El
evangelio que acabamos de escuchar es una de las piezas más conocidas y más
bellas de todo el evangelio.
En
la narración de los discípulos de Emaús que vuelven a su casa desmoralizados,
escapando de Jerusalén, san Lucas se centra en una reflexión absolutamente
ejemplar de la capacidad que, nosotros los humanos, tenemos de complicarnos la
vida.
Los
discípulos están tristes, y hablan de sus desgracias. Están tristes, y se van realimentando
recíprocamente, compitiendo en ver quien está más deprimido, como a veces se
hace, entre personas desmoralizadas. Como si hubiera que ganar un premio: ¡premio
al desdichado del mes! Su camino es de mutua lamentación, de progresivo hundimiento.
Desconcertante.
Es terrible tener alrededor personas que, cuando ven que estás afligido, en vez de animarte, empiezan ellas también a hacer la lista de sus propias desgracias. En vez de confortarnos, a menudo, provocamos el doble de tristeza.
Compañero de viaje
El
caso es que Jesús se acerca y camina con ellos. Pero ellos no se enteran, ¿cómo
podrían caer en la cuenta? Están demasiado ocupados en lamerse las heridas.
No
levantan la mirada de sí mismos para cruzarse con la mirada del Dios. ¡Están
tan llenos de su santo dolor que no se dan cuenta de que ya ha desaparecido la
causa de su sufrimiento! Son incapaces de salir de la jaula que ellos mismos se
han fabricado. Y Jesús los aborda directamente. ¿Por qué lleváis esa cara?
Maleducado
Los
discípulos se ofenden. ¿De dónde sale este paleto? ¿No se nota bastante lo
tristes que estamos? ¿No muestran en la cara suficientemente su desesperación? ¿Cómo
se permite este extranjero estúpido interrumpir sus lamentaciones? ¿Es que no
sabe cómo está la situación mundial? ¿La guerra, el terrorismo, la crisis
económica y política, la explotación de los pueblos pobres, las muertes de los
migrantes?
Parece como si permanecer en el dolor nos animase, nos diese identidad, nos definiese. A veces, en un recorrido insano y loco, acabamos cultivando desaforadamente una identidad atormentada. Acabamos cultivando y acrecentando el dolor.
He
perdido un hijo. Tengo una cardiopatía. Mi marido me ha dejado. El mundo está
muy mal. Esto no tiene arreglo… ¡Tantas veces queremos que el dolor se convierta
en nuestra señal de reconocimiento!: nos presentamos así, doloridos y
lamentosos, porque queremos que nos reconozcan así, esperando, tal vez, una
señal de benevolencia, un gesto de compasión. ¿Cuándo comprenderemos que la
gente a nuestro alrededor huye del dolor como la peste?
Hay
que abandonar el sepulcro, hay que superarlo, el dolor no se puede usar como una
señal de reconocimiento. Sin embargo, aquellos discípulos se sienten huérfanos,
siguen anclados al sepulcro y se sienten ofendidos si no se les reconoce su
dolor, ¡claro!
¿Qué
ha pasado? Pregunta el Resucitado. Y ellos pronuncian la frase más triste de
todo el evangelio: nosotros esperábamos… todo ha sido una desilusión y un
desencanto…
Tristeza
La
esperanza, en cambio, siempre se dirige al futuro. Mandarla al pasado, como
hacen los de Emaús, significa admitir un fracaso total, y es muy difícil
aceptar el fracaso de un proyecto, de una empresa, de una comunidad. El fracaso
de la esperanza lleva a la muerte interior.
Nosotros
esperábamos: ¡qué tontos hemos sido en seguir al Nazareno, en creer que él sería
el Mesías! ¡Qué ingenuos! Nosotros esperábamos: ¡nos ilusionamos, fuimos unos idiotas,
no tenemos justificación!
En
aquella maldita cruz ha muerto toda esperanza. La alegría murió y fue enterrada
con Jesús, en el sepulcro regalado por José de Arimatea.
¡Cuántos
discípulos tristes y escépticos hay, como los de Emaús! Nosotros esperábamos,
dicen los discípulos. Y mientras tanto el Señor, al que creen muerto, está caminando
con ellos… ¡y no se enteran!
Hace
unos años, el Papa Francisco, en la eucaristía de acción de gracias por la
canonización del jesuita canario San José de Anchieta, apóstol del Brasil, comentaba
este relato evangélico: Es el momento del
estupor, del encuentro con Jesucristo, donde tanta alegría nos parece mentira;
más aún, asumir el gozo y la alegría en ese momento nos resulta arriesgado y
sentimos la tentación de refugiarnos en el escepticismo.... Es más fácil creer
en un fantasma que en Cristo vivo. Es más fácil ir a un nigromante que te
adivine el futuro, que te eche las cartas, que fiarse de la esperanza en un
Cristo triunfante, en un Cristo que venció la muerte. Es más fácil una idea,
una imaginación, que la docilidad a ese Señor que surge de la muerte y ¡vete tú
a saber a qué cosas te invita! Ese proceso de relativizar tanto la fe que nos
termina alejando del encuentro, alejando de la caricia de Dios. Es como si “destiláramos”
la realidad del encuentro con Jesucristo en el alambique del miedo, en el
alambique de la excesiva seguridad, del querer controlar nosotros mismos el
encuentro. Los discípulos le tenían miedo a la alegría. ¿Y nosotros también?
Reproches divinos
Los
discípulos huérfanos describen con abundancia de detalles los hechos que se
refieren a su Maestro muerto. Con ese relato esperan comprensión, compasión, y
lo que consiguen es una bofetada en plena cara: Necios y torpes les llama aquel
extranjero que los acompaña.
Su
provocación los sacude, los obliga a levantar la mirada. ¿Qué está diciendo
este maleducado? ¿Cómo se permite?
¡Qué
paradoja! Los discípulos del resucitado siguen anclados a la cruz. Podemos
seguir fijándonos en la oruga, sin enterarnos de que está a punto de
convertirse en una espléndida mariposa. No siempre el te hace una caricia te
quiere de verdad. No siempre quién te da una bofetada quiere hacerte daño. A
veces un buen meneo nos aparta del dolor y nos ayuda a ver las cosas de manera
diferente.
Tardos
en comprender, insiste el forastero. Y Jesús les explica el sentido de aquel
sufrimiento, de su propio sufrimiento, y ayuda a los de Emaús a releer todos
los acontecimientos en una clave diferente, más amplia, a comprender el dolor a
la luz y con la alegría del gran designio salvador de Dios.
Ahora, tras la conversación con el
resucitado, arde el corazón de los discípulos. Su inútil dolor, aunque paradójicamente
parezca satisfactorio, es barrido por la Palabra que ilumina y calienta el
corazón. Ahora sí, todo adquiere un sentido y una dimensión nueva. Su vida,
releída a la luz del gran proyecto de Dios, asume un color completamente
diferente.
Hermanos,
sólo a la luz de la Palabra de Dios lograremos interpretar nuestras vivencias
con un sentido nuevo, también las dolorosas. ¡Pidámosle al Señor resucitado que
se quede con nosotros, que no dejemos que el dolor que experimentamos nos
encierre en nosotros mismos hasta el punto de no saber reconocerlo cuando
camina junto a nosotros!
¡Que,
como los de Emaús, lo reconozcamos al partir el pan!
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