¿Un
cambio a peor?
Jesús
se va… y, a cambio, nos deja la Iglesia. ¡Vaya cambio! A primera vista, parece
que hemos salido perdiendo, ¿no? ¿No compartimos, al menos un poco, la
decepción de los apóstoles? Ellos están perplejos y entristecidos. El Maestro
parte justo cuando, por fin, empezaban a comprender el gran plan de Dios. Justo
ahora que iban dejando atrás el dolor y comenzaban a saborear la alegría. Todo
parecía encajar, como en el desenlace luminoso de una película: el Reino había
comenzado, y Jesús reinaría para siempre con sus fieles.
Y,
sin embargo, es ahora cuando el Señor se va. Vuelve al Padre… y nosotros, aquí,
con el corazón encogido.
Este
camino de esperanza y conversión hacia la alegría, que hemos recorrido durante
la Pascua, sufre un alto repentino, casi un golpe seco.
Seamos sinceros: nos cuesta aceptar que el Resucitado haya regresado al Padre.
¿Qué hay que celebrar?
Los
discípulos se sienten, una vez más, desorientados. Jesús les deja, y les confía
—a ellos, con todas sus debilidades— el anuncio del Reino. ¡Qué historia!
¡Cuántas preguntas plantea la Palabra a quien busca a Dios!
¿Por qué lloras, alma mía? ¿Por qué estás triste?”
“¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?”
Dios
nos cuestiona, nos sacude, nos empuja siempre más allá. Nos llama a crecer, a
confiar, a creer.
No
debemos buscar en el cielo el rostro de un Dios que ya pisó nuestra tierra. Hay
que buscarlo allí donde Él ha querido quedarse para siempre: en los hermanos
más pobres, en la comunidad de los que creen en Jesús de Nazaret, el Señor.
Esta es la gran paradoja del cristianismo. Primero se nos pide creer que el Dios invisible se hizo hombre. Ahora, que ese Dios cercano se entrega a las frágiles manos de una Iglesia pecadora, incoherente, limitada.
Parece
un mal cambio: en lugar del rostro glorioso del Resucitado, nos encontramos con
el rostro cansado y a veces sombrío de los cristianos.
¿Y si sí…?
¿Y si
Jesús, en realidad, nos estuviera diciendo algo nuevo? ¿Y si de verdad fuéramos
parte activa del proyecto de Dios? ¿Y si, increíblemente, Él hubiese confiado
el anuncio del Reino a la Iglesia? A esta Iglesia concreta, que a veces
escandaliza y desconcierta. ¿Te lo imaginas?
Nuestro Dios no es un gerente de una multinacional del ámbito sagrado, repartiendo normas o atendiendo urgencias como un número 112 de emergencia. No, nuestro Dios es otra cosa.
Él es
el Dios que camina con nosotros. Que nos acompaña, sí, pero también que confía
el Evangelio en nuestras frágiles manos. El Reino no se impone mágicamente
desde lo alto: se construye día a día, entrelazando fidelidades, compartiendo
esfuerzos, tejiendo relaciones. Esa es nuestra tarea.
A
pesar de nuestras debilidades, nosotros somos hoy el rostro de Cristo para
quienes nos cruzamos. Cada uno de vosotros es la mirada de Dios para quienes os
encontréis a lo largo del día.
Así
lo ha querido el Señor: un Dios siempre sorprendente, que desconcierta y
renueva.
El tiempo de la Iglesia
La
Ascensión marca el final de la presencia visible de Jesús, el cierre de su
misión de revelarnos el verdadero rostro de Dios como Padre. Ahora comienza el
tiempo de la Iglesia: el tiempo de construir, desde el Evangelio, comunidades
humanas donde reine la ternura y la verdad.
Acojamos
la invitación de los ángeles a los apóstoles: dejemos de mirar al cielo.
Busquemos más bien la gloria de Dios en lo cotidiano, en lo humilde, en lo
real.
Quedémonos
en la ciudad. No escapemos de la banal rutina de cada día, ni del caos del
presente que nos ha tocado vivir. Porque es ahí —en el hoy, en el desorden del
mundo— donde Jesús ha decidido quedarse.
Busquemos
a Dios en la gloria del templo vivo que es el ser humano. Si Él está en el
rostro dolido y esperanzado del otro, dejemos ya de mirar a las nubes.
El
Señor nos dice que sí es posible construir su Reino aquí y ahora. La Ascensión
no es una despedida, es un nuevo comienzo: el inicio de la Iglesia, el inicio
de una nueva aventura, de la que nosotros somos protagonistas.
Y si
alguna vez la Iglesia institucional nos ha herido, decepcionado o cansado, combatamos
con más fuerza y respondamos con más amor, como lo hicieron los santos: no
rompiendo, sino renovando la Iglesia desde dentro, con una vida santa.
¿Seguiremos
esperando un milagro mirando las estrellas? ¿O nos decidiremos a ver la
presencia de Dios en la vida compartida, en la fe vivida, en los gestos de
acogida, en el anhelo de un mundo más justo? Nos queda tarea.
Subamos
con el Señor en esta Ascensión. Dejemos atrás la fe infantil. El Señor necesita
hoy discípulos adultos: capaces de hacer vibrar el Evangelio en su vida, y de
anunciar la fe con palabras y obras nuevas en un mundo nuevo.
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