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sábado, 25 de marzo de 2023

DOMINGO 5º DE CUARESMA (Ciclo A)


 Primera Lectura: Ez 37, 12-14
Salmo Responsorial: Salmo 129
Segunda Lectura: Rom 8, 8-11


Es espléndido nuestro Dios, que nos sacia el alma y restaura la luz de nuestra ceguera, como vimos en los domingos anteriores.

La Cuaresma es el tiempo en el que volvemos a descubrir la esencia de la fe, entrando en el desierto de nuestros días abarrotados de cosas que hacer. Un tiempo para dejar que el alma nos alcance, salga a la superficie y se convierta al Señor.

Y hoy, al final de este trayecto cuaresmal, hay un Evangelio espeluznante: la historia de una amistad que es desbordada por la muerte y la desesperación.

Es allí, en Betania, un pequeño pueblo que se encuentra en el Monte de los Olivos, en la vertiente opuesta a la que domina Jerusalén, donde Jesús se refugiaba muy a gusto en la casa de sus tres amigos, Lázaro, Marta y María; donde encontraba un poco de ambiente hogareño; para escapar de la Jerusalén, que mataba a los profetas.

Betania muestra el rostro de un Dios que siente la necesidad de ser querido. Betania es el icono de la amistad entre Dios y el hombre, Betania es el signo de un acercamiento, diferente y nuevo, al rostro de Dios.

Y en este contexto tiene lugar el drama: Lázaro enferma y muere…, y Jesús no está allí. Como también nos pasa a veces, que, frente a la enfermedad y la muerte de un ser querido, descubrimos que Jesús está distante, y algo muere en la fe, la esperanza, la confianza.

En aquella circunstancia, alguien toma la iniciativa de avisar a Jesús, para decirle: “Tu amigo está enfermo.” Jesús se entera, pero no hace nada, y Lázaro muere.

¡Qué misterio el aparente silencio de Dios! ¡Qué ensordecedor es el silencio de Dios!

Jesús no cura a Lázaro, pero baja a ver lo que ha sucedido; y se hace presente en la desventura.

Marta y María

El alboroto es grande, hay mucha gente alrededor de Marta y María, que eran muy conocidas y estimadas. Sabiendo que por fin el Maestro estaba llegando, Marta primero y María después, salen de casa y van a su encuentro, buscando una palabra, un gesto, una mirada.

Las hermanas no desesperan del Jesús ausente porque aman. No entienden, pero no gritan, no despotrican, ni doblan la cabeza con una resignada desesperación. Esperan, confiadas. Lázaro ha muerto, su querido hermano ha muerto y, ahora, el amigo está aquí.

Marta y María lloran y la muchedumbre empuja a Jesús. Dios es empujado a ver cuánta desesperación suscita la muerte, cuanto sufrimiento suscita el dolor.

 

El Dios discípulo

Juan no teme señalar el profundo dolor de Jesús, que le sacude desde lo más hondo de sí. Jesús ve la desesperación de María y el dolor de los judíos presentes, y se siente conmovido por ello. Jesús pide ver Lázaro y la respuesta es: “Ven y lo verás”.

“Ven y lo verás”. Es la misma frase que él mismo había dirigido, tres años antes, a sus dos primeros discípulos, Juan y Andrés, que le preguntaron dónde vivía (Jn 1, 39). Los discípulos y nosotros, hemos sido invitados a ponernos en juego, a participar, porque la fe es un “ir a ver”, una experiencia ardiente.

Ahora, en Betania, es Jesús el que se hace discípulo. Ahora él es el llamado para ir a ver. Ven y verás cuánto sufrimiento suscita el dolor. Ven y verás en el rostro de tus amigos más queridos la desesperación que suscita en nosotros la muerte. Y el Señor llora.

Es como si Jesús, hasta a entonces, no hubiera visitado todavía la mansión del dolor, como si sólo en aquel momento Jesús tomara conciencia de la devastación de la muerte.

sábado, 18 de marzo de 2023

DOMINGO 4º DE CUARESMA (Ciclo A)


Salmo Responsorial: Salmo 22
Segunda Lectura: Ef 5,8-14
Evangelio Jn 9, 1-41


La infinita sed de infinito de la samaritana, en el domingo pasado, ahora está colmada, harta. Ella ya no se avergüenza de su fragilidad afectiva, ni de su vida desordenada, ni de los engaños provocados y recibidos con tal que tener una gota de agua viva.

