Hacer
nacer a Dios. Hacerlo renacer. Dejar que sea él quien ilumine nuestras vidas, nuestra
vida diaria, con nuestras guerras lejanas o cercanas, nuestras crisis económicas
previstas o no, nuestro odio difuso – y a veces patente - que se cuela por las
rendijas de nuestra sociedad. Dejar nacer a Dios no para huir de una realidad
cada vez más tenebrosa, sino para dar un nuevo horizonte de luz a la vida.
Sabemos
lo que es una vida basada en las falsas apariencias, en la competencia por la buena
imagen y el quedar bien; ya hemos visto lo que significa luchar para poder conseguir
el último artilugio electrónico; ya hemos visto cómo está este país en el que
la vulgaridad se convierte en el nuevo lenguaje, la tergiversación en historia,
la mentira en las posverdad y el cotilleo y la habladuría se transforma en
virtud; hemos visto lo que pasa cuando la política y la economía, tantas veces
corrupta, se convierte en la nueva ideología dominante del “todo vale”.
Tal
vez, alguna vez, incluso hemos estado orgullosos y hemos dado gracias por estar
en esta sociedad del bienestar que nos facilita la vida, pero que nos anestesia…
El Dios verdadero
Hoy,
ahora, en este 4º domingo de Adviento, vamos a dar gracias a Dios.
No al “Dios” que nos hemos fabricado a nuestra imagen y semejanza. No al que bendice nuestras batallas y guerras, no al elevado sobre estandartes de conquista, no al que protege nuestras propias ideas contra las de los otros. No al Dios que establece la autoridad constituida, no al que exalta el dolor y nos pide soportarlo con cristiana resignación. No al Dios de las procesiones semi paganas y ceremonias huecas, de los milagros y de las apariciones que nos liberan de responsabilidad y nos adormecen el alma; ese Dios de las personas extraordinarios y de los santos extraños e inalcanzables...
Demos,
en cambio, gracias al Dios de Jesús: el Dios niño; el Dios inútil. El que fue anunciado
por los profetas, esperado y reconocido con asombro por Juan el Bautista. El
Dios que nos alcanza cada día y que pide humildemente nacer en cada persona, en
cada uno de nosotros.
No
falta nada para la Navidad, apenas un día. Una Navidad humilde, llena de
inquietudes y de apretarse el cinturón por la crisis que nos envuelve. Una
Navidad de ahorro de regalos inútiles, que estará muy atenta a la reducción de
comensales por la misma causa, con un trasfondo de ansiedad por la
inestabilidad política y las guerras que no cesan.
Dios
nace, aquí y ahora, en la concreta situación de nuestra vida.
David
¿Cómo?
¿Cuándo? ¿Dónde?
María
y David son los protagonistas de la Palabra de hoy y ellos nos dan una preciosa
indicación: el nacimiento de Dios en nosotros es, ante todo, iniciativa suya.
David,
ya envejecido y entristecido por los acontecimientos de la vida, ve su
formidable Reino recorrido por movidas secesionistas. El heredero del trono fue
matado por su hermano, quien, a su vez, fue asesinado durante una batalla del
ejército de David. El tercero hijo será a su vez matado por Betsabé, que quiere
poner en el trono a su hijo Salomón. Así será, y David teme que ya ningún
descendiente suyo gobernará sobre Israel. Decide construir un templo al Dios
que le ha hecho crecer tanto, y Natán, el profeta de la corte, lo detiene: no
será el rey quien construirá una casa para Dios, sino Dios el que le construirá
a David una descendencia. Y así será.
A
pesar de todo, después del destierro de Babilonia, la casa de David
desaparecerá, pero será un descendiente suyo, el hijo de José de Belén, el que
tomará su lugar. Jesús, el nazareno, subirá al trono de David. Pero de una
forma muy distinta de la que se esperaba el gran rey y con él todo el pueblo.
Hermanos,
siempre es Dios el que toma la iniciativa. Siempre es él quien viene al encuentro,
el que se hace presente, el que nace en nosotros. Pero nunca de la forma como
lo esperamos.
Bella María
Por
ejemplo, fijaros en María, la adolescente y tierna jovencita de Nazaret, un
pueblo desconocido que ni siquiera aparece en el Antiguo Testamento.
Si
Dios quiere nacer, ¿por qué lo hace en un agujero de un país sin importancia,
al margen de las grandes vías de comunicación, en un sitio árido en el que la
gente vivía en cuevas? ¿Por qué con una jovencita de trece años? ¿Por qué no en
Roma, en casa del emperador? ¿Por qué no hoy, con la fuerza mediática de los
satélites de comunicaciones, la internet global y la inteligencia artificial? Así
es Dios. Imprevisible.
María
nos enseña también las otras características para hacer nacer Dios en nuestra
vida. No importa lo que hagamos, o si somos personas extraordinarias.
Dios
nace en lo cotidiano. Aunque habitemos en un pueblecito de provincia poco cautivante
y menos famoso. Aunque no tengamos grandes cualidades y no logremos nunca salir
del anonimato. Aunque no formemos parte de los vip de este mundo.
Dios
no nace en las personas que se lo merecen, y tampoco en las personas
particularmente religiosas. Dios no nace porque estemos preparados
teológicamente para ello.
Dios
nace en los corazones que todavía saben asombrarse, como saben hacer los
adolescentes ante la vida que se les abre delante de ellos. Tal como hacen el
anciano David y la tierna María, precisamente.
La narración de Lucas
Lucas
retoma el esquema de las muchas “anunciaciones” presentes en el Biblia. Poco
importa cómo se hayan desarrollado los hechos, Lucas lo cuenta así y nos
asombra.
Dios
no elige a la mujer del emperador ni a un premio Nobel, ni a una mujer manager
dinámica emprendedora de nuestros días, Dios elige a la pequeña adolescente, la
bella María. A ella le pide que se convierta en la puerta de entrada de Dios en
el mundo.
Qué
diríais si por la mañana llegara una hija o una nieta adolescente diciéndote: Me
ha pedido Dios que le ayude a salvar el mundo. Probablemente quedarías sin
palabra.
En
cambio, María ahí está firme, con preguntas, pero cree, y nosotros no sabemos
si reír o mover la cabeza ante tan espléndida inconsciencia, todos quedamos atónitos
ante la desconcertante sencillez de este diálogo, ante el atrevimiento de una
hija de Sión que habla de tú a tú con Dios, que le pide y le da explicaciones.
Elegir
Nazaret para encarnarse, un país ocupado por el imperio romano, en los confines
de la historia, en los márgenes de la geografía del tiempo, en una época
desprovista de medios de comunicación, nos revela una vez más la lógica de
Dios, lógica basada en lo esencial, en el misterio, en la profecía, en su
verdad, en resultados imprevistos y desconcertantes.
Mañana
será Navidad y, para algunos, será un mar de banalidad o de sufrimiento. Vayamos
todos a Belén tal como somos. Como David en la primera lectura, que quiere
construir un bonito templo para Dios, también nosotros oiremos que se nos dice:
“déjate hacer, no te preocupes como has preparado tu Adviento, soy yo el que
viene a tu encuentro, aunque no tenga un alojamiento preparado”.
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