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sábado, 7 de junio de 2025

DOMINGO DE PENTECOSTÉS (Ciclo C)


Primera Lectura: Hch 2, 1-11
Salmo Responsorial: Salmo 103
Segunda Lectura: 1 Cor 12, 3-7.12-13
Secuencia: “Ven Espíritu divino
Evangelio: Jn 20, 19-23


No somos capaces... pero Él sí

No somos capaces. Ningún cristiano con los pies en la tierra puede pensar que, por sus propias fuerzas, es capaz de anunciar el Reino de Dios con claridad, coherencia y pasión. Nos falta transparencia. Nos falta valentía. Nos falta verdad.

Y lo vemos cada día, incluso dentro de la Iglesia, donde tantas veces lo más fácil es buscar culpables fuera. Pero Pedro lo tiene claro: el enemigo está dentro. El pecado que habita en nosotros es el verdadero adversario que combatir.

¿Cómo pudo confiar Dios el Reino a esta Iglesia concreta —con sus miserias, sus límites, sus contradicciones— sin que pareciera una broma o una locura?

El Señor, tantas veces, parece ausente. Lo experimentamos mil veces.
Y sin embargo, sabemos que tiene que haber una salida.

Reunidos

Así estaban los Doce, encerrados en el cenáculo. Jesús se había ido. De verdad. Y ellos no sabían qué hacer.

Anunciar el Reino, sí. ¿Pero cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Qué decir?
Afuera todavía reinaba un aire malo para los discípulos del Nazareno. ¿Qué sentido tenía salir, arriesgarse otra vez a la detención y al rechazo?

Pedro y los demás no se hacían ilusiones. Ya sabían de lo que eran capaces... o mejor dicho, de lo que no eran. Un mes atrás, todos habían huido. Ninguno dio la talla en Jerusalén. ¿Cómo esperar ahora algo distinto?

Discutían. Dudaban. Se ilusionaban por momentos, pero pronto la impotencia los vencía. No eran capaces. Ni solos. Ni entonces ni ahora.

Y de pronto, se empieza a levantar el viento. Es extraño, porque eso casi nunca sucede en primavera, en Jerusalén.

 Huracán

No era una brisa. No era símbolo ni metáfora. Era un huracán.

Un viento que los arrancó de sus miedos, que los sacudió, que los descolocó. Un fuego que descendió y les quemó el corazón.

Sí, es cierto: ellos no eran capaces. Pero el Espíritu sí.

Lo que Jesús había prometido, lo que parecía un delirio o una locura, se hizo presente. Y todo cambió.

Salieron a la calle. Detuvieron peregrinos de paso en Jerusalén por Pentecostés. Anunciaron con fuerza que el Crucificado vive, que Jesús de Nazaret es el Mesías y el Señor resucitado. El Espíritu había llegado.

Por fin

Llegó el Consolador, para romper la soledad y hacer de la Iglesia la compañía de Dios para cada persona en medio del mundo.

Llegó el Vivificador, para remover las costras que tercamente ocultan el rostro de Dios y su Palabra.

Llegó el Defensor, el Paráclito, para liberarnos del miedo y de esa parte oscura que nos habita y nos impide ser discípulos verdaderos.

Él reconstruye los lenguajes rotos. Nos da la gracia de comprendernos, de comunicarnos desde lo profundo. Supera la arrogancia que construye torres y usa el lenguaje del poder. Pentecostés es el anti-Babel: ese otro modo de comprendernos, que nos unifica desde una misma búsqueda interior.

Es fuego que calienta, que ilumina, que orienta en la noche.

Es nube que mantenía lejos a los egipcios e iluminaba el camino del pueblo que huía hacia la libertad y ahora ilumina nuestro corazón, que disipa la niebla del alma, para encomendarnos sólo a Dios.

Es paloma que anuncia el fin del diluvio, la paz que nos vuelve a las manos seguras de Dios.

Prudencia o encierro

Pero hay quienes prefieren al Espíritu encerrado. Guardado en un cajón.
Silenciado. Porque el Espíritu es incómodo. Desestabiliza. Sacude todo lo que parecía seguro.

El Papa Francisco dijo alguna vez en una de las misas de Santa Marta: “Nosotros, en nuestra vida, tenemos en el corazón al Espíritu Santo, como a un ‘prisionero de lujo': no dejamos que nos impulse, no dejamos que nos mueva. [Él] hace todo, sabe todo, sabe recordarnos qué ha dicho Jesús, sabe explicarnos las cosas de Jesús. [Pero] El Espíritu Santo no sabe hacer una cosa: cristianos de salón. ¡Eso no lo sabe hacer! No sabe hacer ‘cristianos virtuales', sino virtuosos. Él hace cristianos reales, Él toma la vida real como es, con la profecía del leer los signos de los tiempos, nos lleva adelante así. Es el gran prisionero de nuestro corazón. Decimos: ‘es la tercera Persona de la Trinidad' y nos quedamos en eso...» tan tranquilos.

Cuando la Iglesia se instala y se acomoda, el Espíritu suscita santos que la sacuden poniéndola patas arriba. Cuando creemos que todo está perdido, Él abre ventanas donde sólo veíamos muros.

Cuando nuestras parroquias y comunidades se apagan o se vuelven rutinarias, el Espíritu destruye las fachadas de los templos y la retórica hueca para empujarnos hacia los caminos del mundo.

Los Hechos de los Apóstoles son una divertida comedia en la que el Espíritu monta unos líos tremendos a los apóstoles. Y ellos corren tras Él, intentando entender por dónde va.

Porque es Él quien guía a la Iglesia. Si lo dejamos. Si no lo aprisionamos.
Si nos abrimos a su fuego.

Él es Señor y dador de Vida. Sopla donde quiere. Cuando quiere.
Y como quiere. Nosotros sólo podemos decir, con fe ardiente y corazón disponible:

¡Ven, Espíritu Santo, y enciende en nosotros el fuego del Amor!

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