¡Qué difícil es convertirse! ¡Qué difícil es creer
en el Dios de Jesús!
Qué difícil es saber elegir de qué parte estar en
la vida, siempre descoyuntados (como si de un potro de tortura se tratase) entre
las demasiadas cosas que hacer, inquietos y resignados, atropellados por mil
preocupaciones, sin tiempo para el sosiego.
Por eso nos es necesario el silencio, aunque sea minúsculo,
aunque sea conquistado con esfuerzo recortando algún minuto a nuestros días. Necesitamos
volver a lo esencial, ahora, cuando las dificultades crecen y la tentación de
la desconfianza amenaza también a nuestra Iglesia.
Teniendo fija la mirada en la belleza de Dios, que
intuimos, que saboreamos, o que buscamos, podremos volcar los tenderetes de
nuestras aproximadas y vanas imágenes de Dios para poder liberar de una visión mercantilista
de la fe, tanto el templo de nuestro corazón como el templo de la Iglesia.
Es un recorrido largo y pesado. De eso saben algo tanto
el libro de las Crónicas, como el judío Nicodemo.
Dios juez
Es connatural al ser humano tener una visión horrible
de Dios, en el que proyectamos todos nuestros malos hábitos. Una imagen que
llevamos en el corazón, en el inconsciente, en el vano intento de dar una
apariencia de justicia a la absurda dinámica de este mundo.
El camino del hombre bíblico estaba erizado de
dificultades, de continuas conversiones, de razonamientos que avanzaban entre brumas.
¿Si Dios es bueno, se pregunta la Biblia, de dónde deriva el dolor?
En particular, en el fragmento del libro de las
Crónicas, que hoy hemos leído, el autor busca una respuesta a la brutal destrucción
del templo y al sucesivo destierro en Babilonia. Y la dramática respuesta es
que el destierro ha sido un castigo por no haber respetado el ciclo sabático de
la naturaleza. Un año cada siete era sabático, para dejar descansar a la tierra;
pero se dejó de hacer a causa de una avariciosa explotación de ella. Dios, juez
justo, escuchó la queja de la naturaleza por él creada, y repuso el aliento de
la tierra explotada durante los setenta años de destierro forzado para pueblo.
Es una visión simplista, pero, sin embargo, muy eficaz:
Dios castiga el pecado del pueblo. En el Antiguo Testamento ya se había
profundizado en este tema del mal, entendiendo que no es Dios el que castiga,
sino el propio pecado el que nos condena. ¡El pecado es malo porque nos hace
mal, porque nos hace daño!; ¡el pecado es quien nos destruye, no Dios! Sin
embargo, qué connatural es esa visión de Dios, tan opresora, en nuestras
creencias y en nuestra sociedad.
¿Cómo es posible que nos empeñemos en mantener semejante idea de un Dios justiciero, tan poco liberador y, por eso, tan poco cristiano? Porque el Dios, Padre de Jesucristo, es completamente otro.
Nicodemo
Jesús habla con un animado Nicodemo que lo busca durante
la noche, para no dejarse ver. Él tiene una reputación que defender y, a la vez,
es muy curioso. Él es un judío creyente, miembro del Sanedrín, que conoce bien a
Dios y sus leyes. Pero no está convencido del todo y busca un rostro de Dios
diferente, el rostro del Dios verdadero.
Jesús le revela algo inesperado e inaudito, lo que
nunca nadie osó imaginar. Jesús le habla del pensamiento de Dios. De lo que Dios
quiere.
Dios no quiere una tropa disciplinada de buena
gente que obedece sonriendo. Dios quiere personas auténticas, que sepan ponerse
en juego, que acepten crecer como personas (lo que no siempre significa mejorar
de nivel), que, como adultos, sepan distinguir sus propias oscuridades.
Jesús se expresa con diáfana claridad: Dios no ha mandado al Hijo al mundo para
condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvado a través de él. Dios
quiere la salvación, hermanos, es decir la plenitud de vida para cada persona,
para cada uno de nosotros. Y, para hacerlo, para manifestar la seriedad de su amor,
Jesús habla de la entrega total de sí hasta la muerte, del misterio de la cruz.