Ahora ya encontró el manantial. Ahora ella misma se ha convertido en una fuente manante para las personas con las que, antes, no quería encontrarse. Ya no hay obstáculos, papeles, pecados que puedan mantenerla lejos del Señor que, cansado, la buscaba para amarla.

Su vida la había pasado escondiéndose por miedo a ser juzgada. Ella, que era una pecadora, termina siendo discípula y testigo.

Como la asombrosa historia del ciego de nacimiento, que hemos escuchado hoy.

Dios nos ve

Es Jesús el que, yendo de camino, ve al ciego de nacimiento. El pobrecillo no grita, no pregunta, quizás tampoco sepa quién es el Nazareno. La suya es una vida hecha de sombras, de fantasmas. No ha visto nunca la luz, ¿cómo va a desearla? ¿Para qué?

Y Dios lo ve, ve su dolor, su necesidad, su pena y su vergüenza.

Vergüenza, ciertamente, porque es un inocente que paga los pecados de sus padres, según la tradición judía. Más aún, quizás él ya hubiera cometido pecado en el regazo de su madre, como algunos rabinos opinaban. ¿Es Dios quien lo castigó? Y si es así, ¿para qué pedir nada a un Dios tan terrorífico? Por desgracia, mucha gente todavía hoy de este modo.

En cambio. Jesús hace un poco de barro, se lo pone en los ojos, y el hombre vuelve a ver. Después Jesús se va, porque no quiere aplausos, él sólo quiere demostrar que Dios no es ese bastardo que, en ocasiones, las personas religiosas dicen que es.

El camino de la iluminación

Tras la curación se inicia un feroz debate: ¿quién lo ha curado? ¿Por qué? ¿Y por qué lo ha hecho en sábado?

Muchos son los personajes implicados en este lío: la muchedumbre, los fariseos, sus padres, los discípulos. Pero el único protagonista aquí es el ciego que recobra primero la vista, después el honor, y luego la fe.

El ciego, cuando le preguntan, describe a Jesús primero como un hombre, después como un Profeta, y finalmente lo proclama Hijo de Dios. Y es que la fe es una iluminación progresiva, paso tras paso. Se necesitan años para lograr proclamar que Jesús es el Señor.

Al proclamar que Jesús es el Señor, la fuerza del ciego crece: su sentido de culpa se desvanece y adquiere nuevo ánimo. Cuando le preguntan, contesta; cuando es examinado por los devotos, sabe lo que tiene que decir. Y termina siendo irónico, refutando y argumentando. ¿Cómo puede un pecador curar a un ciego de nacimiento? Y hasta se atreve a decirles: ¿queréis también vosotros haceros discípulos suyos? No tiene temor alguno, ni siquiera de sus padres que, despavoridos y engullidos por la opinión de los otros, se niegan a tomar partido, atemorizados trágicamente por la lógica común.

El ciego ya es libre. Ha vuelto a ver. Y ve muy bien, tanto con los ojos como con el corazón.

sábado, 11 de marzo de 2023

DOMINGO 3º DE CUARESMA (Ciclo A)

Primera Lectura: Ex 17,3-7
Salmo Responsorial: Salmo 94
Segunda Lectura: Rom 5, 1-2. 5-8
Evangelio: Jn 4, 5-42


La sed es una necesidad básica para la supervivencia, ya que el cuerpo necesita agua para funcionar correctamente. Beber suficiente agua cada día es esencial para la salud general.

La sed es una sensación que lo invade todo. Lo sabe bien quien tiene agua sólo una vez a la semana en su propia casa, o quién tiene que subir cinco pisos de escaleras para llevar a casa algún litro de agua en botella. Lo sabe bien quien habita en los países cálidos o quién sube a la montaña y necesita mucho líquido para rehidratarse.

La sed lo es todo, no sólo la material, a la que se refiere la falta de agua, el oro del futuro que ciertamente será origen de nuevos conflictos entre los pueblos, sino también la sed del corazón, la que seca la vida, si no encontramos nada que pueda calmarnos la sed de felicidad que llevamos en el corazón.

Que se lo digan, si no, a la Samaritana. Que se lo digan al Señor Jesús.

Bochorno

Jesús tiene sed. Está cansado y se sienta en el brocal del pozo de Jacob, en Sicar, a la hora más caliente del día, en el desierto de Samaría. Tiene sed de agua, pero mucho más tiene sed de la fe de aquella mujer que viene a tomar agua en una hora inaudita, para no ser vista por sus paisanos.

