¿Cómo
podemos darnos cuenta de la gloria del Señor Jesús en nosotros? ¿Cómo
reconocerla en los acontecimientos no siempre edificantes de la historia? ¿Cómo
verlo en la experiencia de la Iglesia, santa y pecadora a la vez?
Jesús
durante la última cena afirma querer salvar a Judas y a Pedro. Es en la salvación
donde se manifiesta la gloria de Dios, el deseo inmenso que él tiene de llenar
el corazón de todas y cada una de las personas. La gloria de Dios es que toda
persona se salve y viva con vida abundante.
Concretamente,
hoy, el Señor nos indica tres actitudes para manifestar la vida del
resucitado en nuestra vida. En este renovado tiempo de la Iglesia, en este
dolorido tiempo de crisis económica, humanitaria y política, tiempo agresivo y amargo,
desesperante y desalentador necesitamos urgentemente volver a ser discípulos y
dejar que sea el evangelio quien juzgue los acontecimientos de la vida.
Vivir y permanecer
Jesús
nos pide observar su Palabra, cumplirla, encarnarla en nuestras opciones
concretas. Si la fe se reduce a un acontecimiento que sacamos a relucir una
hora a la semana, o en los momentos de dificultad, no tenemos la experiencia de
estar habitados por el Padre y el Hijo.
Jesús
nos lo dice explícitamente: vivir la Palabra, frecuentarla, conocerla, orarla,
meditarla produce el efecto de un morada divina en nosotros.
Nada
de extrañas apariciones, sino la conciencia creciente de estar orientados hacia
Dios, la experiencia de que es posible darse cuenta de la presencia de Dios en
nostros y en el mundo. Entonces, la fe no se reduce a una elección intelectual,
a un esfuerzo de la voluntad sino que es la dimensión permanente en que
habitamos.
Vivir
es quedarse, permanecer, no huir, ni separarse. Vivir es habitar, conocer,
entender, frecuentar.
A
esto estamos llamados para experimentar la gloria que anhelamos. Conozcamos y
meditemos la Palabra que nos permite acceder a Dios.
Recordar
No
lo entendemos todo - faltaría más -, tampoco la Iglesia tiene la plena posesión
de Dios, sino que está poseída por Él.
Jesús
nos ha dicho y nos lo ha dado todo; la Revelación está concluida, terminada, en
él. No necesitamos adivinos que nos expliquen lo que tenemos que hacer. A
veces, parece que no lo entendemos y que nos hemos olvidado de ello.
El Espíritu viene en nuestra ayuda y nos ilumina. Ilumina a la Iglesia en la comprensión de las palabras del Maestro y Señor. Ilumina nuestra conciencia y nos permite entender cuánto tiene que ver la fe con nuestra vida y con nuestras opciones cotidianas. Nos lo recuerda cuando nos olvidamos, como por ejemplo, en un pasado no muy lejano, los cristianos se olvidaron de la radicalidad del evangelio respecto de la no violencia, razonando sobre la “guerra justa”, bendiciéndola y justificándola, a veces, desaforadamente.
Invocar
al Espíritu antes de cada elección que tengamos que hacer, antes de la oración,
antes de la celebración de la eucaristía, nos permite acercarnos al evangelio
con el frescor que éste se merece, con el estupor de quien siempre encuentra
novedades.
Pacificar
Para
experimentar la gloria que anhelamos tenemos que hacer las paces con nosotros
mismos. El límite entre el bien y el mal está en nuestro corazón; el enemigo
está dentro de nosotros, no fuera. La primera y auténtica pacificación tiene
que ocurrir en nuestro interior con nosotros mismos, con nuestra violencia y
nuestra rabia, la parte oscura de nuestra vida a la que los discípulos del
Señor llamamos pecado.
Los
cristianos, a menudo, cuando hablamos de paz, pensamos en el cementerio… Es una
visión incorrecta y parcial de la fe, que manifiesta una pertenencia al
cristianismo, entre desganada y apática; que piensa que la paz que deseamos es
la de los difuntos, sin más quehacer y sin problemas…
La
paz, según la palabra de Jesús, es el primer regalo que él nos hace como
resucitado, cuando se aparece a los asustados discípulos. Un corazón pacífico, apaciguado
es un corazón firme, arraigado, que ha alcanzado su sitio en el mundo, que no
se asusta en las adversidades, que no se desespera en el dolor, que no se
desanima en la fatiga.
El
descubrimiento de Dios, en la propia vida, el encuentro alegre con él, la
percepción de su belleza, la conversión al Señor Jesús reconocido como a Dios, todo
esto suscita en el corazón de las personas una alegría profunda, desconocida,
diferente de cualquier otra alegría. Es la alegría del saberse reconocido,
querido, de ser precioso a los ojos del Señor.
Regalo de Cristo
Ésta
es la paz que Cristo nos regala. Descubrirse en el corazón de una voluntad
benéfica y salvadora, saberse dentro del misterio escondido para el mundo. Creer
esto, tener una adhesión a la fe, muchas veces inquieta y sufriente, no
inmediata y ligera, da la paz del corazón. La convicción de ser amados. La
convicción de que junto con Dios podemos cambiar el mundo.
Esta
paz es una paz profunda, una paz firme, inamovible, bien diferente de la paz
del mundo, que es vendida como la ausencia de guerra o, peor aún, como la guerra
que se cree necesaria para imponer la paz.
La
paz de saberse queridos es la que permite también afrontar con serenidad todos
los miedos. Miedo al futuro, a la enfermedad y la muerte, miedo al trabajo
precario, a no ser amados, miedo al miedo. La paz del corazón, es a la vez don y
conquista, es un fuego que hay que alimentar continuamente en el fuego del resucitado
– significado en la llama de ese Cirio Pascual -, que nos ayuda a afrontar el
miedo con confianza, a no tener el corazón agitado.
Al
final de estos espléndidos días de Pascua, invocamos al Consolador que el Padre
nos regala para afrontar nuestra vida diaria con la certeza de la presencia del
Señor, día a día y paso a paso.
Opciones
La
primera comunidad afrontó un grave dilema: ¿hacía falta ser judío para hacerse cristiano?
Santiago y la comunidad de Jerusalén impulsaban a la Iglesia en esa dirección;
Pablo y Bernabé, al contrario, afirmaban que Jesús había venido para cada persona
concreta, como demostraba el hecho de ver que la Palabra del Señor convertía el
corazón de los paganos. El enfrentamiento fue duro, pero leal: en Jerusalén los
apóstoles discutieron toscamente y, al final, dieron la razón a Pablo. Éste es
el estilo del ser Iglesia, decidir juntos, respetando los propios ministerios y
carismas, y escuchando lo que el Espíritu nos sugiere. Éste es el estilo que
han de vivir nuestras comunidades cristianas, tomando en serio los problemas y
buscando las soluciones no a partir de las emociones o de las propias opiniones,
sino de la continua búsqueda de la voluntad del Señor día a día y paso a paso.
Pero
todo esto es “un ya pero todavía no”.
El mundo nuevo que vemos apuntar sólo dará su fruto más allá, en otro lugar. Juan
se fija en la Iglesia y ve en ella a una novia radiante y luminosa, engalanada,
lista para su esposo, Cristo. No perdamos nunca de vista el hecho de que todo
lo que vivimos lo vivimos con un sentido de imperfección, con una tensión hacia
una plenitud que todavía no vemos, pero que somos capaces de encarnar, de
soñar, de seguir y de realizar como adelanto y fianza del Reino de Dios.
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