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sábado, 24 de mayo de 2025

DOMINGO 6º DE PASCUA (Ciclo C)


Primera Lectura: Hch 15, 1-2.22-29
Salmo Responsorial: Salmo 66
Segunda Lectura: Ap 21, 10-14.22-23
Evangelio: Jn 14, 23-29

La Gloria del Señor en Nosotros

¿Cómo podemos darnos cuenta de la gloria del Señor Jesús en nosotros? ¿Cómo reconocerla en los acontecimientos no siempre edificantes de la historia? ¿Cómo verlo en la experiencia de la Iglesia, santa y pecadora a la vez?

Jesús, durante la Última Cena, manifiesta su deseo de salvar tanto a Judas como a Pedro. Es precisamente en esta salvación donde se revela la gloria de Dios, ese anhelo infinito que tiene de colmar el corazón de cada uno de sus hijos. La gloria de Dios es que toda alma se salve y goce de la plenitud de vida que solo Él puede dar.

En este día, el Señor nos señala tres actitudes fundamentales para manifestar la vida del Resucitado en nuestra existencia: permanecer, recordar y pacificar. En este renovado tiempo de la Iglesia, en este dolorido tiempo de crisis económica, humanitaria y política, en este ambiente cargado de agresividad, amargura y desesperanza, necesitamos con urgencia volver a ser verdaderos discípulos y permitir que sea el Evangelio quien ilumine y juzgue los acontecimientos de nuestra vida.

Permanecer

Cristo Jesús nos exhorta a observar su Palabra, a cumplirla, a encarnarla en nuestras decisiones cotidianas. Si reducimos nuestra fe a un mero acontecimiento dominical, o a un refugio ocasional en momentos de tribulación, jamás experimentaremos la inhabitación del Padre y del Hijo en nuestras almas.

El mismo Señor nos lo revela con claridad: vivir la Palabra, frecuentarla, conocerla, orarla y meditarla produce el maravilloso efecto de la morada divina en nosotros.

No se trata de fenómenos extraordinarios, sino de la conciencia creciente de orientar nuestra vida hacia Dios, de percibir Su presencia santificadora en nosotros y en el mundo. Así es como la fe deja de ser un simple ejercicio intelectual o un esfuerzo de la voluntad para convertirse en la dimensión permanente en la que habitamos. “En él vivimos, nos movemos y existimos”, que decía San Pablo.

Vivir es quedarse, permanecer, no huir ni separarse. Vivir es habitar, conocer, entender, frecuentar. A esto estamos llamados para experimentar la gloria que anhelamos. Conozcamos y meditemos la Sagrada Palabra que nos abre las puertas al misterio de Dios.

Recordar

No lo comprendemos todo — faltaría más —, tampoco la Iglesia posee plenamente a Dios, sino que está poseída por Él.

Jesús nos ha revelado y entregado todo; la Revelación está completa, perfecta en Él. No necesitamos falsos profetas ni adivinos que nos dicten nuestro camino. Sin embargo, a menudo parece que no entendemos esta verdad fundamental y que la hemos olvidado.

El Espíritu Santo viene en nuestro auxilio y nos ilumina. Ilumina a la Iglesia en la comprensión de las palabras del Maestro y Señor. Ilumina nuestra conciencia y nos permite entender cuánto tiene que ver la fe con nuestra vida y con nuestras decisiones diarias. Nos lo recuerda cuando lo olvidamos, como ocurrió en un pasado no muy lejano, cuando nosotros, los cristianos, olvidamos la radicalidad del Evangelio respecto a la no violencia, elaborando teorías sobre la "guerra justa", bendiciéndola y justificándola, a veces, de manera desmesurada.

Invoquemos al Espíritu Santo antes de cada decisión que debamos tomar, antes de la oración, antes de la celebración de la Eucaristía. Esto nos permitirá acercarnos al Evangelio con la frescura que merece, con el asombro de quien siempre descubre en él nuevas riquezas de vida.

