Salmo Responsorial: Salmo 18
Segunda lectura: 1Cor 1, 22-25
Evangelio: Jn 2, 13-25
El tiempo cuaresmal se nos da para hacer un balance de situación. El riesgo real es ser arrollados por las cosas que tenemos por hacer, de no lograr dar un sentido unitario a las opciones que hemos hecho o padecido, de no tener un hilo conductor que dé un sentido al devenir de las cosas. Vamos como a empujones.
El Espíritu siempre, pero sobre todo en este
tiempo, nos empuja al desierto para que nos demos cuenta de que los ángeles
están cerca y nos sirven, y para amansar las fieras de la desconfianza y del
pesimismo.
Estamos también invitados a redescubrir la belleza
que habita el mundo, aquella belleza primigenia e insuperable que es Cristo, el
resplandor del Padre. La semana pasada estuvimos en el monte Tabor para ver la
belleza absoluta de Dios, y así volver a ser auténticos.
Hoy la Palabra de Dios nos ofrece otras tres
indicaciones preciosas y concretas, tres actitudes que alcanzan al corazón de
nuestra fe, para prepararnos a celebrar al Resucitado y para ayudarnos a resucitar
con él: escuchar, meditar, liberar.
Shemá
“Escucha
Israel”:
yo soy el Dios que te ha liberado. No el que te quiere afligir, o el que te
manda las enfermedades, o el que se desinteresa de ti. Yo soy el Dios que te ha
demostrado mil veces mi atención, mi cuidado y mi cariño.
Las diez palabras dadas por Dios al libertador a
Israel son el meollo de la reflexión de hoy. No son diez “mandamientos”, como
si fuera el reglamento de la escuela, o el Código de circulación. Más que mandamientos,
son “indicaciones”, propuestas, recorridos a realizar, itinerarios de vida.
Son indicaciones para alcanzar Dios, y así poder llegar
a ser más humanos. El Dios que nos ha creado nos ofrece también un manual de
instrucciones, una serie de indicaciones simples para alejar y contener las
sombras que descubrimos dentro de nosotros. Son diez palabras para vivir.
Palabras llenas de un absoluto sentido común, dadas
por un Dios que quiere desvelar al hombre el secreto de la vida, y que le
propone una vida en plenitud. Él, que nos ha creado, que sabe cómo funcionamos,
y que elige un pueblo para que recorra con Él un camino hacia la felicidad.
Estas diez palabras son breves y concisas para que
queden en la memoria de cada israelita, son indicaciones preciosas para
descubrir el secreto de la felicidad. Señalando la parte oscura de la vida, las
diez palabras nos invitan a ser prudentes, a evitar los peligros y los engaños
de la realidad; nos desvelan, en definitiva, que el pecado es un mal porque nos
hace daño, porque perjudica nuestro ser humano.
Sin embargo, nosotros, a menudo, acogemos los
mandamientos como una antipática injerencia del Altísimo, al que nos imaginamos
como un ser envidioso de nuestra libertad, y que nos corta las alas con una
minuciosa serie de obligaciones sin sentido. Una visión tan distorsionada de la
relación con Dios, es una amenaza que disfraza y hace grotesco el verdadero rostro
del Dios de Jesús.
Purifiquemos nuestro corazón de esta horrorosa visión de la Ley, porque, en la Sagrada Escritura, la Ley de Dios es una ley de libertad, ley del amor, ley de la verdad y del crecimiento humano.
Sólo Cristo crucificado
A la luz de la segunda lectura hemos de meditar
también en el sentido de la cruz, que ha llegado a ser la medida de todo
cristiano. A pesar de las indicaciones, a pesar del esfuerzo tranquilo que hacemos
para seguir el camino, a veces vivimos intensos períodos de sufrimiento y de cansancio,
de duda y de fragilidad.
Pablo, escribiendo a los Corintios, medita en voz
alta que él ha experimentado la cruz como medida del absoluto amor de Dios, y
ha descubierto que, a veces, el amor para ser auténtico debe ser crucificado,
es decir dado sin medida, como ha hecho Jesús.
En la comunidad de Corinto, había personas que vivían
de modo exaltado la nueva fe, llena de carismas y de manifestaciones del
Espíritu, y que casi olvidaban la cruz del Señor. Un tema embarazoso.
La cruz es el nuevo punto de referencia de la fe
del discípulo, y Pablo reprocha severamente a la comunidad que está a punto de
olvidarlo. Y también a nosotros que quizá nos incomoda tener un Dios colgado de
una cruz. Preguntémonos si queremos de verdad a un Dios perdedor, derrotado y muerto.
Purificar el templo
Finalmente, hemos de liberar, purificar
nuestro modo de dirigirnos a Dios. Para Juan la purificación del Templo está
antes de cualquier otro gesto religioso, es previo a toda conversión. Hay que
echar a los vendedores del templo; echar a los vendedores de humo del mundo de
la fe – que los hay - para poder desvelar
las intenciones profundas que empujan a una persona a buscar Dios. Señala Juan
que Jesús conoce a cada uno de nosotros por dentro: no tiene necesidad de
mediaciones o consejos, sabe lo que se aloja en cada corazón.
Y Jesús sabe bien que, entonces como hoy, existe
un modo de acercarse a Dios que tiene que ver más con el mercadeo que con la
fe. ¿Por qué Jesús la toma de ese modo con los mercaderes del Templo?
Lo que Jesús rechaza radicalmente es la visión
subyacente al mercadeo: el querer comprar los favores de Dios.
Ofrecer holocaustos y sacrificios, gestos que en su
origen significaba reconocer el predominio de Dios sobre cada vida, llegó a convertirse
en una especie de contrato, como si fuera el soborno a un funcionario público: trato
de convencer Dios para que me escuche, le ofrezco algo que pueda doblegarlo a mi
voluntad. Cumplo ritos y prescripciones para “estar a bien” con Él, sin que
ello comprometa para nada mi vida…
También hoy sucede así: participamos en misas,
hacemos alguna limosna, hacemos fatigosamente algún sacrificio con la oculta
esperanza de que, gracias a ello, Dios pueda escucharnos. ¿Estará Dios siempre
tan distraído que se ha olvidado de cada uno de nosotros y tenemos por eso que
llamar su atención?
No se trata de un déspota al que tengamos que corromper,
ni un poderoso lunático al que nos dirigimos en la oración, sino del Dios de
Jesús, ¡que conoce las necesidades de sus hijos!
La primera purificación que hemos de hacer es
convertir nuestro corazón al Dios de Jesús.
El espléndido Templo de Jerusalén, construido durante
más de medio siglo (aún no estaba acabado cuando murió Jesús), sería destruido
en una sola noche por los soldados romanos, en la primera guerra judía iniciada
en el año 70 después de Cristo.
Eso mismo nos puede ocurrir en la vida: haber
construido un templo lleno de fe, de belleza, de certezas, de discípulos, de
estructuras… y ver que todo se derrumba en un instante.
Es la noche de la fe, es la prueba que purifica
nuestra fe, la prueba que también Jesús padecerá para luego resurgir triunfante
y glorioso.
Como decía el salmo del domingo pasado: “Tenía fe aun cuando dije: ¡qué desgraciado soy!”;
la fe se purifica y se prueba – se libera - justo en los momentos de agobio y
desaliento, si nos mantenemos fieles a la promesa. A los hermanos y hermanas
que atraviesan la noche de la fe, hoy el Señor les da un signo: la señal de sí
mismo y su tenacidad.
Tres indicaciones simples para volver a lo
esencial: escuchar, meditar, liberar. Buen recorrido cuaresmal.
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