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sábado, 2 de abril de 2022

DOMINGO 5º DE CUARESMA (Ciclo C)





Primera Lectura: Is 43, 16-21
Salmo Responsorial: Salmo 125
Segunda Lectura: Flp 3, 8-14
Evangelio: Jn 8, 1-11

Dios no nos castiga, no hemos hecho ningún mal para que el Señor nos mande una muerte o una enfermedad. A menudo, el origen del dolor somos nosotros mismos, nuestra fragilidad, nuestras elecciones equivocadas.

Dios no es un competidor de nuestra felicidad, ni la tiene tomada con nosotros, no tenemos que alejarnos de él para poder realizarnos como personas. Dios no es un patrón al que haya tener contento con mil devociones y mil rezos.

Dios es un padre que nos espera, que nos respeta, que nos deja hacer los recorridos y las experiencias de la vida esperando que no nos perdamos. Dios es un padre bueno que da pan al hijo que se lo pide, que hace llover sobre los justos y sobre los malvados.

¿No nos basta esto para convertirnos? ¿Todavía no es suficiente? Escuchemos entonces la historia de la mujer adúltera.

Traiciones

A Jesús le han tendido una trampa extraordinaria. Eso parece claro.

Una mujer, sin nombre, a la que los acusadores no conocen, una mujer de la vida, es cogida en flagrante adulterio. ¿Y el traidor que estuvo con ella? Obviamente no existe. Se trata de una cultura absolutamente machista que vende el precepto como justicia.

Esta mujer es llevada ante el carpintero de Nazaret, que se ha hecho rabino. Y le preguntan: “Moisés (¿de verdad fue Moisés?) ha prescrito que mujeres como ésta deben ser lapidadas, de modo que quede claro para todos, especialmente a las mujeres, que es mejor permanecer siendo fieles. Jesús, explícanoslo tú: ¿qué debemos hacer?”

La trampa es fantástica. En primer lugar, es el Sanedrín quien la ha condenado a muerte, cuando la pena de muerte estaba reservada a los romanos. ¿Se alineará Jesús con el opresor? ¿O reconocerá el juicio ilegítimo del Sanedrín?

Por otra parte, fue Moisés el que prescribió la condena a muerte: ¿se atreverá contradecir una ley divina aquel anárquico carpintero? ¿La condenará, como dice Moisés, y el Padre misericordioso se retirará ordenadamente para dejar sitio al Dios justiciero?

Es una trampa fantástica, no se puede decir otra cosa.

 Arabescos

Jesús se inclina y reflexiona. Hace lo que ellos no quieren hacer y cumple lo que toda ley, todo juicio, incluso religioso, tiene que hacer: inclinarse, es decir doblarse en humildad y reflexionar, tomar distancia antes de expresar una sentencia.

Jesús se pone a escribir sobre el adoquinado del Templo, sobre la piedra.

La ley escrita en piedra con las palabras mismas de Dios, grabada a fuego y entregada a Moisés está siendo traicionada, menospreciada, sometida a costumbres y a tradiciones simplemente humanas, raquíticas y mezquinas.

Sí, esta mujer ha traicionado al marido. Pero el pueblo de Israel también ha traicionado el espíritu auténtico de la Ley. El hijo de Dios, vuelve a llamar a lo esencial reescribiendo sobre la piedra la ley que los hombres han adaptado y trastornado a su conveniencia.

Ahora todos callan y Jesús, que es la Palabra, habla.

“Tenéis razón: la mujer se ha equivocado. Hacéis bien en matarla, porque hace falta ser inflexibles para salvar la Ley. Ninguno de vosotros se equivoca, todos sois los mejores, a ninguno de vosotros se os ocurriría cometer la misma equivocación. ¡Qué buenos sois! El primero que no se haya equivocado que lance la primera piedra contra ella.”

Todos callan y Jesús vuelve reescribir la Ley. Y ahora la ley se graba en los corazones.

Tiene razón el Maestro. ¿Si siempre razonamos con el código en la mano quién se puede salvar? ¿Si nos acusamos los unos a los otros, quién sobrevivirá?

Todos se van, a uno a uno y las piedras quedan por tierra.

Perdón

Jesús se muestra fingidamente asombrado. ¿Dónde están todos?

Él, el único sin pecado, el único que podría arrojar la primera piedra con razón, no lo hace. Sólo le pide a la mujer que mire dentro de sí, que recobre su dignidad, que se quiera a sí misma y que viva con esperanza.

Jesús ni justifica ni condena, sencillamente invita a levantar la mirada, a ir más allá, a mirar con el corazón la fragilidad de los otros y descubrir reflejada en ellos la propia fragilidad.

No, Dios no nos juzga. Nos juzgan la vida, la sociedad, el jefe en el trabajo, nosotros mismos, el qué dirán. Todos nos juzgan, pero Dios no. Dios nos ama, nos quiere y basta.

Y así aquella mujer es liberada y salvada de la lapidación. Su fragilidad le salva. “No peques más” le amonesta Jesús.

 Pueblo de perdonados

La Iglesia, nuestra querida Iglesia, está hecha de pecadores perdonados, no de justos. La Iglesia está habitada por gente que sabe perdonar porque ha sido perdonada, que juzga con amor, sin herir, mirando hacia adelante, indicando un camino. No es un tribunal acusatorio.

Cuando vivamos del perdón que nos llena el corazón, entonces, llegaremos a ser transparencia de Dios para las personas en nuestro mundo de hoy, que buscan en su profundo interior amor y luz en una sociedad que sólo quiere a los fuertes, buenos y justos, y que se olvida de la realidad de nuestra fragilidad.

El encuentro con el Señor es como un río en crecida, que nos hace mirar adelante, como el profeta Isaías profetiza. Sin mirar atrás, los deportados de Babilonia son invitados a mirar hacia adelante.

Es ésta una profecía para la Iglesia replegada sobre sí misma, ensimismada en defender privilegios y posiciones, ocupada siempre en protegerse del mundo exterior en vez de dejarse remover por el Espíritu.

Una profecía para toda persona que busca y que está herida por la vida. Una invitación a mirar adelante, a creer en una vida diferente, como hace la pobre mujer adúltera que se encuentra con la infinita y amorosa mirada de Dios.

Y es que, desde el principio de nuestro camino de fe, Dios se sirve de mediadores y profetas para ayudarnos a avanzar. Así, el profeta Isaías se convierte en el heraldo de la buena noticia para el pueblo de Israel. Pablo contó desde el principio con los hermanos que en Damasco le ayudaron y acogieron, y luego se convirtió él mismo en pregonero del Evangelio hasta los confines de la Tierra.

Que Dios nos ayude a recorrer nuestro propio camino de fe con las ayudas que Él dispone para nosotros, fijos los ojos, como Pablo, en la meta, sabiendo que Dios no nos quita nada salvo aquello que nos sobra y nos lastra: todo lo que es basura y pérdida, frente al conocimiento y el amor de Cristo.

¿Nos basta esto para la conversión, o necesitamos todavía más? ¡Que el Señor nos ayude!

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