Pacificar

Para experimentar la gloria que anhelamos, debemos reconciliarnos con nosotros mismos. La frontera entre el bien y el mal atraviesa nuestro propio corazón; el enemigo no está fuera, sino dentro de nosotros. La primera y auténtica pacificación debe ocurrir en nuestro interior, con nuestra violencia y nuestra ira, con esa zona oscura de nuestra vida que los discípulos del Señor llamamos pecado.

Los cristianos, con frecuencia, cuando hablamos de paz, pensamos en la quietud del cementerio... Esta es una visión incorrecta y parcial de nuestra fe, que revela una pertenencia al cristianismo entre desganada y apática; que confunde la paz que Cristo nos ofrece con la de los difuntos, sin inquietudes ni problemas...

La paz, según la palabra de Jesús, es el primer regalo que Él nos hace como Resucitado, cuando se aparece a sus discípulos atemorizados. Un corazón pacificado es un corazón firme, arraigado, que ha encontrado su lugar en el mundo, que no se amedrenta ante la adversidad, que no se desespera en el dolor, que no desfallece en la fatiga.

El descubrimiento de Dios en la propia vida, el encuentro gozoso con Él, la percepción de su infinita belleza, la conversión al Señor Jesús reconocido como Dios, todo esto suscita en el corazón del creyente una alegría profunda, desconocida, distinta a cualquier otra. Es la alegría de saberse reconocido, amado, de ser precioso a los ojos del Señor.

Regalo de Cristo

Esta es la paz que Cristo nos regala. Descubrirnos en el centro de una voluntad benéfica y salvadora, sabernos partícipes del misterio escondido para el mundo. Creer esto, adherirse a la fe, muchas veces con inquietud y sufrimiento, no de manera superficial y ligera, otorga la verdadera paz del corazón: la certeza de ser amados, la convicción de que, junto con Dios, podemos transformar el mundo.

Esta paz es profunda, firme, inquebrantable, muy diferente de la paz del mundo, que se presenta como mera ausencia de guerra o, peor aún, como la guerra que se considera necesaria para imponer la paz.

La paz de saberse amados es la que nos permite también afrontar con serenidad todos nuestros temores: miedo al futuro, a la enfermedad y la muerte, miedo a la precariedad laboral, a no ser amados, miedo al mismo miedo. La paz del corazón es, a la vez, don y conquista, es un fuego que debemos alimentar constantemente en la llama del Resucitado —simbolizada en el Cirio Pascual—, que nos ayuda a enfrentar el miedo con confianza, a mantener el corazón sereno.

Al concluir estos días gloriosos de Pascua, invoquemos al Divino Consolador que el Padre nos regala para afrontar nuestra vida cotidiana con la certeza de la presencia del Señor, día a día y paso a paso.

Opciones

La primera comunidad cristiana enfrentó un grave dilema: ¿era necesario ser judío para convertirse en cristiano? Santiago y la comunidad de Jerusalén impulsaban a la Iglesia en esa dirección; Pablo y Bernabé, por el contrario, afirmaban que Jesús había venido para cada persona, como lo demostraba el hecho de que la Palabra del Señor convertía el corazón de los paganos. La confrontación fue intensa, pero leal: en Jerusalén los apóstoles discutieron apasionadamente y, finalmente, reconocieron la razón de Pablo. Este es el estilo propio de la Iglesia sinodal: discernir juntos, respetando los ministerios y carismas de cada uno, y escuchando lo que el Espíritu Santo nos sugiere. Este es el estilo que deben vivir nuestras comunidades parroquiales, abordando con seriedad los problemas y buscando soluciones no desde las emociones o las opiniones personales, sino desde la búsqueda constante de la voluntad del Señor, día a día y paso a paso.

Pero todo esto es “ya pero todavía no". El mundo nuevo que vislumbramos solo dará su fruto pleno más allá, en la eternidad. San Juan contempla a la Iglesia y ve en ella a una novia radiante y luminosa, engalanada, dispuesta para su esposo, Cristo. No perdamos nunca de vista que todo lo que vivimos lo experimentamos con un sentido de imperfección, con una tensión hacia una plenitud que aún no contemplamos, pero que somos capaces de encarnar, de soñar, de seguir y de realizar como anticipo y garantía del Reino de Dios. Que así sea.

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