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jueves, 2 de junio de 2022

DOMINGO DE PENTECOSTÉS (Ciclo C)


Primera Lectura: Hch 2, 1-11
Salmo Responsorial: Salmo 103
Segunda Lectura: 1 Cor 12, 3-7.12-13
Secuencia: “Ven Espíritu divino
Evangelio: Jn 20, 19-23


No somos capaces. Nadie que tenga un poco de sano realismo puede realmente hacerlo. No somos capaces de anunciar el Reino de Dios con suficiente transparencia, con una mínima coherencia, ni con la pasión necesaria.
En un mundo en el que todos se echan la culpa unos a otros, incluso en la Iglesia, Pedro nos recuerda que el enemigo está dentro y no fuera. El pecado es el enemigo a combatir.
Esta historia de confiar a la Iglesia las riendas del Reino de Dios, a esta Iglesia concreta con todas sus miserias, parece una broma, o un engaño, o una locura. Y no es cosa para bromear.
El Señor parece ausente. Lo sabemos, lo vemos y lo experimentamos mil veces. Pero tiene que haber una solución.

Reunidos
Es lo que se decían una y otra vez los Doce reunidos en el cenáculo. Jesús se ha ido de verdad y ellos quieren saber lo que tienen que hacer.
Anunciar el Reino, muy bien, de acuerdo. Pero ¿dónde, cómo, a partir de cuándo, diciendo qué? Afuera todavía sopla un aire malo para los discípulos del Nazareno, ¿por qué masoquista razón deberían ellos salir y ser detenidos de nuevo?
Pedro y los otros lo saben muy bien, ya lo han vivido en su propia carne: no estuvieron a la altura en los sucesos de Jerusalén. ¡Si sólo un mes antes habían huido todos precipitadamente! ¿Cómo pueden esperar, ahora, una reacción diferente, un comportamiento a la altura de las circunstancias?
Los Doce piensan y discuten. Por momentos se hacen a la idea, pero se sienten incapaces y no pueden levantar la vista. No son capaces de ello, ni solos ni ahora.
En esa situación se empieza a levantar el viento. Es extraño, porque eso casi nunca sucede en primavera, en Jerusalén.

Huracán
No es un viento cualquiera; es un huracán. Un huracán que los arranca de sus certezas, que los devasta, que los descoloca y desmelena, y que, por fin, los convierte. El fuego baja a su corazón y los consume.

Es cierto que no son capaces. De acuerdo. Por eso será el Espíritu el que actúe.
Les ha llegado el regalo anunciado por el Resucitado. Aquello era lo más loco y más anárquico de cuanto podían imaginarse. Su corazón ahora está henchido, salen a la calle, y paran a los peregrinos de paso por Jerusalén en Pentecostés. Hablan del Maestro de Nazaret, y lo proclaman como el Mesías y el Señor que está presente.
Ha llegado el Espíritu.

Por fin
El Consolador, para erradicar toda soledad, y hacer de la Iglesia la compañía de Dios a los hombres.
El Vivificador, para quitar todas las capas y costras que tercamente cubren el rostro de Dios y de su Palabra.
El Valedor, el Paráclito, para defendernos del miedo, y de la parte oscura que está dentro de nosotros y que nos ofusca impidiéndonos ser verdaderos discípulos.
Él reconstruye los lenguajes, nos da la gracia de comprendernos, de entendernos, de comunicarnos. Supera la arrogancia humana que construye torres para manifestar su fuerza y usa el lenguaje del poder que no se da a entender, sino que confunde y aleja. Pentecostés es el Anti Babel, es ese otro modo de comprendernos, que nos unifica desde una misma búsqueda interior.
Éste es el fuego, que calienta e ilumina, que señala una ruta en la noche.
Ésta es la nube, que mantenía lejanos a los egipcios e iluminaba e ilumina el camino del pueblo que huye hacia la libertad del corazón, que disipa la niebla que oculta todo punto de referencia, para encomendarse solamente a Dios.
Ésta es la paloma, portadora de buenas noticias, cuando vuelve a las manos seguras de Noé, que la ha soltado para saber si el diluvio ya se ha acabado.

Prudencia
Pero hay gente que prefiere tener al Espíritu encerrado en un cajón. Porque el Espíritu es peligroso, devastador  e inquietante. El Papa Francisco dijo alguna vez en una de las misas de Santa Marta: “Nosotros, en nuestra vida, tenemos en el corazón al Espíritu Santo, como a un ‘prisionero de lujo': no dejamos que nos impulse, no dejamos que nos mueva. [Él] hace todo, sabe todo, sabe recordarnos qué ha dicho Jesús, sabe explicarnos las cosas de Jesús. [Pero] El Espíritu Santo no sabe hacer sólo una cosa: cristianos de salón. ¡Eso no lo sabe hacer! No sabe hacer ‘cristianos virtuales', sino virtuosos. Él hace cristianos reales, Él toma la vida real como es, con la profecía del leer los signos de los tiempos, nos lleva adelante así. Es el gran prisionero de nuestro corazón. Decimos: ‘es la tercera Persona de la Trinidad' y nos quedamos en eso...» tan tranquilos.
Cuando la Iglesia se sienta y se acomoda, o se enroca y se atrinchera, el Espíritu hace nacer a los santos que la ponen patas arriba.
Cuando pensamos que nuestra vida está acabada y destruida, el Espíritu nos abre de par en par la mirada del corazón.
Cuando nuestras parroquias y comunidades languidecen o, lo que es peor, se clericalizan, cuando se vacían, cuando se habitúan a lo de siempre, o se cansan o se llenan de falsas ilusiones, el Espíritu remueve los cimientos, derrumba los edificios de la retórica hueca y nos empuja a salir a las calles de nuestro entorno para proclamar al Señor.
Los Hechos de los Apóstoles son una divertida comedia en la que el Espíritu monta unos líos tremendos a los apóstoles, y estos corren en vano, buscando lo que tienen que hacer.
En vano, porque es el Espíritu el que conduce a la Iglesia, aunque busquemos continuamente el modo de enmendarle la plana. Es él, si queremos y le dejamos, el que puede orientar nuestra vida por los caminos de la santidad.


Él, que es Señor y dador de Vida, es quien, a pesar de todo, sopla donde quiere y cuando quiere. ¡Ven Espíritu Santo, y enciende en nosotros el fuego del Amor! 

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