La
infinita sed de infinito de la samaritana, en el domingo pasado, ahora está colmada,
harta. Ella ya no se avergüenza de su fragilidad afectiva, ni de su vida
desordenada, ni de los engaños provocados y recibidos con tal que tener una
gota de agua viva.
Ahora
ya encontró el manantial. Ahora ella misma se ha convertido en una fuente
manante para las personas con las que, antes, no quería encontrarse. Ya no hay
obstáculos, papeles, pecados que puedan mantenerla lejos del Señor que,
cansado, la buscaba para amarla.
Su
vida la había pasado escondiéndose por miedo a ser juzgada. Ella, que era una
pecadora, termina siendo discípula y testigo.
Como
la asombrosa historia del ciego de nacimiento, que hemos escuchado hoy.
Dios nos ve
Es
Jesús el que, yendo de camino, ve al ciego de nacimiento. El pobrecillo no grita,
no pregunta, quizás tampoco sepa quién es el Nazareno. La suya es una vida
hecha de sombras, de fantasmas. No ha visto nunca la luz, ¿cómo va a desearla?
¿Para qué?
Y
Dios lo ve, ve su dolor, su necesidad, su pena y su vergüenza.
Vergüenza,
ciertamente, porque es un inocente que paga los pecados de sus padres, según la
tradición judía. Más aún, quizás él ya hubiera cometido pecado en el regazo de su
madre, como algunos rabinos opinaban. ¿Es Dios quien lo castigó? Y si es así,
¿para qué pedir nada a un Dios tan terrorífico? Por desgracia, mucha gente
todavía hoy de este modo.
En
cambio. Jesús hace un poco de barro, se lo pone en los ojos, y el hombre vuelve
a ver. Después Jesús se va, porque no quiere aplausos, él sólo quiere demostrar
que Dios no es ese bastardo que, en ocasiones, las personas religiosas dicen
que es.
El camino de la iluminación
Tras
la curación se inicia un feroz debate: ¿quién lo ha curado? ¿Por qué? ¿Y por
qué lo ha hecho en sábado?
Muchos
son los personajes implicados en este lío: la muchedumbre, los fariseos, sus
padres, los discípulos. Pero el único protagonista aquí es el ciego que recobra
primero la vista, después el honor, y luego la fe.
El
ciego, cuando le preguntan, describe a Jesús primero como un hombre, después como
un Profeta, y finalmente lo proclama Hijo de Dios. Y es que la fe es una iluminación
progresiva, paso tras paso. Se necesitan años para lograr proclamar que Jesús
es el Señor.
Al
proclamar que Jesús es el Señor, la fuerza del ciego crece: su sentido de culpa
se desvanece y adquiere nuevo ánimo. Cuando le preguntan, contesta; cuando es examinado
por los devotos, sabe lo que tiene que decir. Y termina siendo irónico, refutando
y argumentando. ¿Cómo puede un pecador curar a un ciego de nacimiento? Y hasta
se atreve a decirles: ¿queréis también vosotros haceros discípulos suyos? No
tiene temor alguno, ni siquiera de sus padres que, despavoridos y engullidos por
la opinión de los otros, se niegan a tomar partido, atemorizados trágicamente
por la lógica común.
El ciego ya es libre. Ha vuelto a ver. Y ve muy bien, tanto con los ojos como con el corazón.
Las tinieblas
En
cambio, quien cree que ve o quien siempre ha visto, cae en las tinieblas más
densas. Son los devotos creen saberlo todo. No se ponen en discusión como el
ciego que admite no saber. Ellos lo saben todo y es el mundo el que se debe adaptarse
a sus teorías.
Primero dicen que el ciego miente, que no ha
sido nunca ciego, luego afirman que Jesús es un pecador, y finalmente, ante la
evidencia, pierden los estribos.
La
arrogancia no admite las razones de los otros, sólo quiere imponer las propias.
Creen
ver… cuando ellos son los verdaderos ciegos. Cegados por sus falsas seguridades,
no se ponen de tela de juicio. Ellos lo saben todo.
El
evangelista es cáustico en su razonamiento: ¿quién es el ciego de la narración?
Iluminaciones
El
itinerario hacia la luz y la fe es un camino progresivo. Estad seguros de que
no se trata de ninguna fulgurante aparición, sino de una lenta incidencia de la
verdad en quien deja espacio al propio corazón.
Dios
ve nuestras tinieblas y desea iluminar nuestro conocimiento, nuestros sentidos.
Pero pone una sola condición: que nos dejemos poner en tela de juicio, que nos
hagamos preguntas, que indaguemos. Como el ciego que no sabe, pero que se
interroga y argumenta.
Sin
embargo, el riesgo es hacer como los fariseos, que están convencidos de no
tener nada que aprender, nada que entender. Lo saben todo, y basta.
¡Cuánta
arrogancia se ve en nuestro entorno! En las convicciones políticas, blindadas
para prescindir de la opinión de los oponentes.
¡Cuánta
arrogancia en las convicciones agnósticas y anticlericales!; (no hay más que
darse una vuelta por las redes sociales de internet, o por algunas posiciones y
demandas políticas) con posturas rabiosamente intolerantes en nombre de una mal
entendida idea de tolerancia.
¡Cuánta
arrogancia entre nosotros católicos!, siempre armados, siempre a la defensiva,
santamente convencidos de tener que dar leña a los no creyentes y, lo que es
peor, atacar a los creyentes que dudan, que se cuestionan y buscan, como lo
hacía el ciego del evangelio. Católicos que se sienten con la obligación de
defender a la Iglesia, olvidándose de que ella es a la vez santa y pecadora,
siempre en reforma; católicos que se arrogan la potestad de conceder la patente
de catolicidad a los otros.
Pero
Jesús no es arrogante, hermanos. Él va siempre al encuentro de aquellos que no
son acogidos oficialmente por la religión (leprosos, prostitutas, publicanos,
pecadores de todo tipo…). No abandona a quienes lo buscan y lo aman, aunque estén
excluidos de las comunidades e instituciones religiosas. Los que no tienen
sitio en nuestras iglesias tienen un lugar privilegiado en el corazón de Dios.
Dejemos
que el Señor nos devuelva la luz, dejemos que su Palabra nos conduzca a la
verdad completa. Que las preguntas, los cuestionamientos, nos ayuden a
descubrir al Señor resucitado de nuestra vida.
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