En el desierto de la Cuaresma es donde somos capaces
de acoger la novedad absoluta del evangelio, la novedad del rostro de Dios que
emerge de la revelación de Jesús.
Un Dios hermoso que nos espera en el Tabor, siempre
que logremos dejar la estepa de la cotidianidad y de la mediocridad. Un Dios
que no nos manda las catástrofes y calamidades, pero al que sólo tenemos por bueno
cuando nos machaca la desgracia y necesitamos ayuda. Un Dios que es un padre
cariñoso que nos quiere y nos respeta.
Lucas construye su evangelio alrededor de tres
parábolas de la misericordia, y en ellas concentra la síntesis de su anuncio. Una
de estas parábolas, quizás la más conocida del evangelio, es la llamada, erróneamente,
del “Hijo Pródigo.”
Máscaras
Los dos hijos protagonistas de la parábola tienen
una pésima idea de Dios. Ambos. El primer hijo, el disoluto, piensa que Dios es
un competidor, un adversario: si hay un Dios yo no puedo realizarme. Porque la
imagen que él tiene de Dios es un censor, un rector severo, alguien que no me
ayuda. Así que yo le pido lo mío, lo que me corresponde, lo que me debe, -
¿desde cuándo un padre “debe” a nadie la herencia? -. Pedir la herencia a
alguien significa desear su muerte.
El hijo se va a un país lejano, quiere poner una
gran distancia entre él y su padre, y se dedica a conocer mundo y darse la gran
vida. Tiene muchos amigos y despilfarra todo el patrimonio arrebatado al padre,
pero cuando se acaba el dinero los amigos desaparecen. Obviamente.
¿Es eso la vida? En pocos meses ya conoció todo y lo
ha quemado todo. Y tiene que ponerse a cuidar cerdos. Los cerdos, aquellos
animales que eran impuros por excelencia. Y siente hambre.
El hambre le da una cura de realismo que le hace
volver sobre sí mismo y razonar: “Soy un idiota. ¡En casa de mi padre hasta el
más humilde de los siervos tiene pan en abundancia! Ahora volveré y buscaré una
excusa.” Sí, una excusa, habéis oído bien. No se trata de la interpretación bondadosa
de una conversión desde el principio. El hijo pródigo no está para nada
arrepentido, simplemente tiene hambre y todavía piensa que el padre es un tonto
al que se puede manipular. Como nosotros, tantas veces, pensamos de Dios.
El otro hijo vuelve del trabajo cansado y se ofende por la fiesta que el padre ha hecho en honor del hijo menor. ¿Cómo decirle al padre que se está equivocando?