Primera Lectura: Ec 1, 1-2; 2, 21-23
Salmo Responsorial: Salmo 89
Segunda Lectura: Col 3, 1-5.9-11
Evangelio: Lc 12, 13-21
En las semanas pasadas hemos
escuchado los evangelios del buen samaritano, de Marta y María, y de la oración.
Hoy, la Palabra nos invita a desarrollar un tema ya introducido en los pasados
domingos: el de los bienes de la tierra.
Algo que tiene que ver con la caridad
auténtica del samaritano y con la cena deliciosa preparada por Marta en Betania.
Y también con el “pan de cada día” que pedimos en la magnífica oración del
Padre Nuestro.
Todo la Palabra de hoy se encarna
en la pesadez de la cotidianidad, en la concreción de las opciones que hacemos y
en las relaciones que tenemos con las cosas y la fortuna.
Sobre todo, en estos tiempos en los
que conceptos abstractos como “mercado” y “economía” se han hecho concretos y
tangibles, llevando a la mayoría de la humanidad a un general empobrecimiento. No,
no estamos hablando de cosas inútiles.
Líos
¡Que levante la mano quien no
haya tenido nunca, al menos una pequeña discrepancia o desavenencia con
familiares o amigos, por cuestiones de dinero!
Es obvio. Somos personas
equilibradas y honestas, y tratamos de cuestiones de principio. En el evangelio
de hoy, un ingenuo individuo le pide a Jesús que intervenga con su hermano por
una cuestión de dinero, y probablemente tuviera razón: él habría sufrido un
engaño y querría ser indemnizado.
¡Cuántas amistades se han ido al
garete por cuestiones de dinero, cuántas, frágiles y superficiales, relaciones
de parentesco se han convertido en un odio visceral por algún metro cuadrado de
una casa o de un terreno!
Por otra parte, seamos honestos:
si los cariños, las amistades y las relaciones de parentesco no se basan en
actitudes de equidad y justicia, si no pasan la prueba de la solidaridad, se hace
de verdad muy difícil entender cómo puede concretarse el bien que supone decir
que nos queremos.
Así es, hasta el punto que Jesús
sonríe y responde a aquel hombre que le solicita: “no, gracias.”
No, gracias, porque podemos
entender muy bien por nosotros mismos lo que tenemos que hacer en justicia.
No, gracias, porque Dios nos ha
creado suficientemente inteligentes para solucionar las cuestiones prácticas.
No, gracias: dejemos de pedir a
Dios que haga lo que podríamos hacer muy bien solos.
No, gracias, porque Dios nos trata
como adultos, evitemos considerarlo como un director que nos soluciona los líos.
No, gracias, porque Dios no nos
abrocha los zapatos, ni nos suena los mocos como a niños pequeños, ni nos
soluciona los problemas que podemos solucionar muy bien por nosotros mismos.
El mundo tiene su armonía, su
lógica, sus propias leyes que, en último término, dependen de Dios, pero que
funcionan por sí mismas.
Dios no se levanta por la mañana
para dar una vuelta a la manivela para que el mundo se ponga en marcha, él lo
ha creado lleno de inteligencia y de belleza, y a nosotros nos toca descubrir sus
leyes específicas.
La actitud de la Biblia, a este
propósito, es adulta y madura. Se reconoce el origen de todo en Dios, pero se
deja al hombre la capacidad de administrar la creación. No hace falta hurgar en
la Escritura para saber lo que es bueno para la economía, la justicia, la paz, o
la solidaridad, es suficiente escuchar nuestro corazón, nuestra conciencia
iluminada por el Espíritu de Dios.
Los bienes y el bien
Jesús sabe que detrás de la
pregunta del hermano pendenciero hay una cuestión de dinero y aprovecha para
hacer una reflexión sobre la riqueza.
De palabra, siempre, somos todos
libres y puros, franciscanos connaturales. Todos experimentamos un pudor connatural
respecto al dinero, lo consideramos algo peligroso, sucio, ambiguo: “el vil
metal”. Una persona rica siempre es mirada con sospecha y, especialmente en
nuestro mundo católico, nos mostramos siempre incómodos hablando de dinero.
Jesús, paradójicamente, se
muestra muy libre al respecto. Él no dice que la riqueza sea algo sucio. Sólo
dice que es peligrosa.
Fijaros en el “pobre hombre” rico
de la parábola. Es un gran trabajador, que no es descrito como un pillo, ni
como un avaro, más bien, es simpática su preocupación por hacer rentar bien sus
ganancias para después disfrutarlas en paz. Su muerte no es un castigo, sino un
acontecimiento posible, siempre en el orden de la autonomía de las cosas, que
señalé antes.
Tal vez un excesivo estrés, el excesivo
trabajo, o los excesivos cigarrillos, o la bebida estén en el origen de la muerte
repentina, pero ciertamente no por la acción de Dios.
Jesús nos advierte que la riqueza
promete lo que no puede cumplir y nos ilusiona con que el poseer cosas servirá para
llenar nuestro corazón.
Como leemos en la ácida reflexión
del Eclesiastés, también nosotros constatamos lo inútil que es afanarse en acumular
riquezas que van a disfrutar otros. Acogiendo la invitación de Pablo, si de verdad
hemos encontrado a Cristo, el orden de nuestras prioridades cambiará en
profundidad.
Entonces…
Nuestro mundo provoca falsas necesidades
para llenar el grito de absoluto que mana de nuestro corazón y que sólo Dios
puede llenar.
Entonces un poco de autenticidad puede
ayudarnos a recordar que somos peregrinos, que la riqueza puede engañarnos y
que, si alguno providencialmente ha tenido un poco de suerte económica, es para
que acumule tesoros en cielo ayudando con sus bienes a los hermanos más pobres.
La Palabra de hoy nos propone un
gran examen de conciencia colectivo, sin crearnos inútiles sentidos de culpa, sino
proponiéndonos autenticidad a la hora de administrar los bienes de la tierra; una
absoluta corrección de quienes, en las distintas comunidades, tienen que
administrar el dinero al servicio del anuncio del Reino.
Vayamos a lo esencial, como el Señor
nos pide, dejemos que sean las cosas importantes las que guíen nuestra vida y nuestras
opciones vitales.
No es dinero lo que necesita
nuestro corazón, sino otras riquezas, otros bienes inmensos y tesoros
infinitos. Lo que necesitamos es la ternura de Dios.
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