La cruz que pone todo en tela de juicio, que pone a cada cosa y a cada uno en su sitio.
Cada persona tiene la posibilidad de elegir: o
bien llegar a ser una obra maestra de Dios, o bien una fotocopia desteñida. Y serán
nuestras propias opciones las que nos juzguen; podemos elegir vivir en un
prolongado invierno, gris y sin luz, obstinándonos en decir que no hace ningún buen
tiempo o, a lo sumo, tranquilizándonos con que sabemos vestirnos mejor que los
otros en ese invierno eterno.
Cuando todo es gris es difícil ver la sombra detrás
de uno. Por eso, vivir una vida gris no es una opción de vida que nadie, en su
sano juicio, pueda desear.
Dios quiere nuestra salvación, a cualquier precio.
Una vida sin ningún juez, sin ningún rector, sin ningún policía… Sólo con un
padre tierno, que es Él mismo.
Pero
Pero… el mal siempre aparece, y se nos presenta bajo
capa de bien, porque… nadie bebería de una botella que estuviese etiquetada
como veneno… ¿verdad?
El mal es persuasivo, convincente, y minimiza sus
efectos. El mal, hoy, ha asumido esas nuevas formas que tanto cuesta a los
creyentes considerarlas como pecado: la arrogancia en los despachos, la
presunción, la mentira continuada, la ambición desenfrenada, la excesiva exterioridad
y apariencia, un egoísmo pueril cultivado y mostrado con ingenuidad, una
dominante “pornocracia” que usa a las personas como cacharros, una doctrina de
mercado cínica y desvergonzada, la falta de respeto por las diversidades
culturales y por la naturaleza.
Todo ello es un pecado muy distinto, y hasta mucho
mayor, que olvidarse de las oraciones de la mañana o de la tarde…
Necesitamos urgentemente remachar lo qué es luz y lo
qué son tinieblas, en un mundo en el que se prefieren las luces de neón, láser
o led.
Además, el vacío rebosante de nuestro tiempo, y de
sus modelos de vida, lo contagia todo: desde la clase política a la intelectual,
desde el ama de casa en el supermercado al chavalito en la escuela. ¡Qué bonito sería tener un ataque sano de orgullo
para volver a buscar los valores compartidos desde siempre por las culturas, y
a los que el cristianismo ha sabido dar tanto!
Jesús, sin embargo, es optimista: el problema no está
en ceder a las tinieblas, cosa que nos pasa a todos, sino en que prefiramos las
tinieblas a la luz, para así evitar ponernos en tela de juicio.
Jesús, a un atónito Nicodemo, le da la señal de aquella
serpiente de bronce levantada como un estandarte por Moisés para curar a los
judíos que eran mordidos por las serpientes en el desierto. También Jesús será
levantado en la cruz y salvará a todo el que vuelva su mirada confiada hacia de
él.
Jesús ya barrunta en el horizonte la derrota de su
ministerio, pero no por ello deja de querer seguir hasta el final. Porque Dios
está dispuesto a morir para salvar a todos, para salvar a cada uno de nosotros
de todas nuestras oscuridades. Dios lleva también sobre sí el dolor del
inocente - del que sufre y muere sin razón -, Dios lo asume, lo redime y lo
salva.
Dirijamos la mirada a la cruz, en el desierto de
nuestra vida, dirijamos la mirada a lo que es la medida sin límite del amor de
Dios. Éste es, hermanos, el Dios en quien creemos. Lo demás son ídolos
carroñeros que nos destruyen.
Dios quiere que Nicodemo y nosotros renazcamos a la
luz para vivir en verdad, para reconocer que estamos necesitados de salvación.
El Señor desea nuestra plenitud, nuestra alegría, nuestro bien. Para que también
sea primavera en nuestros corazones. Que así sea.
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