios y noches toledanas; las relaciones pesadas a
causa de ese cansancio y de las preocupaciones, son las mismas que las de María
y José.
Amigos
con problemas de trabajo: también José pasó noches agitadas antes de pedir un
préstamo, para poder ampliar el taller de carpintero.
Hombres
o mujeres que consagran la vida a los hijos: también María tuvo un velo de
tristeza en los ojos cuando vio en el espejo su primera cana...
Dios
ha decidido habitar en la banalidad y llenar el correr de los días.
El Misterio por casa
María
y José ven cómo el Misterio de Dios gatea y se tambalea, que pasa las noches lloriqueando
por el nacimiento de un diente... ¿No os habéis preguntado cientos de veces cuánta
fe habían de tener estos padres para decirse que aquel niño, idéntico a todos
los niños, era de verdad el Hijo de Dios?
José,
quizá al final del día, miraba a su mujer, incómodo por la inmensidad de su fe,
sintiéndose él un poco inadecuado ante tan maravillosa perseverancia.
María,
cuando quizá llevaba a media mañana el café a José, con el pelo rizado lleno de
virutas, bendecía en su corazón a Dios por haberle dado un compañero tan sencillo
y auténtico.
La
Sagrada Familia nos invita a mirar a los otros miembros de nuestras familias,
del tipo que sean, con una mirada luminosa y de fe, encontrando el Misterio
escondido en las personas con las que convivimos y de las que pensamos que son estáticas
e inmutables.
Hermanos,
confiemos a Dios nuestras familias concretas, las que tenemos o que hubiéramos
querido tener, numerosas o monoparentales, unidas o separadas, con todas las
fatigas y las alegrías, con las contradicciones y las pobrezas, las emociones y
el bien que tantas veces nos sabemos dar a los otros.
Confiemos
a Dios nuestras familias porque Él habita en nosotros y en nuestra casa.
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