Aquí estamos
Nos
hemos preparado, hemos recorrido el camino del Adviento, hemos dejado que la
Palabra nos condujese, que iluminara nuestro tiempo frágil, nuestros momentos
de inquietud, que nos diese una esperanza entre tantas palabras fuertes como
crisis global, inestabilidad política, corrupción social, quiebra de valores,
sacrificios de la ciudadanía, guerras cercanas y lejanas, violencia y odio por
doquier...
¿Quién
nos puede salvar verdaderamente de todo ello?
Los
organismos nacionales e internacionales, ciertamente, tienen que encontrar el
modo de salir de las guerras que no cesan, de la dictadura de los mercados, de
la locura de una economía que condiciona nuestras opciones de cada día, salir
fuera de lo que parece un ineludible capitalismo sin frenos, sin reglas y sin
medida.
Pero
la salvación de estas esclavitudes no nos basta, no es suficiente; evidentemente
es necesaria para vivir decorosamente del fruto de nuestro ingenio y de nuestro
trabajo, pero la salvación que necesitamos es otra muy distinta.
César
Augusto, gracias a su hábil política, inauguró la edad de oro de la “pax romana” y su llegada fue saludada
como una señal de abundancia y bienestar para todo el imperio. El 23 de
septiembre, fecha de su nacimiento, se celebraba como el principio del año
solar y el emperador fue proclamado “salvador” de cada persona.
Pero
justo bajo su Imperio, en una oscura aldea de pastores, una joven pareja de
galileos da a luz a su primogénito: Jesús, el Salvador del mundo. El verdadero.
El único.
Desintoxicarse
Ojalá que la crisis de nuestra sociedad nos lleve al menos a un buen resultado: a reconducirnos a lo esencial, a hacernos volver al sentido profundo de lo que vivimos, a retomar la Navidad en su auténtico sentido, tan rebajado por nosotros, cristianos, a una simple feria de los buenos sentimientos.
La
atmósfera que circunda la Navidad nos emociona, y es inevitable que sea así. Pero
ha llegado el momento de dejar que, además de la emoción, sea la teología la
que nos hable al corazón.
Creemos
conocer todos los acontecimientos que celebramos. Pero quizás haga falta que
nos animemos a borrar nuestros recuerdos y nuestra fantasía, para volver a
aquella noche de la primera y genuina Navidad.
¿Qué ocurrió?
Una
joven pareja llega a Belén, la ciudad que ha visto nacer el rey David. Llegan
allí a causa de un censo, posiblemente un censo regional, un modo de control que,
desde siempre, tienen los poderosos para manifestar su autoridad.
La
mujer está esperando a su primogénito y es acogida en casa de algún pariente, porque
era inimaginable que fueran rechazados, teniendo en cuenta el sentido sagrado que
tiene la hospitalidad en el mundo oriental. Pero, para proteger su pudor, María
pare en la trasera de la casa, normalmente constituida por un único espacio, en
el que se custodiaban los animales de tamaño pequeño, las vituallas
alimenticias y la caja fuerte de cada vivienda.
La
escena se desplaza al exterior, a un grupo de pastores que pasan los días y las
noches, desde marzo a octubre, en los yermos pastos de Judea. No eran los “pastorcitos”
de nuestros belenes sino unas personas poco recomendables, endurecidas por el
trabajo, a los que los rabinos de aquel tiempo comparaban con los publicanos, y
eran considerados unos mentirosos e incumplidores que ni siquiera podían testimoniar
en un proceso. Esos son los pastores que reciben el anuncio del nacimiento, ellos
que son los derrotados, los perdedores, los condenados.
No
reciben el anuncio los sacerdotes de Jerusalén, todos preocupados por el
funcionamiento del templo recién reconstruido, esperando a un Mesías
inoportuno.
No
recibe el anuncio Herodes, que ha conseguido el trono con determinación y
ferocidad, y que ve en el Mesías un peligroso competidor.
Ni
siquiera recibe el anuncio la buena gente de Jerusalén, preocupada por el día a
día, sin importarle nada todo lo demás.
Accesibilidad
La
chica da a luz, lava al niño, lo envuelve en los pañales, lo coloca en el
pesebre. Ninguna lucecita misteriosa, ningún prodigio, ningún efecto especial. Dios
nace como nace cada niño, la salvación llega a nosotros del modo más vulgar y corriente.
Y
los pastores, lógicamente, buscarán un pesebre para reconocer al Mesías. Y los
astrónomos una estrella; claro. Porque Dios se hace encontrar allí donde estamos,
habla a nuestros corazones con el lenguaje que conocemos y con los conceptos
que manejamos.
Es
nuestra mirada la que cambia, es la luz de nuestro corazón la que sabe ver más
allá de la apariencia.
Éste
es nuestro Dios: un recién nacido con los puños cerrados y la piel enrojecida,
los ojos que soportan mal la luz y la pequeña boca que busca el fértil seno de
la madre.
Es
un niño impotente, frágil, que debe ser lavado y calentado, cambiado y besado, cogido
en brazos y en contacto con la piel áspera de José, que deja que la emoción le humedezca
los ojos para volver luego a lo concreto de una situación tan problemática como
la suya.
El
Niño Jesús ni da ni pide nada, no tiene delirios de omnipotencia, se ha
desvestido de los trajes de la majestad, y los ha puesto a los pies de nuestra
inquieta y convulsa humanidad. No son los ángeles los que se ocupan del Hijo de
Dios, sino una chica inexperta y generosa, María de Nazaret.
Nosotros,
en cambio, quisiéramos un Dios que nos solucionara los problemas, no un Dios
que nos los crea. Quisiéramos un Dios poderoso y fuerte, no un recién nacido
necesitado de todo. Quisiéramos un Dios más eficiente y no un perdedor; más alineado
con los fuertes y no un defensor de los débiles. Quisiéramos algún efecto
especial, fantástico, para convencernos.
Y
en cambio… es todo lo contrario.
Feliz Navidad
Qué
Dios nazca en nuestro corazón. Que nazca el Dios verdadero, no el de nuestros delirios
y de nuestras vanas aspiraciones. El Dios que comparte con los pobres, que
salva a quién cree estar perdido, a los humildes y no a los soberbios.
Un abrazo y una felicitación especial a cada uno de
vosotros en esta Navidad. Un abrazo compartiendo la esperanza, la gracia, la
alegría y la paz que Dios nos da por puro amor. “Dios ha puesto su tienda entre
nosotros…” ¡Feliz Navidad!
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