Pedro y Juan corren en el silencio de la ciudad
todavía inmersa en el sueño, pisando el adoquinado recién restaurado por el rey
Herodes. Los mercaderes están sacando las mercancías para la jornada después
del descanso sabático. El sol se está levantando, e inunda de luz la piedra que
reviste las casas de Jerusalén. Juan, más joven, se adelanta a Pedro corriendo
por las apretujadas callejuelas de la ciudad, desde el monte Sión hasta el
Gólgota, fuera ya de las murallas. Allí, unos troncos verticales, como árboles
resecos y desmochados, esperan nuevos condenados. La sangre condensada tiñe de
rojo la madera oscura de los leños.
Corren sin aliento. Pedro, menos joven, se detiene
y Juan llega primero al sepulcro, jadeante, con el corazón que late alborozado
en su pecho. Espera y recuerda el rostro trastornado de María de Magdala que,
diez minutos antes, lo sacó de la cama para avisarle: “¡Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto!”
Los soldados romanos de guardia han desaparecido,
la tumba está abierta, la pesada piedra que bloqueaba la entrada volcada por
tierra. Luego llega Pedro y los dos discípulos entran con cautela... y miran.
Pero no ven nada. Jesús ha desaparecido. Nada,
sólo la sábana que envolvía el cadáver de Jesús está en su sitio, como
desinflada, nadie la ha tocado, y la mentonera allí también en su sitio, como
si Jesús se hubiera disuelto. El sudario y las vendas usadas para cubrir el
rostro destrozado, en cambio, están puestas al lado en un hueco aparte. No hay
más.
Sin embargo, Juan ve y cree. Ve una tumba vacía… y
cree.
Ve una ausencia, ve un vacío, no ve nada más. Podría
pensar, como hizo Magdalena, como muchos dirán, que el cuerpo había sido robado.
Y en cambio no es así. Él cree.
Un padre de la Iglesia, San Juan Crisóstomo,
observa agudamente que viendo los discípulos la tumba tan en orden, entienden
que el cuerpo de Jesús no ha sido robado: ningún ladrón se detiene “a pasar la
aspiradora” en la casa que ha desvalijado.
Es nuestro modo de ver las cosas lo que interpreta
la realidad. Ante el vacío, Juan ve plenitud; en la ausencia, vislumbra una presencia
nueva.
Tumbas
Aquella tumba vacía, el último dramático regalo hecho a Jesús por parte del discípulo José de Arimatea, rico y poderoso, que no pudo salvar de la muerte a su Maestro, aquella tumba ha quedado allí en Jerusalén, vacía, como testigo mudo de la resurrección.