Estamos celebrando la noche más larga.
Después de aquella noche en la que fuimos testigos —conmovidos e impotentes—
de la lucha interior de Jesús y de su terrible decisión de entregarse por la
salvación de la humanidad, estamos a punto de vivir la madre de todas las
vigilias: la noche en la que la muerte fracasó en su intento de frenar el poder
de Dios.
Este sábado, en el que la Iglesia espera con ansias correr al amanecer
hacia la tumba y anunciar con gozo: “¡No está aquí, ha resucitado!”, se
ha consumido en el silencio expectante de una alegría contenida. Frente al
sepulcro vacío, la comunidad de discípulos evoca las palabras y los gestos del
Maestro, que ahora cobran su verdadero significado.
Pero no sólo eso: la mirada se eleva más allá del horizonte y reinterpreta
toda la historia entre Dios e Israel, descubriendo en los acontecimientos
narrados por las Escrituras un crescendo que culmina gloriosamente en la venida
de Cristo, en su muerte y en su resurrección.
¡Tenemos razones para regocijarnos, hermanos en la fe!
Hoy el Señor Jesús se levanta de entre los muertos, revelando a todos quién
es realmente. Dejemos que el torrente desbordante de la proclamación pascual
rompa los diques de la desconfianza y del dolor que, a veces, ahogan nuestra
pequeña vida.
Huir del sepulcro
Seguimos buscando al crucificado. Seguimos creyendo, quizá
inconscientemente, que Dios quiere estar embalsamado. Y así, adaptamos nuestra
vida y nuestra pastoral a esa lógica triste del embalsamamiento.
Como si Dios quisiera ser venerado como una momia o custodiado en un
mausoleo.
Piadosa y devota es la fe de las mujeres que, al amanecer del día siguiente
al sábado, van a completar lo que no pudieron hacer aquel trágico viernes.
Buscan a su Maestro, aplastado por los acontecimientos, con desesperación y
resignación. Quieren devolverle una apariencia de dignidad al hombre que amaron
y siguieron, al que las amó e instruyó.
Pero están equivocadas. El Señor ya no está allí. Ha resucitado.
Deben alejarse del sepulcro. No es tiempo de velarlo, sino de ir al lugar
donde el Señor las espera. El Nazareno ha resucitado. ¡No ha sido reanimado, ni
reencarnado! Ha resucitado, gloriosamente.
No entendemos del todo lo que significa "haber resucitado",
porque nadie lo ha hecho como Él. Lázaro volvió a la vida, pero volvió a morir.
Jesús no.
Él vive, espléndidamente y para siempre.
No es un fantasma ni una ectoplasma. Es Él mismo, que se deja reconocer por
sus discípulos, que come con ellos, que los sorprende con su presencia.
Jesús ha resucitado, hermanos, lo comprendamos o no, lo creamos o no.
Ha resucitado, y todo cambia. Ha resucitado, y todo se ilumina de manera
distinta. Ha resucitado, y Jesús ya no es solo un gran hombre, sabio,
bondadoso, un rabino o profeta.
Es mucho más. Es Dios vivo.
¿Mujeres o guardias?
Frente a la resurrección, solo caben dos posturas: la de las mujeres o la
de los guardias.
Mujeres: discípulas y discípulos que aman al Maestro, que lo buscan en los pliegues
de la vida y de la historia. Son frágiles, incapaces por sí solos de mover las
muchas piedras que cierran su sepulcro interior: las heridas del pasado, los
errores, los miedos. Pero es el ángel del Señor quien hace rodar la piedra… y
se sienta encima. ¡Qué divina ironía!
Guardias: gente pagada —como Judas, una vez más el dinero— para mentir, para negar
la evidencia, para no complicarse la vida. Para ellos, la resurrección es un
estorbo, una amenaza, un problema. Como lo es para esta civilización
occidental: despistada y feroz, arrogante y decadente. Una civilización que
niega lo evidente, que ridiculiza la fe, que se olvida de sí misma y de sus
raíces.
Conversiones
¡Feliz Pascua, discípulos del Resucitado!
Feliz Pascua a los que han superado la cruz y ahora siembran esperanza y
luz en su entorno. Feliz Pascua también a quienes aún permanecen en el Gólgota,
como Tomás o Pedro. Todavía hay tiempo para convertirnos a la alegría, después
de abrazar la lógica de un Dios que muere por amor.
Feliz Pascua, porque si Cristo ha resucitado, debemos buscar las cosas de
allá arriba. Debemos dejar atrás el sepulcro con urgencia, porque la muerte no
ha logrado contener la fuerza inmensa de la vida de Dios.
Díselo a ti mismo. Repítelo a otros: Jesús está vivo. Pocos lo saben.
Incluso muchos cristianos parecen haberlo olvidado.
Sí, lo sé: vivimos un momento difícil para nuestra España —pendenciera,
acomplejada y mezquina—, y para este mundo violento y despiadado. Precisamente
por eso, tenemos que resucitar.
Y no me digas que no podemos, que nadie nos escucha. ¡Jesús, tan simpático
Él, confió el mensaje más importante de la historia de la humanidad a unas
mujeres que, en aquel tiempo, ni siquiera podían hablar en público!
Ánimo, entonces. Vivamos como resucitados. Busquemos las cosas de arriba.
Porque la tumba vacía nos grita que la muerte no ha vencido. Que ya
nunca más vencerá. ¡Jamás!
Porque el Señor ha resucitado. Y la
VIDA tiene la última palabra.
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