Dios no es quien envía desgracias ni un patrón que castra la libertad de su
gente. No es un déspota que exige sumisión bajo amenaza de castigo, ni alguien
que esgrime la Ley con ansias de condenar a quien no la cumpla.
Para reconocer a Dios, hace falta atravesar el desierto, buscar la verdad y
sentir el hambre de sentido. Es entonces cuando su Palabra se revela y nos
rendimos ante su evidencia: un Dios que deja crecer a sus hijos, que todo lo ha
hecho bien y que hace llover sobre justos e injustos. Un Padre amoroso que,
como en la parábola, espera con dignidad al hijo que lo rechazó y, al mismo
tiempo, sale a consolar al hijo que se siente ofendido. Un Dios verdaderamente
justo, que podría condenarnos, pero en cambio nos llama a salir de la
mediocridad del pecado y de la falsa libertad.
Nos encontramos al final del camino cuaresmal. En el horizonte ya brilla la
luz del Tabor. Comienza la Semana Santa, la más grande de todas, llena de
asombro, sangre, amor y emociones intensas.
Hosanna al Rey
Jesús entra triunfalmente en Jerusalén. La multitud lo aclama, alza ramas
de olivo y palmera, y extiende sus mantos al paso del Maestro de Galilea. Es un
momento de efímera gloria antes de la tragedia, un reconocimiento frágil antes
del abandono. Jesús sabe lo que está por ocurrir. Conoce la inconstancia del
juicio humano, la debilidad de su fe difusa y la fragilidad de su voluntad
ondulante.
Pero ¿qué importa? En ese instante, el Nazareno sonríe y recibe la alabanza
que le ofrece el pueblo, y él la dirige al Padre. No es un rey terrenal; su
majestad no se viste de oro ni es custodiada por soldados. No entra en
Jerusalén montado en un corcel blanco, sino en un humilde pollino. Con ello nos
recuerda que el poder no debe tomarse demasiado en serio, que la gloria humana
es efímera y que la verdadera grandeza se encuentra en el servicio.
¡Hosanna, Hijo de David! ¡Dios increíble y magnífico Rey!
¡Hosanna de tus pobres hijos! Ilusos, heridos y mendigos.
¡Hosanna, Rey de los humildes y protector de los quebrantados!
La Iglesia, santa y pecadora,
levanta su voz en alabanza, reconociendo en Cristo la única razón de vivir y el
único mensaje verdaderamente bueno. ¡Querido Maestro, ¡Hosanna!
La Pasión según Lucas
Lucas narra la Pasión reflejando el amor que ha recibido de Cristo. El Dios de
Jesús lo ama, y él ama al Señor al que ha conocido por medio de las vibrantes palabras
del apóstol Pablo. En su relato, la agonía se concentra en la oración de Getsemaní, donde
Jesús lucha contra las tinieblas que lo invitan a rendirse.
¿Comprenderá la gente el significado de este sacrificio? ¿O pasará desapercibido,
como tantos otros gestos de amor?
Predicar y sanar es una cosa; morir desnudo y colgado de una cruz, otra.
Jesús elige conscientemente su destino, con dolor, pero con determinación. Se
hunde en la voluntad humana —que lo lleva a la muerte— para que nosotros
descubramos la voluntad de Dios, que es entrega total de sí mismo por amor.
Jesús acepta
morir para que nadie pueda decir que su mensaje es una fantasía. Y en medio de
la tragedia, todo se convierte en el milagro de lo imposible: al siervo se
le restaura la oreja, Pilato y Herodes se reconcilian, Pedro llora su traición,
el procurador pagano lo reconoce como justo, las mujeres son a la vez
consoladas e inquietadas, el ladrón crucificado es perdonado y la multitud
regresa a casa golpeándose el pecho.
La muerte de Dios está impregnada de una dulzura inesperada.
Amor Crucificado
Así nos ama Dios, hermanos. Así nos acoge. Contemplamos la Pasión y nos
conmueve, no por el impacto de la sangre y el sufrimiento, al estilo de
Mel Gibson en aquella película carnicera, sino por el desconcertante e
insólito espectáculo de un Dios que muere por amor.
Este es
nuestro Dios: un Crucificado, entregado completamente. Como dijo el Papa
Francisco en una de sus homilías en Santa Marta: “Si se quiere conocer la historia de amor que el
Señor tiene por los hombres, es suficiente ver el Crucifijo, en el que hay un
Dios vaciado de la divinidad, ensuciado de pecado, con tal de salvar a las
personas de todos los tiempos”.
Permanezcamos ante este misterio, como lo hace Lucas, asistiendo al
asombroso espectáculo de un Dios que muere. Su muerte sacude las conciencias,
abre los corazones y nos deja sin aliento.
Cuando aceptamos el dolor con amor, cuando, a pesar de la violencia,
aprendemos a perdonar y a entregarnos, nuestra vida también se llena de
milagros, prodigios
y conversiones, aunque no los percibamos.
Buen camino
pascual, hermanos. Dejémonos arrastrar por la narración de estos días
santos y revivamos en nosotros los sonidos, los olores y los colores de aquel
tiempo en que Dios murió entregándose a sí mismo en nuestras ingratas manos.
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