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sábado, 17 de mayo de 2025

DOMINGO 5º DE PASCUA (Ciclo C)


Primera Lectura: Hch 14, 21-27
Salmo Responsorial: Salmo 144
Segunda Lectura: Ap 21, 1-5
Evangelio: Jn 13, 31.33-35


Jesús acababa de anunciar a sus discípulos que uno de ellos lo entregaría. El Maestro, naturalmente, se encontraba turbado. Al aproximarse la hora, sentía profundamente el peso del trascendental acto que estaba por realizar. Los apóstoles se miraban perplejos, creyendo que el traidor estaba frente a ellos, cuando en realidad, la traición anidaba en el interior de cada uno, en el interior de cada uno de nosotros.

Juan, el evangelista, reclinándose sobre el pecho de Jesús, le interrogó: "¿Quién es, Señor?".

Jesús, mojando el pan, se lo ofreció a Judas, quien lo comió, volviéndose hosco y distante. En la tradición de Israel, ofrecer pan era la máxima expresión de acogida, pero Judas lo interpretó como una afrenta. Así sucede a veces, cuando un gesto nuestro, cargado de afecto, es percibido dramáticamente por el otro como todo lo contrario. Jesús, con este acto, revelaba a Judas que, a pesar de todo, era el discípulo más amado, deseando estrecharlo contra su pecho para que sintiera la magnitud de su amor.

Judas, impactado, salió del cenáculo en la oscuridad. Las tinieblas lo invadieron. Pero llevaba consigo el pan, la Eucaristía, en su corazón.

Jesús, al contrario, estaba empezando a asomarse a las tinieblas, pero la luz irrumpiría en la más densa oscuridad.

Glorificación

Jesús insistió y enfatizó: "Ahora – dijo – he sido glorificado". En el momento en que Judas se disponía a traicionarlo, con un corazón sombrío y hostil, Dios manifestaría la inmensidad de su amor. En la traición de Judas se revela la dimensión del amor de Jesús.

Judas se perdió, pero ¿acaso no vino el Señor precisamente a salvar a los perdidos? ¿No es la perdición el lugar teológico de la salvación? ¿No somos salvados precisamente porque antes nos habíamos extraviado?

A través de Judas, Jesús pudo demostrar que el amor incondicional de Dios no tiene límites.

Todos nosotros, al tomar conciencia de nuestra propia existencia, nos preguntamos: ¿estoy perdido o salvado? Jesús nos responde: estabas perdido y has sido salvado.

Ni los apóstoles ni nosotros comprendimos esto, al igual que no entendimos el significado del lavatorio de los pies.

Pedro afirmó poco después estar dispuesto a dar la vida por Jesús. Pero el canto de un gallo le recordaría sus limitaciones. Y Jesús le haría ver que era él quien daría la vida por sus discípulos.

Pedro no tenía que morir por el Señor, sino morir con el Señor. Todo lo que un discípulo puede hacer – todo lo que nosotros podemos hacer – es imitar al Maestro, no reemplazarlo.

A nuestro alrededor, muchos proclaman que la gloria reside en el éxito y el aplauso. Jesús, en el momento más crítico de su vida, declara estar en la cúspide de su glorificación. La gloria consiste en poder demostrar el amor que uno alberga.

Poco importa si alcanzamos premios Nobel o nos convertimos en grandes personajes, padres ejemplares o santos insignes. Lo esencial es cuánto hemos amado o deseado amar. Esa es la verdadera gloria, una gloria que el mundo desconoce y que nadie puede arrebatarnos.

¿Qué sucedería si, en lugar de consumir nuestras vidas mendigando aplausos o reconocimientos, comenzáramos simplemente a desear amar?

Amaros

Entre los episodios de Judas y Pedro, los otros evangelistas sitúan la Última Cena. Juan omite la narración de la cena para sustituirla por el lavatorio de los pies, queriendo significar que la liturgia carece de autenticidad si no se traduce en servicio al hermano necesitado. Entre las dos traiciones y las dos salvaciones (la de Judas, liberado del mal, y la de Pedro, rescatado de un falso bien), Juan inserta el mandamiento único y supremo del amor.

Jesús sólo nos pide que nos amemos con el mismo amor con el que él nos ama. Con su amor. No con un amor de simpatía hacia quien nos agrada, ni con un amor selectivo, ni con un amor forzado o meramente virtuoso. Sino con el amor que, emanando de Cristo, puede llenar nuestro corazón para luego fluir hacia el corazón de los demás.

No sé vosotros, pero a mí me cuesta mucho querer a las personas antipáticas, o las que me hacen daño. Solo el amor que proviene de Dios y que él me concede, un amor teológico, me permite amar más allá de los sentimientos y las emociones.

La Iglesia no es un club de gente amable con buenos sentimientos y consuelos fáciles, un pasatiempo con Jesús como centro; no. La Iglesia es la comunidad de aquellos que han sido encontrados y amados por Cristo. Que han experimentado personalmente un encuentro con Cristo y su amor. Por eso son capaces de amar. Personas que aman desde lo más profundo de su ser, desde el corazón de Cristo que habita en sus corazones.

Identidad

Los cristianos debemos ser reconocidos por nuestro amor. Tertuliano, en el siglo II, decía: "Es precisamente esta eficacia del amor entre nosotros lo que nos atrae el odio de algunos que dicen: mirad cómo se aman, mientras ellos se odian entre sí".

No hemos de ser identificados por nuestras devociones, ni por nuestras oraciones, ni por signos externos, ni siquiera por las organizaciones caritativas que tanto bien hacen, sino por el amor. El amor es lo que principalmente debe primar en la Iglesia. Un amor verdadero y libre, que se manifieste de forma evidente en el servicio y la entrega a los demás.

Un amor equilibrado entre emociones y decisiones, entre afecto y voluntad, un amor que se torne concreto y efectivo, tolerante y paciente, auténtico y accesible, que sepa manifestarse también en los momentos de prueba y traición.

Celebrando hoy la Eucaristía, la memoria del Resucitado, busquemos sobre todo amar y servir más y mejor, de modo que quien nos vea se percate de que Cristo vive entre nosotros.

Para que también nosotros, de ese modo, glorifiquemos al Padre que nos entrega todo su amor. Que así sea.

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