No somos capaces... pero Él sí
No somos capaces. Ningún cristiano con los pies en la tierra puede
pensar que, por sus propias fuerzas, es capaz de anunciar el Reino de Dios con
claridad, coherencia y pasión. Nos falta transparencia. Nos falta valentía. Nos
falta verdad.
Y lo vemos cada día, incluso dentro de la Iglesia, donde tantas veces lo
más fácil es buscar culpables fuera. Pero Pedro lo tiene claro: el enemigo está
dentro. El pecado que habita en nosotros es el verdadero adversario que
combatir.
¿Cómo pudo confiar Dios el Reino a esta Iglesia concreta —con sus miserias,
sus límites, sus contradicciones— sin que pareciera una broma o una locura?
El Señor, tantas veces, parece ausente. Lo experimentamos mil veces.
Y sin embargo, sabemos que tiene que haber una salida.
Reunidos
Así estaban los Doce, encerrados en el cenáculo. Jesús se había ido. De
verdad. Y ellos no sabían qué hacer.
Anunciar el Reino, sí. ¿Pero cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Qué decir?
Afuera todavía reinaba un aire malo para los discípulos del Nazareno. ¿Qué
sentido tenía salir, arriesgarse otra vez a la detención y al rechazo?
Pedro y los demás no se hacían ilusiones. Ya sabían de lo que eran
capaces... o mejor dicho, de lo que no eran. Un mes atrás, todos habían huido.
Ninguno dio la talla en Jerusalén. ¿Cómo esperar ahora algo distinto?
Discutían. Dudaban. Se ilusionaban por momentos, pero pronto la impotencia
los vencía. No eran capaces. Ni solos. Ni entonces ni ahora.
Y de pronto, se empieza a levantar el viento. Es extraño, porque eso casi nunca sucede en primavera, en Jerusalén.
Huracán
No era una brisa. No era símbolo ni metáfora. Era un huracán.
Un viento que los arrancó de sus miedos, que los sacudió, que los
descolocó. Un fuego que descendió y les quemó el corazón.
Sí, es cierto: ellos no eran capaces. Pero el Espíritu sí.
Lo que Jesús había prometido, lo que parecía un delirio o una locura, se
hizo presente. Y todo cambió.
Salieron a la calle. Detuvieron peregrinos de paso en Jerusalén por
Pentecostés. Anunciaron con fuerza que el Crucificado vive, que Jesús de
Nazaret es el Mesías y el Señor resucitado. El Espíritu había llegado.
Por fin
Llegó el Consolador, para romper la soledad y hacer de la Iglesia la
compañía de Dios para cada persona en medio del mundo.
Llegó el Vivificador, para remover las costras que tercamente ocultan
el rostro de Dios y su Palabra.
Llegó el Defensor, el Paráclito, para liberarnos del miedo y de esa parte
oscura que nos habita y nos impide ser discípulos verdaderos.
Él reconstruye
los lenguajes rotos. Nos da la gracia de comprendernos, de comunicarnos desde
lo profundo. Supera la arrogancia que construye torres y usa el lenguaje del
poder. Pentecostés es el anti-Babel: ese otro modo de
comprendernos, que nos unifica desde una misma búsqueda interior.
Es fuego que calienta, que ilumina, que orienta en la noche.
Es nube
que
mantenía lejos a los egipcios e iluminaba el camino del pueblo que huía hacia
la libertad y ahora ilumina nuestro corazón, que disipa la niebla del alma,
para encomendarnos sólo a Dios.
Es paloma que anuncia el fin del diluvio, la paz que nos vuelve a
las manos seguras de Dios.
Prudencia o encierro
Pero hay quienes prefieren al Espíritu encerrado. Guardado en un cajón.
Silenciado. Porque el Espíritu es incómodo. Desestabiliza. Sacude todo lo que
parecía seguro.
El Papa
Francisco dijo alguna vez en una de las misas de Santa Marta: “Nosotros, en nuestra
vida, tenemos en el corazón al Espíritu Santo, como a un ‘prisionero de lujo':
no dejamos que nos impulse, no dejamos que nos mueva. [Él] hace todo, sabe
todo, sabe recordarnos qué ha dicho Jesús, sabe explicarnos las cosas de
Jesús. [Pero] El Espíritu Santo no
sabe hacer una cosa: cristianos de salón. ¡Eso no lo sabe hacer! No
sabe hacer ‘cristianos virtuales', sino virtuosos. Él hace cristianos reales,
Él toma la vida real como es, con la profecía del leer los signos de los
tiempos, nos lleva adelante así. Es el gran prisionero de nuestro corazón.
Decimos: ‘es la tercera Persona de la Trinidad' y nos quedamos en eso...» tan tranquilos.
Cuando la Iglesia se instala y se acomoda, el Espíritu suscita santos que
la sacuden poniéndola patas arriba. Cuando creemos que todo está perdido, Él
abre ventanas donde sólo veíamos muros.
Cuando nuestras parroquias y comunidades se apagan o se vuelven rutinarias,
el Espíritu destruye las fachadas de los templos y la retórica hueca para
empujarnos hacia los caminos del mundo.
Los Hechos de los Apóstoles son una divertida comedia en la que
el Espíritu monta unos líos tremendos a los apóstoles. Y ellos corren
tras Él, intentando entender por dónde va.
Porque es Él quien guía a la Iglesia. Si lo dejamos. Si no lo aprisionamos.
Si nos abrimos a su fuego.
Él es Señor y dador de Vida. Sopla donde quiere. Cuando quiere.
Y como quiere. Nosotros sólo podemos decir, con fe ardiente y corazón
disponible:
¡Ven, Espíritu Santo, y enciende en nosotros el fuego del Amor!
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