Jesús, el Señor, está cansado. Cansado de buscar al ser humano que lo rehúye. Cansado de buscar a quien calma su sed con agua salada, a quien cree que lo sabe todo, pero que vaga buscando respuestas. A quien muere de sed a pocos metros del manantial claro y límpido.

Está cansado, el Señor. Pero no importa, él espera a aquella mujer, símbolo de Samaría, la tierra que está entre Judea y Galilea, lejana ya de la gloria del Reino del Norte de Israel, arrasada por los asirios en el 722 a. de C. y, desde entonces, convertida en tierra mestiza de muchas religiones. El Señor se aventura en la difícil tierra de los samaritanos, arriesgando la vida, con tal de conseguir la felicidad y la alegría de aquella mujer.

Reacia y con aristas

¿Desde cuándo un hombre judío dirige la palabra a una mujer samaritana? La dureza y la desconfianza de la samaritana se explican por razones históricas y personales: hay odio entre judíos y samaritanos, una larga historia hecha de despechos y de desconfianza; además, una mujer no está autorizada a hablar en público y, finalmente, ella no tiene ganas ya de recibir más atenciones de un hombre.

             La samaritana cree que aquel hombre la está cortejando y tiene toda la razón en pensarlo, porque junto a un pozo Isaac conoció a su Rebeca, y en un pozo Moisés se enamoró de Séfora. Jesús lo sabe e insiste, con delicadeza, proponiendo un diálogo que es una obra maestra de pedagogía.

             Jesús no se desanima... hombre, mujer, judío, samaritano... ¡qué más da! Todos estamos sedientos y sólo él, el vagabundo, asegura tener una fuente de agua viva.

             Jesús no es sólo un hombre judío, es alguien que puede calmarle la sed en profundidad. La mujer, desconfiada, pide luz y la recibe.

             Aquel extranjero se presenta como alguien que esconde un secreto. Queda en el aire una ambigüedad entre el agua del manantial y el agua interior: Jesús llega a decir que en vez del agua estancada él puede dar agua fresca de manantial, más aún, que la mujer puede llegar a ser ella misma un manantial. En fin, que todo parece una locura.

 ¿O será verdad?

sábado, 4 de marzo de 2023

DOMINGO 2º DE CUARESMA (Ciclo A)

Primera Lectura: Gen 12,1-4a
Salmo Responsorial: Salmo 32
Segunda Lectura: 2 Tim 1,8b-10
Evangelio: Mt 17, 1-9

Bienvenidos al monte Tabor.

Apenas hemos dejado el desierto y hemos tomado conciencia de la fuerza seductora de las tentaciones y, enseguida, la liturgia cuaresmal nos lleva a lo alto del monte, para recordarnos a todos donde está la meta, para que huyamos del riesgo, tan difuso entre nosotros que somos católicos viejos, de pensar que la preparación de la Pascua es una sucesión de mortificaciones y de rostros tristes.

Si estamos en el desierto, si nos preguntamos sobre lo que hemos llegado a ser, si dedicamos más tiempo a la oración, si ejercitamos alguna pequeña forma de ayuno, o si aflojamos el bolsillo en alguna limosna, es sólo para alcanzar la belleza de Dios, no para demostrarnos a nosotros mismos y al mismo Altísimo que, al fin y al cabo, somos buenas personas.

Y sólo Dios sabe de cuanta belleza está necesitado nuestro horrible mundo. Y nosotros también lo sabemos.

 Fealdad

Asusta ver por ahí tanta fealdad. Andando por las periferias anónimas y grises de nuestras ciudades y pueblos nos viene la pregunta de dónde habrán acabado los cromosomas de los grandes artistas; mirando los miserables espectáculos televisivos nos preguntamos dónde acabó la inventiva de los grandes directores de teatro; si miramos por dónde va nuestro gusto artístico creo que Cervantes o Velázquez o El Greco se avergonzarían de su descendencia. El feísmo abunda.

Sin embargo, belleza y bondad son dos hermanas siamesas, y lo que es bonito siempre es bueno y lo que es bueno siempre es algo espléndido que ver.

La tierra de santos como Teresa de Ávila, Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Domingo de Guzmán y mil otros, santos geniales en sus intuiciones, en su pasión por Dios y por la gente, que afrontaron los problemas de su tiempo con inteligencia, han dejado el sitio a personas con ideales mezquinos, a egoísmos institucionalizados, a corrupciones infinitas e incesantes, a mentalidades pequeñitas, con cortas perspectivas y horizontes raquíticos.