Jesús
ha resucitado, proclamamos. Pues muy bien. Vivas y aplausos…
Sin
embargo, todavía muchos siguen en el sepulcro. Rígidos como cadáveres. Trastocados
de dolor, como si el alma se les hubiera endurecido, sin emociones, sin deseos,
sin sobresaltos. Como si la resurrección concerniese a otras personas, como si
no fuera de veras conmigo.
Hay
muchas personas que, aun diciéndose creyentes, viven así la Pascua. Es una pena.
Gente que sufre pacientemente, arrollada por los acontecimientos; personas que,
por sus propios límites, o por dolor físico o espiritual, viven la Pascua sólo como
una creencia, con un voluntarismo obstinado de puro esfuerzo, creyendo a la
fuerza y con el alma vacilante. Trastocadas como si la resurrección, en la que
creen firmemente, no haya sido por ellas.
Exactamente
como le pasó a Pedro. El último de los apóstoles en convertirse.
El delito
Pedro
llega a la resurrección con el corazón en un puño. Su historia, la conocemos todos:
Simón el pescador, llamado a convertirse en discípulo del carpintero de Nazaret;
los tres años de seguimiento entusiasta con un crecido aumento de fama y
popularidad; la promesa que el Señor le hace - a él - de ser el referente del
grupo de seguidores, el guardián de la fe; las meteduras de pata de Pedro que
no logra moderar su carácter demasiado impulsivo y sanguíneo y, finalmente, la
catástrofe de la cruz que todo lo desbarata.
Pedro,
en el patio del Sanedrín, había negado conocer al hombre que creía amar y
servir fielmente, sin fisuras; el hombre y el Mesías por el que – decía- hubiera
dado la vida. Bastó la pregunta de una criada cotilla, para que se derrumbasen las
frágiles certezas de quien llegaría a ser el príncipe de los apóstoles. Luego
la detención, el proceso sumario y la ejecución. Después, también Pedro huyó,
como todos.
Sólo logramos entender vagamente cuánto dolor, cuánta desolación y cuánto suplicio sacudió la vida de los apóstoles. Pedro, sufriendo por la muerte del Maestro y por su misma muerte como discípulo, quedó desquiciado por su pecado. Y ahí siguió.