Una tradición que viene de lejos
La Asunción es una de las celebraciones más antiguas del calendario cristiano, enraizada profundamente en la fe de las primeras comunidades. Quizá por eso no es fácil hablar de ella con definiciones precisas o con palabras exactas. Pero lo que creemos, lo decimos con la sencillez de la fe: María de Nazaret, Madre de Jesús, la primera entre los discípulos, la que sostuvo a su Hijo en brazos y permaneció fiel al pie de la cruz, la que oraba con la comunidad en Pentecostés, ella fue llevada por Dios al cielo, en cuerpo y alma, junto al Padre.
Y una vez confesado esto, nos dejamos envolver por el silencio reverente del misterio. No sabemos el cómo, ni el cuándo, ni el modo en que ocurrió; solo sabemos que la Iglesia, desde sus orígenes, lo ha celebrado con gozo.
La tradición ha hablado del “Tránsito” o la “Dormición” de María, como si se tratara de un sueño en los brazos del Padre. Hoy, en el prefacio de la misa, lo proclamaremos con palabras que nos conmueven: “No podía conocer la corrupción del sepulcro aquella que llevó en su seno al autor de la vida”.
Y hoy preferimos expresar que María es la primera persona plenamente resucitada; la primera que ha llegado a conocer y a vivir la plenitud del destino humano según el designio amoroso de Dios.
Una inquietud que permanece
Sin embargo, hermanos, es verdad que este misterio no está exento de cierta incomodidad. No tanto por el dogma en sí, sino por la figura de María. María era una joven sencilla, de un pueblo perdido en Galilea; una muchacha callada, trabajadora, tímida quizá, acostumbrada a vivir con discreción.
Y, sin embargo, con el paso de los siglos, se ha desarrollado en torno a ella una devoción inmensa, sincera, pero a veces excesiva. Y lo digo con cuidado. Porque ese exceso puede acabar alejando a muchos hermanos nuestros —que buscan a Dios con honestidad, en medio de un mundo secularizado— de la verdadera figura de María. Puede dar la impresión de que ella es inaccesible, casi irreal, como si su santidad la hubiera separado de nuestra historia concreta.
Y eso sería una gran injusticia. Porque María fue, ante todo, una discípula de verdad. Una mujer del pueblo. Fuerte, valiente, lúcida. La primera en reconocer el rostro del Dios encarnado. Y nosotros, en vez de aprender de ella, la hemos colocado en lo alto de un altar, coronada de piedras y alejada de nuestra vida cotidiana.
Pero Dios, como siempre, desarma nuestras ingenuidades con su sabiduría desconcertante. En María, Dios nos ha regalado una hermana en la fe. Una discípula fiel. Una madre que camina con nosotros.
La Visitación: una clave espiritual
El Evangelio de hoy nos presenta el episodio de la Visitación (Lc 1, 39-56), que encierra una de las claves más profundas del camino espiritual de María.
Apenas el ángel le anuncia lo impensable, María no se encierra en sí misma. No se queda paralizada. Sale, corre, atraviesa montañas, va al encuentro de Isabel. El ángel le ha hablado de aquella mujer estéril que ahora espera un hijo, y María quiere verlo con sus propios ojos. Necesita pensar, discernir, entender qué ha pasado. ¿De verdad esto viene de Dios? ¿No habrá sido todo una ilusión, un sueño, un error?
Son dos días de camino al sur, cargados de pensamientos, de preguntas. Quizá habría sido más prudente ir acompañada de José. No era costumbre que una joven viajara sola.
Y sin embargo, cuando llega a casa de Isabel, lo que sucede allí es una auténtica epifanía. Las dos mujeres se abrazan, ríen, lloran, se bendicen. Solo ellas comprenden lo que está ocurriendo; los demás las miran sin entender. Isabel levanta a María en un gesto maternal y, conmovida, le pregunta: ¿Cómo es que creíste?
También nosotros nos lo preguntamos, con asombro: ¿cómo pudiste creer, María, que Dios haría historia contigo? ¿Cómo confiaste tanto en que el Altísimo necesitaba tu cuerpo, tu vida, tu sí, para llevar adelante la salvación?
Bienaventurada tú, María, porque creíste. Y bienaventurados nosotros, pobres creyentes, que al mirarte sentimos orgullo de nuestra humanidad y hambre de santidad.
María canta y baila, sí. En el polvo del patio, gira como una joven feliz. Todo ha sido cierto: el ángel venía de parte de Dios, las promesas antiguas se cumplen en ella. Dios no se ha cansado de su pueblo. Está con nosotros. Sigue viniendo. Aquí.
Y entonces María canta. Canta su Magníficat. Un himno explosivo de confianza en el Dios que derriba tronos y levanta a los humildes. Que se fija en una muchacha anónima, sin prestigio, sin poder, sin título. Y con ella empieza de nuevo la historia.
María, signo de esperanza
Esta es, hermanos, la fiesta de la Asunción. La historia de una mujer creyente que se tomó en serio la Palabra de su Dios. Una discípula que nos enseña, a nosotros —que tantas veces creemos a medias— la audacia de la fe y la ternura del amor divino.
Creemos que al final de su camino, sostenida siempre por la gracia, María fue la primera en alcanzar la meta: el encuentro definitivo con el Dios que la había llamado. Aquella que había dado a luz al Autor de la vida, no podía quedar atrapada en la corrupción de la muerte.
¡Qué buena compañía tenemos, hermanos! Caminamos con ella. Pidámosle al Señor un corazón disponible, abierto. El Señor hizo maravillas en María. Puede hacerlas también en nosotros… si nos dejamos.
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