Dios sólo tiene un deseo: salvarnos, hacernos
felices, llenar de ternura nuestro tibio corazón. Dios se ha tomado la molestia
de venir a decírnoslo en la persona de Jesús, el hijo de Dios, que nos desvela
cumplidamente el designio del Padre, y además nos dice que está dispuesto a
morir por conseguirlo.
En este recorrido de vida que es el Cuaresma, se
nos ha ido pidiendo una reiterada conversión: pasar de la idea de un Mesías
triunfante a la de un Mesías modesto; pasar de un Dios al que corromper para conseguir
nuestro propio beneficio, y con el que hay que regatear la salvación, al Padre
que sabe lo que necesitan sus hijos; pasar de un Dios misterioso y extravagante
que nos juzga con severidad, al Dios que desea nuestra felicidad más de lo que
nosotros mismos la deseamos.
Somos libres, espléndida y dramáticamente libres,
porque el amor es libre y nos hace libres. Pero con esa libertad Dios corre el
riesgo de ser rechazado y acepta el hecho de que nosotros podemos elegir las
tinieblas, aunque eso impida que nuestras obras salgan a la luz.
Frente a la libertad del hombre, Jesús queda descolocado.
El gran proyecto del anuncio del Reino, que ha estado llevando adelante con
pasión durante tres años, ahora se está revelando como un fracaso. Después del entusiasmo
del principio, la gente considera a Jesús una estafa porque los romanos todavía
están allí, los enfermos siguen siendo numerosos, el reino mesiánico, ingenuo y
triunfante, no ha llegado todavía. Poco o nada ha cambiado. El Nazareno no puede
ser el verdadero Mesías.
Queremos ver a Jesús
Los griegos del evangelio querían ver a Jesús. Como
nosotros. Eran los paganos que simpatizaban con la religión hebrea, que subían a
Jerusalén para obtener la iluminación, para entender, para creer. Alguien les
había hablado del Nazareno y querían conocerlo. No hay ninguna superficialidad
en su solicitud, sólo un sincero deseo.
Y se sirven de Andrés y Felipe para facilitar un
encuentro, ya que sus nombres mostraban una procedencia extranjera.
A nosotros nos pasa lo mismo: la curiosidad nos
empuja hacia Dios. Creemos conocerlo desde hace tiempo y, sin embargo, no acabamos
nunca de encontrarlo realmente. Tenemos la cabeza llena de palabras e ideas
sobre Dios y corremos el riesgo de pasar toda la vida creyendo que creemos. La
fe, en cambio, es el deseo de encontrarnos con el Señor.
También nosotros queremos ver a Jesús, pero este
encuentro sólo ocurre por la mediación, a veces pobre y cansada, de personas como
Felipe y Andrés. Son los discípulos de Jesús, todavía hoy, los que nos hacen
posible el encuentro con Dios, los que nos indican el camino.
Y lo que
Jesús les dice a los griegos en ese encuentro es desconcertante, es una nueva
lógica: la lógica de la donación, de la entrega, de sí mismo.
El grano de trigo
Los griegos del evangelio – los paganos - escucharon la difícil Palabra de Dios. También fueron los griegos los que teorizaron sobre la existencia de los mejores (aristoi), llamados a mandar.
Son los griegos – los paganos - de hoy: los
bancos, los mercados, los que exigen ser los poderosos vencedores para dominar
la sociedad.
Jesús, en cambio, habla de perder la vida, de entregarla,
para ganarla. Igual que él sabría hacer en pocas semanas. Porque si el grano de
trigo no muere, queda sin dar fruto…
Nosotros
Y nosotros discípulos, desconcertados, meditamos
esta palabra luminosa e inquietante: para vivir, a menudo, tenemos que afrontar
una muerte. Y esto nos asusta enormemente.
Estamos convencidos de que la mejor vida posible es
aquélla sin apuros, sin obstáculos, sin sufrimiento. En el fondo pensamos –
aunque los critiquemos - que benditos son los que tienen poder y dinero, que no
dependen de los demás y que pasan de todo. Listos y benditos. Felices los que
saben usar y abusar del prójimo sin prejuicios y sin escrúpulos.
¡Pero no, no es así! El Señor nos dice que si
queremos avanzar, renacer, vivir, tenemos que prepararnos a morir a algo.
Y es verdad. El marido “muere” a su egoísmo para
dedicarse a su mujer. La esposa “muere” sacrificando su libertad para dar a la
luz un hijo. El religioso “muere” a su ego para entregar su vida al Señor y a
los hermanos. El voluntario “muere” dedicando su tiempo libre al enfermo. Y
tantas otras “muertes” que nos rodean día a día.
Sin embargo, todos estos gestos dan a luz una nueva
dimensión, la del amor, y una nueva criatura, la solidaridad. La imagen del
parto es bien expresiva de esta lógica entretejida en todas las cosas: los
dolores son necesarias para dar a la luz a una nueva criatura.
Eso sí, aceptar este discurso es difícil. Cuando se
está sufriendo, no se piensa en la vida que va nacer. Cuando estamos mal, nos
cuesta entrever más allá. Cuando estamos en la oscuridad y en el frío de la
tierra, como el grano sembrado, no pensamos en un Dios misericordioso, sino en un
déspota que permite nuestro sufrimiento.
Jesús también tiene miedo de la llegada de ese momento,
y se siente aturdido cuando ve llegar a los griegos; sabe que su hora se
acerca. ¡Qué humano es este Dios nuestro, tan agitado y asustado como nosotros!
Sin embargo, Jesús entiende el designio que eligió
libremente en el desierto, comprende la necesidad de su destino, y acepta morir
por amor, sólo por amor.
Tengamos el coraje de morir a nosotros mismos,
como ha hecho el Señor Jesús. De aprender a asumir la vida con realismo, para dar
fruto. Pues entonces, y sólo entonces, en nuestro camino cuaresmal, de búsqueda
de lo esencial, una vez abandonado el lastre que nos impide avanzar, descubriremos
cuánto nos quiere Dios y en nuestro corazón, con la mirada de la fe, encontraremos
hoy al Señor Jesús.
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