Jesús acababa
de anunciar a sus discípulos que uno de ellos lo entregaría. El Maestro, naturalmente,
se encontraba turbado. Al aproximarse la hora, sentía profundamente el peso del
trascendental acto que estaba por realizar. Los apóstoles se miraban perplejos,
creyendo que el traidor estaba frente a ellos, cuando en realidad, la traición
anidaba en el interior de cada uno, en el interior de cada uno de nosotros.
Juan, el
evangelista, reclinándose sobre el pecho de Jesús, le interrogó: "¿Quién
es, Señor?".
Jesús,
mojando el pan, se lo ofreció a Judas, quien lo comió, volviéndose hosco y
distante. En la tradición de Israel, ofrecer pan era la máxima expresión de
acogida, pero Judas lo interpretó como una afrenta. Así sucede a veces, cuando
un gesto nuestro, cargado de afecto, es percibido dramáticamente por el otro
como todo lo contrario. Jesús, con este acto, revelaba a Judas que, a pesar de
todo, era el discípulo más amado, deseando estrecharlo contra su pecho para que
sintiera la magnitud de su amor.
Judas,
impactado, salió del cenáculo en la oscuridad. Las tinieblas lo invadieron.
Pero llevaba consigo el pan, la Eucaristía, en su corazón.
Jesús, al
contrario, estaba empezando a asomarse a las tinieblas, pero la luz irrumpiría
en la más densa oscuridad.
Glorificación
Jesús
insistió y enfatizó: "Ahora – dijo – he sido glorificado". En el
momento en que Judas se disponía a traicionarlo, con un corazón sombrío y
hostil, Dios manifestaría la inmensidad de su amor. En la traición de Judas se
revela la dimensión del amor de Jesús.
Judas se
perdió, pero ¿acaso no vino el Señor precisamente a salvar a los perdidos? ¿No
es la perdición el lugar teológico de la salvación? ¿No somos salvados
precisamente porque antes nos habíamos extraviado?
A través de Judas, Jesús pudo demostrar que el amor incondicional de Dios no tiene límites.
Todos
nosotros, al tomar conciencia de nuestra propia existencia, nos preguntamos:
¿estoy perdido o salvado? Jesús nos responde: estabas perdido y has sido
salvado.
Ni los
apóstoles ni nosotros comprendimos esto, al igual que no entendimos el
significado del lavatorio de los pies.
Pedro afirmó
poco después estar dispuesto a dar la vida por Jesús. Pero el canto de un gallo
le recordaría sus limitaciones. Y Jesús le haría ver que era él quien daría la
vida por sus discípulos.
Pedro no tenía que morir por el Señor, sino morir con el Señor. Todo lo que un discípulo puede hacer – todo lo que nosotros podemos hacer – es imitar al Maestro, no reemplazarlo.
A nuestro
alrededor, muchos proclaman que la gloria reside en el éxito y el aplauso.
Jesús, en el momento más crítico de su vida, declara estar en la cúspide de su
glorificación. La gloria consiste en poder demostrar el amor que uno alberga.
Poco importa
si alcanzamos premios Nobel o nos convertimos en grandes personajes, padres
ejemplares o santos insignes. Lo esencial es cuánto hemos amado o deseado amar.
Esa es la verdadera gloria, una gloria que el mundo desconoce y que nadie puede
arrebatarnos.
¿Qué
sucedería si, en lugar de consumir nuestras vidas mendigando aplausos o
reconocimientos, comenzáramos simplemente a desear amar?
Amaros
Entre los
episodios de Judas y Pedro, los otros evangelistas sitúan la Última Cena. Juan
omite la narración de la cena para sustituirla por el lavatorio de los pies,
queriendo significar que la liturgia carece de autenticidad si no se traduce en
servicio al hermano necesitado. Entre las dos traiciones y las dos salvaciones
(la de Judas, liberado del mal, y la de Pedro, rescatado de un falso bien),
Juan inserta el mandamiento único y supremo del amor.
Jesús sólo
nos pide que nos amemos con el mismo amor con el que él nos ama. Con su amor.
No con un amor de simpatía hacia quien nos agrada, ni con un amor selectivo, ni
con un amor forzado o meramente virtuoso. Sino con el amor que, emanando de
Cristo, puede llenar nuestro corazón para luego fluir hacia el corazón de los
demás.
No sé
vosotros, pero a mí me cuesta mucho querer a las personas antipáticas, o las que
me hacen daño. Solo el amor que proviene de Dios y que él me concede, un amor
teológico, me permite amar más allá de los sentimientos y las emociones.
La Iglesia no
es un club de gente amable con buenos sentimientos y consuelos fáciles, un
pasatiempo con Jesús como centro; no. La Iglesia es la comunidad de aquellos
que han sido encontrados y amados por Cristo. Que han experimentado
personalmente un encuentro con Cristo y su amor. Por eso son capaces de amar. Personas
que aman desde lo más profundo de su ser, desde el corazón de Cristo que habita
en sus corazones.
Identidad
Los
cristianos debemos ser reconocidos por nuestro amor. Tertuliano, en el siglo
II, decía: "Es precisamente esta eficacia del amor entre nosotros lo
que nos atrae el odio de algunos que dicen: mirad cómo se aman, mientras
ellos se odian entre sí".
No hemos de
ser identificados por nuestras devociones, ni por nuestras oraciones, ni por
signos externos, ni siquiera por las organizaciones caritativas que tanto bien
hacen, sino por el amor. El amor es lo que principalmente debe primar en la
Iglesia. Un amor verdadero y libre, que se manifieste de forma evidente en el
servicio y la entrega a los demás.
Un amor
equilibrado entre emociones y decisiones, entre afecto y voluntad, un amor que
se torne concreto y efectivo, tolerante y paciente, auténtico y accesible, que
sepa manifestarse también en los momentos de prueba y traición.
Celebrando
hoy la Eucaristía, la memoria del Resucitado, busquemos sobre todo amar y
servir más y mejor, de modo que quien nos vea se percate de que Cristo vive
entre nosotros.
Para que
también nosotros, de ese modo, glorifiquemos al Padre que nos entrega todo su
amor. Que así sea.
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