Llega
desde el monte de los olivos, porque de allí habría de llegar la salvación,
cabalgando en un pollino de burra, como había profetizado Zacarías. Un Rey de
burla, al que no se le toma en serio. Jesús entra en la ciudad que mata a los
profetas.
Habituados
Estamos
tan acostumbrados a la muerte de Dios, tan llenos de reflexiones, meditaciones
y cansadas prédicas sobre la salvación, tan habituados a tener todo claro, todo
aprendido, que parece que no necesitemos más. A lo más, alguna emoción fuerte
hecha posible por las nuevas tecnologías y de los efectos especiales, como la pasión
sanguinaria y sanguinolenta de aquella película de Mel Gibson, pero nada más.
Y
asistimos una vez más al inmenso regalo que Dios nos hace, como si tal cosa, como
es debido. Hacemos de él un acontecimiento banal, casi rutinario; presente pero
débil, dado por descontado pero inútil. Peor aún: nos paramos en la cáscara,
escuchamos y decimos palabras de las que no conocemos realmente el sentido, y
no calamos más.
Jesús
ha muerto por nosotros, pero pocos sienten la necesidad de salvación. Él ha
muerto por nuestros pecados, pero nosotros estamos más atentos a subrayar los
pecados de los otros que los propios. Él se nos ha regalado a sí mismo, pero no
sabemos qué hacer con este regalo que se nos da.
¡Ojalá
tuviéramos el ánimo de volver a aquellos días de Jerusalén, de revivirlos, de
dejarnos interrogar y conmover!
¡Ojalá
tuviéramos el ánimo de atrevernos penetrar en los Evangelios, de sacarles la
pátina de incienso que los envuelve, para mirar a los ojos al Nazareno que ha
decidido entregarse hasta el final!
El espectáculo está listo, todos los protagonistas están en su sitio. Comienza la muerte de Dios. Comienza la Semana Santa.
Elección
Jesús
siente que llega al final de sus intensos tres años con las manos vacías: la
humanidad no ha entendido nada. Sus discípulos, admirables y queridos, están firmes
en la contradicción del poder y la gloria, prisioneros de sus propios límites; los
jefes religiosos advierten la fuerza desestabilizadora de su predicación; la multitud
sigue el viento de la moda que sopla. Jesús no tiene ninguna posibilidad de
conseguir nada, su apuesta está perdida. Todo el amor que ha dado no ha servido
para nada, no ha bastado ni fue suficiente.
Quizás tenía razón el maligno enemigo, allá en
el desierto: ese modo de obrar era demasiado ingenuo. ¿De veras Dios creía que
podía tratarse con los seres humanos de igual a igual? ¿Qué podía abrir sus
corazones con una sonrisa? ¿Qué servía de algo presentarse vulnerable?
Ante
esto no queda más que hacer: escapar, renunciar, tirara la toalla.
El regalo
O
quizás, también, dejarse pisotear hasta morir. Dejar que las tinieblas venzan,
dejar que las cosas tomen su curso. Atreverse a ello hasta morir colgado de una
cruz. Hasta el exceso.
Porque
una cosa es decir: “¡Dios os quiere!”, y otra cosa es morir.
Una
cosa es decir: “¡El Padre os perdona!”, y otra muy distinta colgar desnudo de
un madero. Y allí, desde el madero, perdonar.
Una
cosa es hablar, y otra morir gritando.
¿Entenderá
esto la gente? ¿O será Dios uno de los muchos derrotados y olvidados de la
historia?
Lo
que se juega en esta historia de Jesús es algo inmenso: es la existencia misma
de Dios.
¿Cuántos
crucificados han muerto en la historia antigua? ¿Quinientos mil? ¿Un millón?
¿De cuántos de ellos recordamos su nombre y su vida? De ninguno.
El
riesgo que Dios corre con este gesto es desaparecer para siempre. Aunque el
hombre seguiría imaginándose a Dios como un rostro en el que proyectar sus
propio deseos, o sus propios miedos.
Jesús
acepta, corre el riesgo, se entrega. Quizás sea todo inútil, como ya le
advirtió el enemigo tentador en el huerto de los olivos. Quizás.
La
agonía de Jesús, en el huerto de los olivos sudando sangre, está provocada por esa
elección. No por el dolor que Jesús tiene que afrontar, no por el sentimiento de
abandono por parte de los suyos, no. El dolor inaudito que Jesús experimenta
nace de la duda sobre la inutilidad de su elección definitiva.
El
tentador, que vuelve ahora cuando ha llegado la hora, trata de desanimarlo: “todo
esto es inútil.” Inútil: ¿no ves que están llegando para arrestarte? Inútil:
los tuyos están ahí durmiendo, no han entendido la gravedad de la situación.
Inútil: las personas no cambiarán nunca.
Sin
embargo, Jesús acepta su misión, corre el riesgo, se entregará. Morirá.
Allí,
colgado de la cruz, Dios se manifiesta inequívocamente, no hay posibilidad alguna
de ambigüedad.
El
corazón de la pasión de Cristo es el amor, no la violencia. Jesús muere
confiándole al Padre el propio corazón, y entregándonos el Espíritu.
Dios
es evidente: manifiesto, mostrado, desnudo. Dios es así, amigos: se ha rendido.
A nosotros, ahora, nos toca mover ficha.
Estad
Una
humilde invitación: Venid y estad.
En
la pobreza de nuestras asambleas, recortando espacio y tiempo a nuestros mil
apremiantes empeños de la vida, venid y estad. El Jueves por la tarde en la
Misa que nos recuerda la institución del Eucaristía, el Viernes en la gran y
atormentada celebración de la Cruz, el Sábado en la larga y luminosa noche de
la Resurrección. Tres días que nos acompañarán, espero, a repetir nuestra fe, a
redescubrir el regalo de Dios, a cambiar nuestro modo de vida.
Tengamos
ánimo, en estos días, de ponernos en juego, de identificarnos como cristianos.
Es la Pascua del Señor.
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