Dios no nos castiga, no hemos hecho ningún mal
para que el Señor nos mande una muerte o una enfermedad. A menudo, el origen
del dolor somos nosotros mismos, nuestra fragilidad, nuestras elecciones
equivocadas.
Dios no es un competidor de nuestra felicidad, ni
la tiene tomada con nosotros, no tenemos que alejarnos de él para poder realizarnos
como personas. Dios no es un patrón al que haya tener contento con mil
devociones y mil rezos.
Dios es un padre que nos espera, que nos respeta,
que nos deja hacer los recorridos y las experiencias de la vida esperando que no
nos perdamos. Dios es un padre bueno que da pan al hijo que se lo pide, que
hace llover sobre los justos y sobre los malvados.
¿No nos basta esto para convertirnos? ¿Todavía no
es suficiente? Escuchemos entonces la historia de la mujer adúltera.
Traiciones
A Jesús le han tendido una trampa extraordinaria. Eso
parece claro.
Una mujer, sin nombre, a la que los acusadores no
conocen, una mujer de la vida, es cogida en flagrante adulterio. ¿Y el traidor que
estuvo con ella? Obviamente no existe. Se trata de una cultura absolutamente machista
que vende el precepto como justicia.
Esta mujer es llevada ante el carpintero de
Nazaret, que se ha hecho rabino. Y le preguntan: “Moisés (¿de verdad fue Moisés?)
ha prescrito que mujeres como ésta deben ser lapidadas, de modo que quede claro
para todos, especialmente a las mujeres, que es mejor permanecer siendo fieles.
Jesús, explícanoslo tú: ¿qué debemos hacer?”
La trampa es fantástica. En primer lugar, es el
Sanedrín quien la ha condenado a muerte, cuando la pena de muerte estaba reservada
a los romanos. ¿Se alineará Jesús con el opresor? ¿O reconocerá el juicio
ilegítimo del Sanedrín?
Por otra parte, fue Moisés el que prescribió la
condena a muerte: ¿se atreverá contradecir una ley divina aquel anárquico
carpintero? ¿La condenará, como dice Moisés, y el Padre misericordioso se retirará
ordenadamente para dejar sitio al Dios justiciero?
Es una trampa fantástica, no se puede decir otra
cosa.
Arabescos
Jesús se inclina y reflexiona. Hace lo que ellos
no quieren hacer y cumple lo que toda ley, todo juicio, incluso religioso,
tiene que hacer: inclinarse, es decir doblarse en humildad y reflexionar, tomar
distancia antes de expresar una sentencia.
Jesús se pone a escribir sobre el adoquinado del Templo, sobre la piedra.
La ley escrita en piedra con las palabras mismas
de Dios, grabada a fuego y entregada a Moisés está siendo traicionada,
menospreciada, sometida a costumbres y a tradiciones simplemente humanas, raquíticas
y mezquinas.
Sí, esta mujer ha traicionado al marido. Pero el
pueblo de Israel también ha traicionado el espíritu auténtico de la Ley. El
hijo de Dios, vuelve a llamar a lo esencial reescribiendo sobre la piedra la
ley que los hombres han adaptado y trastornado a su conveniencia.
Ahora todos callan y Jesús, que es la Palabra,
habla.
“Tenéis razón: la mujer se ha equivocado. Hacéis
bien en matarla, porque hace falta ser inflexibles para salvar la Ley. Ninguno de
vosotros se equivoca, todos sois los mejores, a ninguno de vosotros se os ocurriría
cometer la misma equivocación. ¡Qué buenos sois! El primero que no se haya
equivocado que lance la primera piedra contra ella.”
Todos callan y Jesús vuelve reescribir la Ley. Y
ahora la ley se graba en los corazones.
Tiene razón el Maestro. ¿Si siempre razonamos con
el código en la mano quién se puede salvar? ¿Si nos acusamos los unos a los
otros, quién sobrevivirá?
Todos se van, a uno a uno y las piedras quedan por
tierra.
Perdón
Jesús se muestra fingidamente asombrado. ¿Dónde
están todos?
Él, el único sin pecado, el único que podría
arrojar la primera piedra con razón, no lo hace. Sólo le pide a la mujer que mire
dentro de sí, que recobre su dignidad, que se quiera a sí misma y que viva con
esperanza.
Jesús ni justifica ni condena, sencillamente invita
a levantar la mirada, a ir más allá, a mirar con el corazón la fragilidad de
los otros y descubrir reflejada en ellos la propia fragilidad.
No, Dios no nos juzga. Nos juzgan la vida, la
sociedad, el jefe en el trabajo, nosotros mismos, el qué dirán. Todos nos
juzgan, pero Dios no. Dios nos ama, nos quiere y basta.
Y así aquella mujer es liberada y salvada de la
lapidación. Su fragilidad le salva. “No peques más” le amonesta Jesús.
Pueblo de perdonados
La Iglesia, nuestra querida Iglesia, está hecha de
pecadores perdonados, no de justos. La Iglesia está habitada por gente que sabe
perdonar porque ha sido perdonada, que juzga con amor, sin herir, mirando hacia
adelante, indicando un camino. No es un tribunal acusatorio.
Cuando vivamos del perdón que nos llena el
corazón, entonces, llegaremos a ser transparencia de Dios para las personas en
nuestro mundo de hoy, que buscan en su profundo interior amor y luz en una
sociedad que sólo quiere a los fuertes, buenos y justos, y que se olvida de la realidad
de nuestra fragilidad.
El encuentro con el Señor es como un río en crecida,
que nos hace mirar adelante, como el profeta Isaías profetiza. Sin mirar atrás,
los deportados de Babilonia son invitados a mirar hacia adelante.
Es ésta una profecía para la Iglesia replegada sobre
sí misma, ensimismada en defender privilegios y posiciones, ocupada siempre en protegerse
del mundo exterior en vez de dejarse remover por el Espíritu.
Una profecía para toda persona que busca y que está
herida por la vida. Una invitación a mirar adelante, a creer en una vida
diferente, como hace la pobre mujer adúltera que se encuentra con la infinita y
amorosa mirada de Dios.
Y es que, desde el principio de nuestro camino de
fe, Dios se sirve de mediadores y profetas para ayudarnos a avanzar. Así, el profeta
Isaías se convierte en el heraldo de la buena noticia para el pueblo de Israel.
Pablo contó desde el principio con los hermanos que en Damasco le ayudaron y
acogieron, y luego se convirtió él mismo en pregonero del Evangelio hasta los
confines de la Tierra.
Que Dios nos ayude a recorrer nuestro propio
camino de fe con las ayudas que Él dispone para nosotros, fijos los ojos, como
Pablo, en la meta, sabiendo que Dios no nos quita nada salvo aquello que nos
sobra y nos lastra: todo lo que es basura y pérdida, frente al conocimiento y
el amor de Cristo.
¿Nos basta esto para la conversión, o necesitamos
todavía más? ¡Que el Señor nos ayude!
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