En los últimos domingos hemos escuchado el Evangelio del buen samaritano, el de Marta y María, y el de la oración. Hoy, la Palabra nos lleva a desarrollar un tema que ya estaba presente en todos ellos: el de los bienes de la tierra.
Sí, porque ese vino que Marta sirve con tanto esmero, o el “pan de cada día” que pedimos en el Padrenuestro, o la compasión del samaritano que gasta su dinero por amor al herido, nos hablan de lo mismo: de cómo nos relacionamos con lo que tenemos, con lo que poseemos, con lo que pasa por nuestras manos.
La Palabra de hoy baja al terreno de lo concreto. Habla de decisiones, de rutinas diarias, de las relaciones que mantenemos con las cosas… y con el dinero.
Y esto no es un tema marginal. En estos tiempos en los que conceptos como “mercado” o “economía” han dejado de ser abstractos para volverse dolorosamente reales, la mayoría de las personas vive algún tipo de empobrecimiento. Así que no, no estamos hablando de cosas inútiles ni superficiales.
Líos
Que levante la mano quien nunca haya tenido, aunque sea una pequeña discusión, con familiares o amigos… por dinero.
No hace falta que la levantemos, pero todos sabemos que eso pasa. A veces se presentan como discusiones de principios, y seguramente lo son. Pero también sabemos lo que duele sentir que te han engañado, o que no se ha sido justo contigo.
En el Evangelio de hoy, un hombre le pide a Jesús que intervenga para que su hermano reparta con él la herencia. Es muy probable que tuviera razón. Pero Jesús le responde con una sonrisa y un “no, gracias”.
¿Y por qué no?
Porque muchas veces pedimos a Dios que arregle lo que podríamos solucionar nosotros si actuáramos con justicia.
Porque Dios nos ha creado adultos, con inteligencia, con conciencia, con sentido común. Y espera que vivamos como tales. No es un juez de familia, ni un solucionador de pleitos domésticos.
Tampoco es un padre sobreprotector que nos ata los cordones o nos suena los mocos. Es nuestro Padre, sí, pero confía en nosotros.
El mundo —como nos recuerda la Escritura una y otra vez— tiene sus leyes, su lógica, su armonía, que en último término provienen de Dios, pero que nosotros estamos llamados a descubrir y respetar.
Los bienes… y el Bien
Jesús sabe que detrás de la petición de aquel hombre pendenciero hay una inquietud de fondo: la del dinero, la de la herencia, la del tener. Y por eso aprovecha para hablarnos, una vez más, de la riqueza.
De palabra, todos somos muy libres y evangélicos. Hasta franciscanos. Nos incomoda hablar de dinero. Lo sentimos como algo ambiguo, peligroso, quizás incluso sucio: “el vil metal”.
Pero Jesús no lo trata así. No dice que la riqueza sea impura. Lo que dice es que es peligrosa. Porque promete demasiado. Porque insinúa que, si la tienes, tendrás paz, seguridad, felicidad… y eso es mentira.
La parábola de hoy es elocuente. Ese “pobre hombre rico” no es ni avaro ni deshonesto. Al contrario, parece un hombre trabajador, responsable, sensato. Sólo quiere asegurarse un futuro tranquilo. Pero se muere. Y no por un castigo divino, sino porque el cuerpo es frágil. Tal vez murió por estrés, o por exceso de trabajo, o de cigarrillos, o de bebida, o por lo que sea. Pero su error fue pensar que tener posesiones garantizaba vivir.
Jesús nos recuerda que la riqueza nos seduce con falsas promesas. Que no puede llenar lo que sólo Dios puede llenar.
El Eclesiastés es claro: ¿para qué tanto esfuerzo acumulando, si otro disfrutará lo que tú trabajaste?
Y Pablo, en la carta a los Colosenses, nos dice: si de verdad habéis resucitado con Cristo, entonces poned la mirada en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Cambiad las prioridades.
Entonces…
Vivimos en un mundo que fabrica necesidades falsas para intentar tapar un vacío real: ese grito de absoluto que llevamos dentro y que solo Dios puede colmar.
Por eso, un poco de autenticidad nos hace bien. Recordad que somos peregrinos, que vamos de paso. Que la riqueza puede ser una bendición, pero también una trampa.
Y que si alguno de nosotros —por providencia o por suerte— tiene más bienes que otros, es para compartirlos, para aliviar a quien sufre, para sembrar Reino de Dios. Para acumular, sí… pero tesoros en el cielo.
La Palabra de este domingo es una invitación a un examen de conciencia colectivo. No para caer en culpas inútiles, sino para revisar con verdad cómo usamos los bienes, cómo gestionamos lo que tenemos.
Y también es una interpelación seria para quienes tienen alguna responsabilidad en la administración del dinero en nuestras comunidades cristianas: todo ha de ponerse al servicio del Reino.
Vayamos a lo esencial. Vayamos a lo que verdaderamente importa. Que nuestras decisiones estén guiadas por lo que vale de verdad.
Porque nuestro corazón no se sacia con oro ni con seguridades. Lo que necesitamos, lo que anhelamos de verdad… es la ternura de Dios.
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