La
Palabra proclamada en el día de hoy ya resulta lo suficientemente elocuente,
sin que un comentario pueda añadir gran cosa, pues lo que tenemos delante para
nuestra contemplación es el Hijo del Hombre escarnecido ante el mundo, es el
drama entre la paz y la violencia, entre el rechazo y la reconciliación, entre la
muerte y de la vida.
Cada
uno puede comprender, sin muchas palabras, que todo el ser humano, toda la vida,
y el sentido de la historia y del mundo, están puestos en juego aquí, ante
Cristo muerto en cruz. Casi dan ganas de desaparecer y dejar el puesto al
Misterio del Amor y misericordia así manifestado. Pero no me resisto a poner
rostros concretos a la Pasión de Cristo que acabamos de proclamar: el rostro de
los crucificados de la Historia, en quien hoy sigue muriendo el Siervo el Justo,
llevado al matadero.
No
se trata de una narración sociológica, ni de un manifiesto revolucionario ante
la opresión producida, de modo aterrador, por los poderosos y las fuerzas del
mal. Se trata de contemplar al Crucificado reconociendo que en tantos hermanos
nuestros descartados, sufrientes y maltratados de tantas formas, es el Hijo de
Dios el que sufre, padece y muere. Ellos son los rostros de la pasión de
Cristo.
En nuestro mundo estamos sumidos cada vez más en una cultura de muerte que fomenta el aborto, el suicidio y la eutanasia; la guerra y el terrorismo, la violencia de todo tipo y la pena de muerte, como método para resolver los conflictos; el tráfico y consumo de drogas; el drama humano del hambre y la pobreza.
El
orden mundial, al marginar a África convierte a todo aquel continente en un paradigma
de todos los marginados del mundo. Treinta de los países más pobres del mundo
son africanos. Dos tercios de los refugiados del mundo son africanos. La
esclavitud, el colonialismo viejo y nuevo, los problemas internos como las
rivalidades étnicas y la corrupción han hecho de este continente un océano de
infortunios, diezmado además por múltiples enfermedades como el SIDA y la
malaria.
En
muchas partes del mundo los pueblos
indígenas, aislados y relegados a papeles sociales marginales, ven
amenazados su identidad, su legado cultural y su entorno natural. Otros grupos
sociales, como los intocables de la India o los rohinya en Myannmar, y no sólo
ellos, sufren una dura discriminación social tanto en la sociedad civil como en
la eclesial.
En
muchas partes del mundo, incluidos los países más desarrollados, las fuerzas
económicas y sociales excluyen de los
beneficios de la sociedad a millones de personas. Los desempleados durante
años, los jóvenes sin posibilidad alguna de empleo, los niños de la calle
explotados y abandonados a su suerte, la trata de personas, los menores
soldados, los ancianos en soledad y sin protección social, los que salen de la
cárcel y son rechazados, las víctimas del abuso de drogas, los inmigrantes cruelmente
rechazados en las fronteras...
Todos
ellos están condenados a una vida de dura pobreza, de marginación social y de
precariedad cultural. Hasta llegar a los mil millones de personas que están atrapadas en la pobreza absoluta, de
las que el 70% son mujeres.
En
este mundo nuestro hay actualmente más de 45 millones de personas refugiadas o desplazadas, más del 80% son mujeres y niños,
como lo está mostrando muy cerca la guerras en Ucrania y Palestina. Todos ellos
acogidos a menudo en países todavía más pobres, afrontan un empobrecimiento
creciente y la pérdida del sentido de la vida y la cultura, sin esperanza
posible y con la consiguiente desesperanza y desesperación.
Y
qué decir de los millones de personas vulnerables, que están siendo mucho más
afectadas que otros por tantas causas: los ancianos, las personas sin hogar, los
inmigrantes... Miles de personas muertas no sólo por toda suerte de
enfermedades, sino como consecuencia de la (in)cultura del descarte y de la
exclusión tan arraigada en nuestra sociedad.
Cada
uno de nosotros podrá guiarse por su propia sensibilidad. Pero más allá de
ella, estos crucificados de la Historia son el rostro actual del Siervo
doliente, que nos ha descrito el profeta Isaías, son el rostro del enviado de
Dios, golpeado, aplastado, desfigurado, que no abre libremente la boca. Ellos
son en este Viernes Santo los hijos de Dios, machacados por nuestros delitos.
Ante
semejante dolor, será el combate del Padre contra el mal el que triunfe sobre
el odio y la muerte. Jesús elevado en la cruz, habiendo cumplido toda justicia,
exhala el Espíritu, exhala el soplo creador del Padre sobre el mundo, para
crear el mundo nuevo del Reino de Dios.
A
nosotros, además de la compunción y la compasión, nos queda ser agentes de la
ternura de Dios:
-
Dios no tiene brazos para abrazar porque se los clavaron en la Cruz. Nosotros
somos sus brazos largos para alcanzar a todas las gentes.
-
Dios no tiene piernas para andar porque se las quebraron en la Cruz. Nosotros
somos sus largas piernas para llegar hasta los confines de la tierra.
-
Dios no tiene boca para besar porque enmudeció y quedó fría en la Cruz.
Nosotros somos su boca que habla y que besa a todos los hijos del Padre.
Sin
una identificación real, afectiva y efectiva, con los crucificados de la
Historia, este Viernes Santo será un viernes normal pero nunca un viernes
“santo”.
Dentro
de un momento adoraremos la Cruz de Cristo, besaremos y abrazaremos al Señor de
nuestra vida, sí, pero en él y con él besamos y abrazamos a los millones de
hombres y mujeres que son crucificados continuamente por el pecado del mundo.
¡Te
adoramos, Cristo, y te bendecimos que por tu santa cruz redimiste al mundo!
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