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miércoles, 16 de abril de 2025

JUEVES SANTO EN LA CENA DEL SEÑOR



Primera Lectura: Ex 12, 1-8.11-14
Salmo Responsorial: Salmo 115
Segunda Lectura: 1 Cor 11, 23-26
Evangelio: Jn 13, 1-15


Comenzamos el Triduo Pascual, los tres días más largos del año, las últimas horas de Jesús de Nazaret. Esta mañana, en todas las catedrales del mundo, los sacerdotes se han reunido con su Obispo para consagrar los óleos del consuelo. Finalmente, esta tarde, en todas las parroquias, desde las grandes ciudades hasta las comunidades rurales más apartadas, recordamos aquella noche entrañable, esa cena cargada de emoción en la que el Señor instituyó el pan para el camino. Es el momento en que cada sacerdote se siente llamado a repetir aquel gesto, el instante en que, al pedir a los apóstoles que hicieran lo mismo, el Señor Jesús instituyó el sacerdocio.

El último acto

El último acto de Jesús comienza aquí, con esta cena que es su presencia entre nosotros. Él desea ardientemente comer la Pascua con nosotros: su corazón arde como una antorcha, su Presencia es un incendio de amor.

Al final, Jesús cumple todo lo que ha dicho y hecho con un gesto que nadie, ni siquiera los apóstoles, habrían podido imaginar: se entrega y se deja destrozar. Lo suyo no son solo bellos discursos o palabras vacías. El gesto de su muerte en la cruz es definitivo e inequívoco; no admite interpretaciones, solo puede ser acogido o rechazado.

Jesús está a punto de vivir el amor en su totalidad, hasta la paradoja, como tantas veces había predicado. Con su sacrificio, nos dice: “Tu corazón está endurecido, no has comprendido cuánto te amo. La única manera de que entiendas el tesoro que eres para mí es que mi amor se convierta en sangre derramada, en la entrega absoluta de mi vida por ti”. Juan, el evangelista, introduce la pasión de Cristo en su evangelio con estas palabras: “Jesús, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).

Jesús elige entregarse a cada uno de nosotros de un modo sencillo, pobre y escandaloso. Un modo que nos llena de dudas y perplejidad: ¿Cómo es posible que un poco de pan y un poco de vino sean la presencia viva de Jesús entre nosotros? Pascal nos respondería: “Si creo que Dios se ha hecho hombre, no tengo ningún problema en creer que pueda hacerse pan y vino”. Jesús, desde el principio, acepta el riesgo de la incomprensión y sigue entregándose cada día, también hoy.

Jesús acepta no ser comprendido en nuestras eucaristías, a veces deslucidas, con poca fe, apresuradas y muchas veces improvisadas. Vivamos esta celebración con el corazón abierto y dejémonos asombrar por este regalo sin medida que el Señor nos hace de sí mismo. Digámosle con ternura: Nosotros celebramos la cena, Señor, y te hacemos presente. ¡Gloria y alabanza a ti, Señor, nuestro pan y nuestro vino!

Se acabó

Jesús sabe muy bien que su tiempo se acaba. ¿Habrá hecho todo lo posible para convertir el corazón de las personas, el corazón de su pueblo? ¿Le quedaba algo por hacer? Como nos ocurre a nosotros, experimenta el límite, tantea su fragilidad y enfrenta el rechazo humano. ¿Qué podemos hacer con un Dios que dialoga y nos deja libres para elegir? ¿Qué podemos hacer con un Dios que rechaza las reglas para pedirnos sólo que amemos? Porque el amor no puede encerrarse en el estrecho cauce de un código. ¿Qué podemos hacer con un Dios que nos llama “amigos”, obligándonos así a tomar partido por Él?

Todo se ha acabado. Bien lo sabe Judas, el único entre los doce que comprendió realmente lo que estaba sucediendo, el único que buscó una solución desesperada. Jesús se encuentra solo ante la decisión final. ¿Escapar? ¿Abandonarlo todo? ¿Rendirse? No. En aquella cena pascual, Jesús va más allá y se consagra, se entrega a nuestra atronadora indiferencia.

Cena eucarística

Aquella cena es la que hoy, Jueves Santo, revivimos en obediencia al mandato del Señor. Fue la primera, de la que nacen todas las demás. Es la que hoy actualizamos con fe y silencio interior, adorando el sacramento del amor. Aquí palpamos el amor y nos sobrecoge, porque Dios se nos entrega en un trozo de pan y en un poco de vino.

Ha llegado la hora, amigos. En estos días, asistiremos al espectáculo de un Dios que muere por amor, que se entrega a la voluntad humana. Hoy, Jueves Santo, el Señor instituye esta cena, signo de un amor absoluto, pequeño gesto de un corazón que estalla de amor.

La cena eucarística. La primera, la única, la que repetimos en obediencia al mandato de Jesús. La que, a veces, deslucimos con celebraciones vacilantes, devociones mustias y gestos mecánicos. Sin embargo, bastaría con mirar y callar, con colocarnos en un rincón del aposento del piso superior en aquella casa de Jerusalén, a la luz de las velas, para ser arrastrados por la profundidad de aquel momento.

Dios lo ha dado todo, ¿qué más queda? Los suyos no lo entienden y discuten entre ellos (cfr. la Cena en Lucas 22), inquietos y atontados, preocupados por quién es el mayor y mejor. Y ante esa sed de prestigio y poder, Jesús responde lavándoles los pies. Un acto de amor y servicio que debemos recordar diariamente, como hacemos con la Eucaristía. Porque es el recuerdo y resumen de su vida: amar y servir a los demás, especialmente a los más necesitados.

Pero la misión ha fracasado. El pueblo no reconoció al Mesías ni superó el infranqueable obstáculo de su propia banalidad. Todo se ha cumplido. Jesús está completamente solo. El Señor ha sido abandonado a su suerte.

Silencio, amigos. Silencio. Hoy vivamos con el corazón palpitante, como quien está a punto de participar en el más grande de los momentos, en el más inesperado de los regalos. Hoy el Señor instituye la Eucaristía y el sacerdocio, lo uno con lo otro, íntimamente junto, para manifestar la medida de su amor y servicio.

Ten piedad de nosotros, Señor, que te ciñes un delantal y te pones a nuestro servicio, lavándonos los pies. Ten piedad de nosotros y de nuestra inconmensurable indignidad.

 

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