¡Cristo
ha resucitado! Lo proclamamos con gozo: ¡Aleluya! Y nos unimos con cantos, con
vivas, con aplausos…
Pero…
¿y si les dijera que muchos aún siguen en el sepulcro?
Muchos,
aunque vivos, caminan como muertos: con el alma endurecida, sin deseos, sin
sobresaltos, como si la resurrección no tuviera nada que ver con ellos, como si
fuera una fiesta ajena.
Sí, incluso entre creyentes, hay quienes
viven la Pascua solo como una tradición, con resignación, arrastrando dolores,
límites, enfermedades… y haciendo de la fe un acto de puro esfuerzo. Creen, sí,
pero como a la fuerza. Confiesan que Cristo ha resucitado, pero sienten que esa
resurrección no ha sido por ellos.
Y
esto, hermanos, le pasó a Pedro. ¡Al mismísimo Pedro! El último de los
apóstoles en convertirse realmente al Resucitado.
El delito
Pedro
llega a la resurrección con el corazón en un puño. Su historia es bien
conocida: Simón, el pescador, llamado a seguir al carpintero de Nazaret. Tres
años de seguimiento, de promesas, de meteduras de pata, pero también de
esperanza... Jesús le promete a él –precisamente a él– ser la roca, el
referente, el guardián de la fe.
Pero
Pedro, con su carácter impetuoso y apasionado, no logra contenerse, y llega la
catástrofe de la cruz, el derrumbe de todo. En el patio del Sanedrín, Pedro
niega conocer al hombre al que juró amar y seguir hasta la muerte. Bastó la
pregunta de una criada para desmoronar las frágiles certezas del que sería el
príncipe de los apóstoles. Luego vino el arresto, el juicio sumario y la
ejecución. Y también Pedro huyó, como todos.
Apenas podemos imaginar la angustia, la desolación, el tormento que sacudió a los apóstoles. Pedro, desgarrado por la muerte del Maestro y por su propia traición, quedó preso de su culpa.
Jesús ha resucitado, pero Pedro no
Jesús
ha resucitado y se ha aparecido a sus discípulos. Pedro y Juan corrieron al
sepulcro, y la tarde de Pascua Pedro estaba en el Cenáculo, aunque de una
manera distinta a Tomás. Lucas incluso menciona una aparición privada a Pedro,
de la cual no sabemos mucho.
Pedro
estuvo presente en varias apariciones del Resucitado. Y sin embargo… no pasa
nada en su interior. Su corazón
seguía seco, endurecido. Jesús estaba vivo, glorioso... pero Pedro no, él sigue
atrapado en el pasado.
Él
creía, sí, pero su fe no podía con su culpa. Como nos pasa a muchos.
El
comienzo del evangelio de hoy describe uno de los momentos más tristes del
cristianismo: Pedro vuelve a pescar. La última vez que lo hizo, tres años
atrás, fue cuando conoció a aquel tipo extraño que hablaba del Reino de Dios.
Ahora,
volver a pescar era como decir: se acabó, fin de la aventura, fin del
paréntesis místico. Toca regresar a la realidad. Los otros apóstoles,
compasivos e ilusos, lo acompañan, esperando poder animarlo.
Pero
nada. La pesca es estéril. El corazón de Pedro está tan seco… que asusta hasta
a los peces.
Y Jesús
ahí, como tantas veces, lo espera al final de la noche. Jesús siempre
nos espera al final de la noche. De cada noche. De todas las noches de nuestra
vida, por oscuras que sean.
Acampados
El
ambiente está cargado. Nadie dice nada mientras ordenan las redes. Solo el
sonido del mar. El silencio se rompe cuando un forastero les pregunta por la
pesca. Nadie tiene ánimo de hablar. Están encorvados, cabizbajos, con el
corazón herido y seco.
–
«Volved al mar y echad las redes». Todos se detienen. Andrés mira a Juan, que
mira a Tomás, que mira a Pedro.
–
¿Qué ha dicho? ¿Que volvamos a pescar? Nadie protesta. Regresan al mar, lanzan
las redes... y ocurre lo increíble.
¿Me amas, Pedro?
El
silencio ahora tiene otro peso. Jesús actúa con naturalidad: bromea, ríe, come
con ellos. Luego, lo intenta todo y llama a Pedro aparte. La última vez que se
habían visto fue en el patio del Sanedrín.
–
«¿Me amas, Simón?»
–
“¿Cómo puedo decir que te amo, Maestro? ¿Cómo atreverme siquiera?”, piensa
Pedro. Pero responde con sencillez:
–
«Sí, te amo».
Una
segunda vez:
–
«¿Me amas, Simón?»
Pedro
piensa: “Basta, Señor. Sabes que no soy capaz, déjalo estar”. Y responde:
–
«Sí, te amo».
Una
tercera vez:
–
«¿Me amas, Simón?»
Pedro
ya no responde. Se siente sacudido otra vez. Ahora es Jesús quien baja el tono,
quien se adapta a la herida. Pedro tiene un nudo en la garganta.
A
Jesús no le importa la fragilidad de Pedro, ni su traición, ni sus errores.
Solo le pide una cosa: Que lo ame. Como pueda. Pero que lo ame.
–
«¿Qué quieres que te diga, Señor? Tú lo sabes todo. Tú sabes cuánto te amo».
Pedro se rinde al amor.
Jesús
sonríe.
Porque
ahora Pedro está listo. Porque el que ha tocado su propia miseria, puede
comprender la miseria de los demás.
Puede
ser un buen pastor. Puede ser un buen Papa.
Y el
Señor le dice: – «¡Sígueme!».
Conclusión: También a ti
También
hoy, a ti, a mí, a cada uno de nosotros, el Señor nos dice:
“Si
me amas, sígueme. Sígueme en esta tarea de dar vida, para que otros vivan. No
quieras controlar el camino: yo te guiaré.
Tú
solo ámame. Como puedas. Pero ámame”.
Hermanos:
la resurrección no es una idea, no es un dogma, no es una fecha en el
calendario. Es un encuentro con el Viviente. Con el que no te pide perfección… sino
amor.
¿Tú
lo amas? Entonces, síguelo.
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