Las mujeres habían ido al sepulcro cuando todavía era de noche (Jn. 20,1), se habían levantado pronto, antes que los otros, y no habían pegado ojo aquella noche. Se sentían impotentes, agitadas, sacudidas en lo más profundo de ellas mismas, porque todo se había desarrollado tan de prisa y de un modo tan dramático, que no sabían qué pensar.
Luego,
el sentido femenino de la realidad y de lo concreto les espabiló de sus
tinieblas y se organizaron para subir hasta la tumba de Jesús y hacer lo que
dos días antes les estaba prohibido, por ser la víspera de la Pascua: lavar el
cadáver, limpiarlo de la orgía de sangre y humores, de las tumefacciones y de
edemas que habían desfigurado el rostro, y ofendido el cuerpo de su Maestro y
Señor.
Pero
cuando llegaron no encontraron a nadie. Algunos evangelistas hablan de ángeles
que las alentaban, que las invitaban a ir más allá, a superar lo que parecía
obvio.
Las
mujeres abandonaron de prisa el sepulcro y corrieron al encuentro de los doce
(Mt. 28, 8) para decirles lo que ha sucedido. Para anunciar que Jesús está vivo.
¡Ha resucitado!
Hemos
esperado largamente esta noticia pasada de boca en boca, nos hemos preparado para
ello en los cuarenta días cuaresmales. Lo hemos cantado durante la noche
pascual y repetido durante los ocho días siguientes. ¡Jesús ha resucitado!
Los
cristianos lo creemos con cada fibra de nuestro ser. Si no creemos esto, no
creemos nada y nuestra fe será una farsa que no sirve para nada.
Creemos
que Jesús está vivo, accesible, y que se le puede encontrar. Creemos que él es
alcanzable y que vive en las mil y una señales que nos ha dejado.
No,
simplemente, como un desteñido recuerdo sino como una misteriosa presencia viva.
Sin
embargo, ¡cómo quisiéramos poder verlo, y conocerlo, y abrazarlo! Tanto como lo
deseaban en su corazón las primeras comunidades cristianas, una vez que
murieron los apóstoles.
Es
entonces cuando Juan, el evangelista, decide contar la historia de uno de los
apóstoles, la de Tomás.
Bienaventurado
Tomás, no porque haya visto lo que no vemos, sino porque creyó sin ver.
Exactamente como nos pasa a nosotros.
Heridas
Jesús, en la tarde de Pascua, se aparece a los suyos. Tomás no estaba con ellos. Cuando vuelve, sus amigos le dan la noticia del encuentro que han tenido, confusos y asombrados, radiantes y llenos de entusiasmo.
Sin
embargo, la respuesta de Tomás es fría, gélida: No, él no cree. No cree lo que
ellos le dicen.
Ellos
dicen que Jesús ha resucitado, después de haber huido como conejos espantados,
sin pudor ni vergüenza. Tomás no cree en una Iglesia hecha por insoportables personas
frágiles que, a menudo, ni siquiera saben reconocer su propia fragilidad. Tomás
no cree, pero no huye: se queda en su lugar… y hace bien.
No
huye de la compañía de la Iglesia, no se siente mejor que los demás compañeros.
Resignado y triturado por el dolor, marcado por un sueño hecho añicos, a pesar
de todo, Tomás se queda. Es tenaz y constante.
Jesús
vuelve a la comunidad y esta vez apuesta por él.
Sé
que has sufrido mucho, Tomás. También yo, mira aquí. Y el Resucitado le muestra
las manos traspasadas por los clavos.
Ahora,
Tomás, el gran creyente cede. Se hinca de rodillas, llora, como un niño que encuentra
a sus padres. Llora y ríe, y es el primero que profesa la fe que será la de
todos nosotros: Jesús, Señor mío y Dios
mío.
¿Puede
el dolor acercarnos a Dios? Sí, si descubrimos que Dios lo comparte con
nosotros sin reserva. Si descubrimos que el Señor está sufriendo con nosotros
en el tremendo dolor producido por las desgracias que estamos viviendo.
Al
Resucitado sólo lo reconocemos por de las señales que deja: las vendas, su voz, el pan partido, la señal
de la pesca. Pero también las heridas del Resucitado se convierten en una señal:
son la participación de Dios en el dolor.
Fe
El
evangelista Juan juega con nosotros. En su evangelio hay un crescendo de
títulos dirigidos a Jesús. Como si se tratara de un pequeño rastro hecho de
migas que nos conduce a la plenitud de la verdad.
Los
primeros dos discípulos lo llamaron rabí,
maestro (Jn 1,38), poco después Andrés le dice a Simón que ha encontrado al
mesías (Jn 1, 41), Natanael se atreve
a llamarlo Hijo de Dios (Jn 1, 49),
los samaritanos lo proclaman salvador del
mundo (Jn 4, 43), y la gente lo aclama como un profeta (Jn 6, 14). Para el ciego curado, Jesús es Dios (Jn 9, 38), y Pilatos le atribuye
el título de rey de los judíos (Jn 19,19).
Pero es Tomás el que tiene la última palabra proclamándolo Señor mío y Dios mío, una expresión que el Biblia sólo le atribuye
a Yahveh (Sal 35, 23).
El
incrédulo, en realidad, se muestra como el más creyente de todos porque también
cree sin haber visto.
Santo Tomás
Santo
Tomás, patrón de todos los entusiastas que derrochan corazón ante cualquier
obstáculo, de los que creen en Cristo el Señor, ayuda a los que han
experimentado en su propio pellejo el quebranto de la vida. Concédeles no
dejarse arrastrar por la rabia y el dolor, sino saber que el Maestro quiere su
generosidad, como ha querido la tuya.
Santo
Tomás, patrón de todos los escandalizados por la incoherencia de la Iglesia,
ayuda a quien ha sido herido por la espada del juicio clerical a no pararse en
la fragilidad de los creyentes, sino en fijar la mirada, aunque sea
indignamente, en el resplandor del resucitado, al que profesan como Señor y
como Dios.
Santo
Tomás, patrón de los tenaces, ayúdanos a no sentirnos mejores cuando, como tú,
vemos que nuestros hermanos en la fe son débiles y flojos, sino a permanecer
fieles al gran sueño del Señor Jesús que es la Iglesia, y a transformarla a
partir de nosotros mismos.
Santo
Tomás, patrón de los crucifijos sin clavos, que has visto en la señal de las
manos del Señor un reflejo del desgarrón que su muerte provocó en tu corazón,
ayúdanos a ver que todo dolor, nuestro propio dolor, es conocido y sufrido por
Dios.
Santo
Tomás, patrón de los discípulos, el primero entre los Doce en haber profesado
la divinidad de Cristo, ayúdanos a profesar con franqueza nuestra fe en Jesús,
el rostro de Dios.
Que
así sea.
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