Un cambio a peor
Jesús
se va y nos deja a cambio la Iglesia. ¡Qué cambiazo! Parece un cambio a peor, ¿no?
¿No estamos todos, como los apóstoles, un poco decepcionados por esta decisión?
Ellos están asombrados y apenados. El Maestro se va precisamente ahora que, por
fin, estaban empezando a entender el gran designio de Dios sobre Jesús; ahora
que, por fin, estaban superando el dolor y se iban convirtiendo a la alegría.
Justo ahora el Señor se va. Ahora que, como en el desenlace en una bonita
comedia americana, todo parecía claro y nítido: el Reino, por fin, había
comenzado y Jesús reinaría con sus fieles apóstoles para siempre.
Pero
¿cómo es que, justo ahora que las cosas estaban empezando a funcionar, Jesús
nos deja? Él vuelve al Padre… y nosotros aquí, a sufrir.
El
camino de esperanza y de conversión a la alegría, que hemos llevado adelante en
estas semanas de Pascua, sufre un parón, un estruendo repentino.
Seamos
francos: no nos gusta nada que Jesús resucitado haya regresado al Padre y no
encontramos nada bueno que celebrar.
Los
discípulos vuelven a estar descolocados. Jesús vuelve al Padre, y les confía a
ellos, con todas sus limitaciones, el anuncio del Reino. ¡Qué historia! ¡Cuántas
preguntas hace la Palabra a quien busca a Dios!
¿Galileos, qué hacéis ahí
plantados, mirando al cielo?
¿Por qué lloras, alma mía,
por qué estás triste?
¿Por qué buscáis entre los muertos al que
está vivo?
Dios
nos cuestiona, nos mueve, nos invita a ir siempre más allá, nos invita a crecer,
nos invita a creer, nos invita a confiar.
No,
no tenemos que buscar en el cielo el rostro de un Dios que ha pisado la tierra.
Sólo podemos buscarlo allí donde Él ha decidido habitar, para siempre: en los
hermanos más pobres, en medio de la comunidad de los que creen en Jesús de Nazaret,
el Señor.
Ésta
es la incomprensible paradoja del cristianismo. Primero se nos pide creer que
el Dios invisible se ha hecho hombre. Ahora se nos pide creer que el Dios
accesible se entrega en las frágiles manos de personas pecadoras e incoherentes.
Es
un cambio desfavorable: en lugar de encontrarnos con el rostro radiante y
sereno del Señor resucitado, nos encontramos con el rostro arrugado y oscuro de
los cristianos.
Y si sí…
¿Y
si, por el contrario, Jesús quisiera decirnos algo nuevo e inesperado? ¿Si, de
veras, estuviéramos nosotros implicados en los proyectos de Dios? ¿Y si Jesús,
de verdad, hubiera confiado a la Iglesia el anuncio del Reino?; aún peor: a esta
Iglesia nuestra, piedra de escándalo para muchos. ¡Imagínate!
Nuestro Dios no es el manager administrador de una multinacional de lo sagrado, que difunde las normas, y un número 112 para las emergencias, con unos gentiles ángeles que nunca nos dan una respuesta útil. No, no es así.