Es
espléndido nuestro Dios, que nos sacia el alma y restaura la luz de nuestra
ceguera, como vimos en los domingos anteriores.
La
Cuaresma es el tiempo en el que volvemos a descubrir la esencia de la fe,
entrando en el desierto de nuestros días abarrotados de cosas que hacer. Un
tiempo para dejar que el alma nos alcance, salga a la superficie y se convierta
al Señor.
Y
hoy, al final de este trayecto cuaresmal, hay un Evangelio espeluznante: la
historia de una amistad que es desbordada por la muerte y la desesperación.
Es
allí, en Betania, un pequeño pueblo que se encuentra en el Monte de los Olivos,
en la vertiente opuesta a la que domina Jerusalén, donde Jesús se refugiaba muy
a gusto en la casa de sus tres amigos, Lázaro, Marta y María; donde encontraba
un poco de ambiente hogareño; para escapar de la Jerusalén, que mataba a los profetas.
Betania
muestra el rostro de un Dios que siente la necesidad de ser querido. Betania es
el icono de la amistad entre Dios y el hombre, Betania es el signo de un
acercamiento, diferente y nuevo, al rostro de Dios.
Y
en este contexto tiene lugar el drama: Lázaro enferma y muere…, y Jesús no está
allí. Como también nos pasa a veces, que, frente a la enfermedad y la muerte de
un ser querido, descubrimos que Jesús está distante, y algo muere en la fe, la
esperanza, la confianza.
En
aquella circunstancia, alguien toma la iniciativa de avisar a Jesús, para decirle:
“Tu amigo está enfermo.” Jesús se entera, pero no hace nada, y Lázaro muere.
¡Qué
misterio el aparente silencio de Dios! ¡Qué ensordecedor es el silencio de
Dios!
Jesús
no cura a Lázaro, pero baja a ver lo que ha sucedido; y se hace presente en la
desventura.
Marta y María
El
alboroto es grande, hay mucha gente alrededor de Marta y María, que eran muy conocidas
y estimadas. Sabiendo que por fin el Maestro estaba llegando, Marta primero y María
después, salen de casa y van a su encuentro, buscando una palabra, un gesto,
una mirada.
Las
hermanas no desesperan del Jesús ausente porque aman. No entienden, pero no
gritan, no despotrican, ni doblan la cabeza con una resignada desesperación.
Esperan, confiadas. Lázaro ha muerto, su querido hermano ha muerto y, ahora, el
amigo está aquí.
Marta
y María lloran y la muchedumbre empuja a Jesús. Dios es empujado a ver cuánta
desesperación suscita la muerte, cuanto sufrimiento suscita el dolor.
El Dios discípulo
Juan
no teme señalar el profundo dolor de Jesús, que le sacude desde lo más hondo de
sí. Jesús ve la desesperación de María y el dolor de los judíos presentes, y se
siente conmovido por ello. Jesús pide ver Lázaro y la respuesta es: “Ven y lo
verás”.
“Ven
y lo verás”. Es la misma frase que él mismo había dirigido, tres años antes, a sus
dos primeros discípulos, Juan y Andrés, que le preguntaron dónde vivía (Jn 1, 39).
Los discípulos y nosotros, hemos sido invitados a ponernos en juego, a
participar, porque la fe es un “ir a ver”, una experiencia ardiente.
Ahora,
en Betania, es Jesús el que se hace discípulo. Ahora él es el llamado para ir a
ver. Ven y verás cuánto sufrimiento suscita el dolor. Ven y verás en el rostro
de tus amigos más queridos la desesperación que suscita en nosotros la muerte.
Y el Señor llora.
Es como si Jesús, hasta a entonces, no hubiera visitado todavía la mansión del dolor, como si sólo en aquel momento Jesús tomara conciencia de la devastación de la muerte.
Es
verdad que Jesús se había encontrado con enfermos, y también había rescatado de
la muerte a la hija de Jairo, o al hijo único de la madre viuda en Naín. Pero aquellos
eran unos desconocidos.
Aquí,
ahora, por primera vez el Señor ve la aflicción que el dolor suscita en el
corazón de las personas queridas. Dios aprende el dolor, convirtiéndose en
discípulo, haciéndose hombre. Él, que es la absoluta perfección, la inmensa
totalidad, aprende lo que es la fragilidad humana, compartiéndola.
¿Y éste es Dios?
Dios
llora, amigos. Ante ese llanto podemos, como la muchedumbre, lamentarnos de que,
en vez de llorar, ya podía haber hecho algo antes. O podemos quedar asombrados
de tanto amor que hay en el corazón de Jesús.
El
cristiano, ante al dolor, queda impotente frente a esta desconcertante
noticia: Dios comparte nuestro dolor y, asumiéndolo,
lo redime. No lo evita, ni para sí, ni para nosotros.
No
sé si es preferible tener un Dios que comparte el dolor conmigo, o un Dios que
me evite el sufrimiento.
Como
uno de los dos ladrones colgados a una cruz, sentimos dentro de nosotros el
desgarro de querer que, quien lo puede todo, nos quite del tormento. O bien,
como el otro ladrón, no sabemos asombrarnos de un Dios que sufre exactamente
como yo (Lc 23, 39-43). No lo sé.
Quizás,
preferiríamos un Dios absoluto y omnipotente, que nos evitase el sufrimiento,
antes que un Dios que muere por amor.
Ante
este dolor inesperado que le ha sobrevenido, Jesús, el amigo, toma una
decisión: dará su vida para que Lázaro vuelva con sus queridas hermanas.
Una vida por la vida
La
resurrección de Lázaro se sitúa poco antes de la pasión de Jesús.
Es
la última y la más dramática de las señales en el evangelio de Juan; es lo que
determina la decisión del Sanedrín de detener de inmediato y sin más demora a
Jesús, porque lo ven como un tipo peligroso.
Como
si Juan nos quisiera decir que la vida de Lázaro determina la muerte de Jesús.
Es la imagen de un intercambio - mi vida
por la tuya - que, poco después en el altar de la cruz, se dará para todas las
personas.
La
historia de Lázaro es la historia de cada uno de nosotros.
Jesús
apaga nuestra sed, como la de la samaritana. Jesús nos da la luz, como al ciego
de nacimiento. Jesús da su vida por mí.
Ahora
que Dios conoce el dolor que la muerte provoca en el corazón de las personas
queridas, decide entregar su vida por nosotros.
Sal afuera.
También
a mí, a cada uno de nosotros, el amigo Jesús nos grita: “¡Lázaro, ven afuera!”.
Sal de tu tumba, de tus tinieblas, de tus pequeñas seguridades; abandona tus
prejuicios, tus esquemas, tus egoísmos.
Salgamos
de nuestras oscuridades, dejémonos revivir. Salgamos de todo lo frío y oscuro
que habita en nosotros y dejémonos alcanzar, de una vez, por la vida de Dios.
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