Primera
Lectura: Hch 2, 1-11
Salmo
Responsorial: Salmo 103
Segunda
Lectura: 1 Cor 12, 3-7.12-13
Secuencia:
“Ven Espíritu divino”
Evangelio:
Jn 20, 19-23
No somos capaces. Nadie que tenga un poco de sano
realismo puede realmente hacerlo. No somos capaces de anunciar el Reino de Dios
con suficiente transparencia, con una mínima coherencia, ni con la pasión
necesaria.
En un mundo en el que todos se echan la culpa unos
a otros, incluso en la Iglesia, Pedro nos recuerda que el enemigo está dentro y
no fuera. El pecado es el enemigo a combatir.
Esta historia de confiar a la Iglesia las riendas
del Reino de Dios, a esta Iglesia concreta con todas sus miserias, parece una
broma, o un engaño, o una locura. Y no es cosa para bromear.
El Señor parece ausente. Lo sabemos, lo vemos y lo
experimentamos mil veces. Pero tiene que haber una solución.
Reunidos
Es lo que se decían una y otra vez los Doce
reunidos en el cenáculo. Jesús se ha ido de verdad y ellos quieren saber lo que
tienen que hacer.
Anunciar el Reino, muy bien, de acuerdo. Pero ¿dónde,
cómo, a partir de cuándo, diciendo qué? Afuera todavía sopla un aire malo para
los discípulos del Nazareno, ¿por qué masoquista razón deberían ellos salir y ser
detenidos de nuevo?
Pedro y los otros lo saben muy bien, ya lo han
vivido en su propia carne: no estuvieron a la altura en los sucesos de
Jerusalén. ¡Si sólo un mes antes habían huido todos precipitadamente! ¿Cómo pueden
esperar, ahora, una reacción diferente, un comportamiento a la altura de las circunstancias?
Los Doce piensan y discuten. Por momentos se hacen
a la idea, pero se sienten incapaces y no pueden levantar la vista. No son
capaces de ello, ni solos ni ahora.
En esa situación se empieza a levantar el viento.
Es extraño, porque eso casi nunca sucede en primavera, en Jerusalén.
Huracán
No es un viento cualquiera; es un huracán. Un
huracán que los arranca de sus certezas, que los devasta, que los descoloca y
desmelena, y que, por fin, los convierte. El fuego baja a su corazón y los
consume.
Es cierto que no son capaces. De acuerdo. Por eso
será el Espíritu el que actúe.
Les ha llegado el regalo anunciado por el Resucitado.
Aquello era lo más loco y más anárquico de cuanto podían imaginarse. Su corazón
ahora está henchido, salen a la calle, y paran a los peregrinos de paso por Jerusalén
en Pentecostés. Hablan del Maestro de Nazaret, y lo proclaman como el Mesías y el
Señor que está presente.
Ha llegado el Espíritu.
Por fin
El Consolador, para erradicar toda soledad, y hacer
de la Iglesia la compañía de Dios a los hombres.
El Vivificador, para quitar todas las capas y costras
que tercamente cubren el rostro de Dios y de su Palabra.
El Valedor, el Paráclito, para defendernos del
miedo, y de la parte oscura que está dentro de nosotros y que nos ofusca impidiéndonos
ser verdaderos discípulos.
Él reconstruye los lenguajes, nos da la gracia de comprendernos,
de entendernos, de comunicarnos. Supera la arrogancia humana que construye
torres para manifestar su fuerza y usa el lenguaje del poder que no se da a
entender, sino que confunde y aleja. Pentecostés es el Anti Babel, es ese otro
modo de comprendernos, que nos unifica desde una misma búsqueda interior.
Éste es el fuego, que calienta e ilumina, que señala
una ruta en la noche.
Ésta es la nube, que mantenía lejanos a los
egipcios e iluminaba e ilumina el camino del pueblo que huye hacia la libertad
del corazón, que disipa la niebla que oculta todo punto de referencia, para
encomendarse solamente a Dios.
Ésta es la paloma, portadora de buenas noticias,
cuando vuelve a las manos seguras de Noé, que la ha soltado para saber si el
diluvio ya se ha acabado.
Prudencia
Pero hay gente que prefiere tener al Espíritu
encerrado en un cajón. Porque el Espíritu es peligroso, devastador e inquietante. El Papa Francisco dijo alguna
vez en una de las misas de Santa Marta: “Nosotros,
en nuestra vida, tenemos en el corazón al Espíritu Santo, como a un ‘prisionero
de lujo': no dejamos que nos impulse, no dejamos que nos mueva. [Él] hace todo,
sabe todo, sabe recordarnos qué ha dicho Jesús, sabe explicarnos las cosas de
Jesús. [Pero] El Espíritu Santo no
sabe hacer sólo una cosa: cristianos de salón. ¡Eso no lo sabe
hacer! No sabe hacer ‘cristianos virtuales', sino virtuosos. Él hace cristianos
reales, Él toma la vida real como es, con la profecía del leer los signos de
los tiempos, nos lleva adelante así. Es el gran prisionero de nuestro corazón.
Decimos: ‘es la tercera Persona de la Trinidad' y nos quedamos en eso...» tan tranquilos.
Cuando la Iglesia se sienta y se acomoda, o se enroca
y se atrinchera, el Espíritu hace nacer a los santos que la ponen patas arriba.
Cuando pensamos que nuestra vida está acabada y destruida,
el Espíritu nos abre de par en par la mirada del corazón.
Cuando nuestras parroquias y comunidades languidecen
o, lo que es peor, se clericalizan, cuando se vacían, cuando se habitúan a lo
de siempre, o se cansan o se llenan de falsas ilusiones, el Espíritu remueve los
cimientos, derrumba los edificios de la retórica hueca y nos empuja a salir a las
calles de nuestro entorno para proclamar al Señor.
Los Hechos de los Apóstoles son una divertida comedia
en la que el Espíritu monta unos líos tremendos a los apóstoles, y estos corren
en vano, buscando lo que tienen que hacer.
En vano, porque es el Espíritu el que conduce a la
Iglesia, aunque busquemos continuamente el modo de enmendarle la plana. Es él,
si queremos y le dejamos, el que puede orientar nuestra vida por los caminos de
la santidad.
Él, que es Señor y dador de Vida, es quien, a pesar de todo, sopla donde quiere y
cuando quiere. ¡Ven Espíritu Santo, y enciende en nosotros el fuego del Amor!
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