La Cuaresma
se acaba
Hemos seguido a Jesús Maestro durante los 40 días
de la Cuaresma tratando de convertir nuestro corazón, esforzándonos en cambiar
la imagen horrible de Dios que casi todos llevamos en el corazón. Quisiéramos un
Mesías musculoso y triunfante… y Jesús es un Mesías manso y corriente. Además,
tenemos la idea de que la fe es necesaria pero mortalmente aburrida... pero Jesús
nos habla y nos muestra la inmensa belleza de Dios. Nos dirigimos a Dios como cuando
contratamos un favor... y Jesús vuelca los tenderetes de nuestros mercados para
desvelarnos el rostro de un Padre que sabe lo que necesitan sus hijos. A veces
pensamos que Dios es misterioso e incomprensible, que nos manda pruebas en la
vida... y Jesús dice que el único deseo de Dios es nuestra salvación. Nos
acercamos a la cruz con toda superficialidad… y Jesús morirá en la cruz, desnudo
y entregado, para desvelar de manera inequívoca el verdadero rostro de Dios.
Una semana “santa” de otro modo
La semana que hoy iniciamos, tan grande y tan importante
que se le llama santa, es la joya del año litúrgico, una perla demasiado a
menudo olvidada por nosotros cristianos, en beneficio de otras fiestas quizás
más sentimentales, pero empapadas en relecturas consumistas, como es la Navidad.
Aquí no. Un muerto en una cruz no vende, no
suscita sentimientos de bondad. Más bien se habla poco y mal de este Dios que sube
a la cruz y muere. Sigue siendo difícil de entender el misterio de una tumba
vacía y el sentido profundo de la palabra “resurrección.” Efectivamente así es.
La Iglesia se detiene asombrada a meditar en este tiempo sobre la inmensa medida
del amor de Dios. Durante la Semana Santa nos paramos, día tras día, hora a hora;
ajustamos nuestros relojes en aquel momento crucial para la historia de la
humanidad; nos sentamos como espectadores a contemplar, una y otra vez, el
rostro del Dios que muere.
Jesús, el Señor, se prepara para morir. Celebra su
presencia en la última Pascua, la nueva y definitiva; es detenido, condenado y ejecutado,
enterrado y, finalmente, vivo.
En esta preciosa semana, en todo lo que hagamos en
ella, en el trabajo o en el descanso, podremos pararnos, entrecerrar los ojos y
pensar en Cristo, en sus sentimientos, en su angustia, en su ardiente pasión, en
sus deseos más profundos.
Hora a hora iremos asistiendo, con los ojos de la
fe, al espectáculo de un Dios que muere por amor.
Ramos de olivo
Y esta semana inicia hoy, domingo de Ramos, preñada
de recuerdos de niño, de ramos de olivo y palmas adornadas agitadas para
manifestar la alegría del encuentro con el Señor.
Ironía de la incoherencia humana: las mismas voces, los mismos brazos, ya no con las palmas abiertas hacia el cielo, sino con los puños apretados, transformarán su alegría por el hijo de David, en una invocación terrorífica, en un escalofriante grito de muerte: “¡Crucifícalo!”.
El ser humano es estúpido, como estúpidos y lentos
en creer somos nosotros. Todavía inconscientes del tesoro que tenemos entre las
manos, estamos también dispuestos a transformar nuestra oración de bendición en
una invocación de muerte.
Sin embargo, de aquella cruz cuelga la suerte del ser
humano, con aquella sangre es firmado el pacto de la amistad eterna de Dios con
nosotros, en aquel pan se conserva el corazón de Aquel que desea ardientemente
comer la Pascua con nosotros.
Aquí estamos
¿Alguno se siente reflejado en esta narración de
la Pasión? ¿Quiénes somos? ¿Dónde estamos? ¿Cómo nos situamos ante ella?
Quizás este año nos sentimos un poco como los
apóstoles asustadizos y pasmados, o como Pilatos, obsesionado por el poder, o nos
encontramos en la trama intrigante e incoherente de Judas, o en el sufrimiento
cruento del Cirineo que ayuda a llevar la Cruz, o en el deseo de salvación del
ladrón o - Dios no lo quiera - nos encontramos en la indiferencia de aquellos judíos
devotos que, al entrar en la ciudad, acelerando el paso por la inminente tormenta,
lanzaron una mirada de desprecio hacia los reiterados condenados a muerte, hez
de la sociedad, que eran castigados ejemplarmente, y murmuraron: ¡Ya era hora…
por fin un poco de justicia, que ya hacía falta…!
Entre esos condenados es donde Dios muere.
Sobre aquella cruz se consuma la locura del hombre
que clava a Dios en ella porque ve en Él un competidor y no un compañero; sobre
aquella cruz se manifiesta la fragilidad del ser humano que es capaz de rechazar
a un Dios absolutamente dócil y entregado.
Este es nuestro rey ¡Menudo rey, amigos, vaya Dios
que hemos elegido!
Un rey de farsa que entra en Jerusalén cabalgando en
un pollino y no en un blanco corcel imperial; un rey ultrajado al que unos aburridos
soldados romanos toman el pelo; un rey que suscita la compasión y el desprecio
del inquieto gobernador Pilatos. ¡Vaya rey!, sin ejércitos, sin poder, sin furor,
sin delirios de omnipotencia. Nuestro Dios ha elegido estar de parte de los
derrotados, de los olvidados. Jesús es rey, ciertamente, pero de los perdedores,
rey sin triunfos, rey sin un final de comedia americana. Un rey desnudo,
colgado de una cruz, trono cruel, ceñido por una corona de espinas, un rey tan deformado
que necesita un cartel que lo identifique, que lo haga reconocible al menos a
las personas que lo han querido.
Ésta es la “no fiesta” que celebramos, la “no fiesta” que abandona los triunfalismos para dejar espacio a la meditación y al asombro. Éste es nuestro rey, ¿queremos de verdad un Dios así? Un Dios que arriesga, un Dios que, por amor, acepta ser echado fuera por el odio y la violencia. ¿Queremos de verdad un Dios que lo arriesga todo, incluso ser olvidado para siempre, con tal de mostrar a todas las personas su auténtico rostro? ¿Un Dios que acepta quedar desnudo, es decir leíble, encontradizo, expuesto, patente, evidente, sin nada que ocultar, para que dejemos ya de construirnos devociones impracticables y oscuras visiones de Dios? En Jesucristo éste es nuestro Dios, hermanos, un Dios amante, un Dios herido, un Dios que hace del amor la única medida, la última razón y la única esperanza de la vida.
Deseos
El deseo ferviente que tengo es que nos
identifiquemos – al menos un poco – con aquel centurión extraordinario, del que
la historia ha callado su nombre, que, ante aquel modo de morir de Jesús, ante
la entrega de sí mismo hasta al final, queda asombrado, impactado, aturdido en
lo más profundo de sí, y que reconoce en el crucificado al Hijo de Dios.
Ésta es la fe, la gran fe, que puede desatascar el
corazón de cada uno de nosotros. Ante el hombre crucificado, ante la derrota
más absurda, ante la desilusión de un sueño destrozado, reconocer la potencia
del Dios inmortal.
Entonces podremos cantar, con la liturgia del
viernes santo: “¡Santo Dios, Santo y Fuerte, Santo e Inmortal ten piedad de
nosotros!”
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