Comenzamos
el Triduo Pascual, los tres días más largos del año, las últimas horas de Jesús
de Nazaret. Esta mañana, en todas las catedrales del mundo, los sacerdotes se
han reunido con su Obispo para consagrar los óleos del consuelo. Finalmente,
esta tarde, en todas las parroquias, desde las grandes ciudades hasta las
comunidades rurales más apartadas, recordamos aquella noche entrañable, esa
cena cargada de emoción en la que el Señor instituyó el pan para el camino. Es
el momento en que cada sacerdote se siente llamado a repetir aquel gesto, el
instante en que, al pedir a los apóstoles que hicieran lo mismo, el Señor Jesús
instituyó el sacerdocio.
El último acto
El
último acto de Jesús comienza aquí, con esta cena que es su presencia entre
nosotros. Él desea ardientemente comer la Pascua con nosotros: su corazón arde
como una antorcha, su Presencia es un incendio de amor.
Al
final, Jesús cumple todo lo que ha dicho y hecho con un gesto que nadie, ni
siquiera los apóstoles, habrían podido imaginar: se entrega y se deja
destrozar. Lo suyo no son solo bellos discursos o palabras vacías. El gesto de
su muerte en la cruz es definitivo e inequívoco; no admite interpretaciones,
solo puede ser acogido o rechazado.
Jesús
está a punto de vivir el amor en su totalidad, hasta la paradoja, como tantas
veces había predicado. Con su sacrificio, nos dice: “Tu corazón está
endurecido, no has comprendido cuánto te amo. La única manera de que entiendas
el tesoro que eres para mí es que mi amor se convierta en sangre derramada, en
la entrega absoluta de mi vida por ti”. Juan, el evangelista, introduce la
pasión de Cristo en su evangelio con estas palabras: “Jesús, habiendo amado
a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).
Jesús elige entregarse a cada uno de nosotros de un modo sencillo, pobre y escandaloso. Un modo que nos llena de dudas y perplejidad: ¿Cómo es posible que un poco de pan y un poco de vino sean la presencia viva de Jesús entre nosotros? Pascal nos respondería: “Si creo que Dios se ha hecho hombre, no tengo ningún problema en creer que pueda hacerse pan y vino”. Jesús, desde el principio, acepta el riesgo de la incomprensión y sigue entregándose cada día, también hoy.
Jesús
acepta no ser comprendido en nuestras eucaristías, a veces deslucidas, con poca
fe, apresuradas y muchas veces improvisadas. Vivamos esta celebración con el
corazón abierto y dejémonos asombrar por este regalo sin medida que el Señor
nos hace de sí mismo. Digámosle con ternura: Nosotros celebramos la cena,
Señor, y te hacemos presente. ¡Gloria y alabanza a ti, Señor, nuestro pan y
nuestro vino!
Se acabó
Jesús sabe muy bien que su
tiempo se acaba. ¿Habrá hecho todo lo posible para convertir el corazón de las
personas, el corazón de su pueblo? ¿Le quedaba algo por hacer? Como nos ocurre
a nosotros, experimenta el límite, tantea su fragilidad y enfrenta el rechazo
humano. ¿Qué podemos hacer con un Dios que dialoga y nos deja libres para
elegir? ¿Qué podemos hacer con un Dios que rechaza las reglas para pedirnos sólo
que amemos? Porque el amor no puede encerrarse en el estrecho cauce de un
código. ¿Qué
podemos hacer con un Dios que nos llama “amigos”, obligándonos así a tomar
partido por Él?
Todo
se ha acabado. Bien lo sabe Judas, el único entre los doce que comprendió
realmente lo que estaba sucediendo, el único que buscó una solución
desesperada. Jesús se encuentra solo ante la decisión final. ¿Escapar?
¿Abandonarlo todo? ¿Rendirse? No. En aquella cena pascual, Jesús va más allá y
se consagra, se entrega a nuestra atronadora indiferencia.
Cena eucarística
Aquella
cena es la que hoy, Jueves Santo, revivimos en obediencia al mandato del Señor.
Fue la primera, de la que nacen todas las demás. Es la que hoy actualizamos con
fe y silencio interior, adorando el sacramento del amor. Aquí palpamos el amor
y nos sobrecoge, porque Dios se nos entrega en un trozo de pan y en un poco de
vino.
Ha llegado la hora, amigos. En estos días, asistiremos al espectáculo de un Dios que muere por amor, que se entrega a la voluntad humana. Hoy, Jueves Santo, el Señor instituye esta cena, signo de un amor absoluto, pequeño gesto de un corazón que estalla de amor.
La
cena eucarística. La primera, la única, la que repetimos en obediencia al
mandato de Jesús. La que, a veces, deslucimos con celebraciones vacilantes,
devociones mustias y gestos mecánicos. Sin embargo, bastaría con mirar y
callar, con colocarnos en un rincón del aposento del piso superior en aquella
casa de Jerusalén, a la luz de las velas, para ser arrastrados por la
profundidad de aquel momento.
Dios
lo ha dado todo, ¿qué más queda? Los suyos no lo entienden y discuten entre
ellos (cfr. la Cena en Lucas 22), inquietos y atontados, preocupados por
quién es el mayor y mejor. Y ante esa sed de prestigio y poder, Jesús responde
lavándoles los pies. Un acto de amor y servicio que debemos recordar
diariamente, como hacemos con la Eucaristía. Porque es el recuerdo y resumen de
su vida: amar y servir a los demás, especialmente a los más necesitados.
Pero
la misión ha fracasado. El pueblo no reconoció al Mesías ni superó el infranqueable
obstáculo de su propia banalidad. Todo se ha cumplido. Jesús está completamente
solo. El Señor ha sido abandonado a su suerte.
Silencio, amigos. Silencio.
Hoy vivamos con el corazón palpitante, como quien está a punto de participar en
el más grande de los momentos, en el más inesperado de los regalos. Hoy el
Señor instituye la Eucaristía y el sacerdocio, lo uno con lo otro, íntimamente junto, para manifestar la medida de su amor
y servicio.
Ten
piedad de nosotros, Señor, que te ciñes un delantal y te pones a nuestro
servicio, lavándonos los pies. Ten piedad de nosotros y de nuestra
inconmensurable indignidad.
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